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lunes, 5 de abril de 2021

Un golpe de estado musical, 1880


Alrededor de 1880 Ricardo Castro y Gustavo E. Campa -junto con Juan Hernández Acevedo, Felipe Villanueva, Carlos J. Meneses e Ignacio Quezadas- formaron el grupo de "Los seis" para oponerse al italianismo imperante en el terreno musical, del que era gran propugnador el ilustre Melesio Morales. Se entabló una enconada polémica y en ella el triunfo de los seis jóvenes músicos fue tan definitivo que prácticamente pasaron a sus manos el destino de la música fina mexicana y el Conservatorio Nacional, del que Ricardo Castro se convirtió en director, en tanto que Carlos J. Meneses pasó a ocupar la cátedra de piano y Campa se hizo cargo de la cátedra de composición. Fue una especie de "golpe de estado" musical con el que perdió fuerza la corriente italiana, aunque, por otra parte, se impuso la romántica, de moda entonces en Europa. El nacionalismo tendría que seguir esperando.

Los seis camaradas se destacaron grandemente en el campo de la enseñanza, pero sólo Ricardo Castro y Felipe Villanueva alcanzaron renombre como compositores. Curiosamente, ambos tuvieron una iniciación musical muy temprana y ambos murieron jóvenes.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

viernes, 4 de diciembre de 2020

Felipe Villanueva

 


Felipe Villanueva había nacido en 1862 en un villorrio del estado de México y aún antes de aprender a leer y escribir ya era violinista de la iglesia local. A los 11 años marchó a la ciudad de México para ingresar al Conservatorio Nacional, donde permaneció muy poco tiempo pues, a pesar de sus pocos años, tenía ya ideas musicales tan firmes y definidas que abandonó la institución tras criticar sus métodos de enseñanza.

Así, Villanueva se convirtió en autodidacta y como tal llegó a dominar virtualmente todos los aspectos de la técnica musical. En los primeros años de su carrera sólo escribió música esporádicamente, pues su gran pasión era el violín. Se dice que abandonó este instrumento después de escuchar a un violinista de gran calidad y darse cuenta de que nunca alcanzaría un virtuosismo semejante. Entonces el piano y la composición llenaron su tiempo.

Fue precisamente la composición de piezas para piano la que lo llevó a la consagración. Produjo las muy apreciadas Danzas humorísticas, algunas mazurcas que se abrieron paso hasta los públicos europeos y, sobre todo, varios valses en los que vació todo su talento y su exquisitez de músico romántico: Amor, Vals lento y el excepcional Vals poético.



A mediados de 1893 -cuando Villanueva tenía sólo 31 años de edad- la muerte truncó una carrera que empezaba apenas a tomar su rumbo definitivo.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975).

Ricardo Castro

 

Ricardo Castro, nacido en Durango en 1864, conoció la fama desde niño: antes de cumplir 10 años logró popularizar varias melodías en su estado natal. Muy joven, se inscribió en el Conservatorio Nacional con el propósito de hacerse concertista y compositor. Siguió después un curso de perfeccionamiento con Julio Ituarte, famoso ya por sus adaptaciones sinfónicas de aires populares, y tal vez de él absorbió la tendencia mexicanista que matizó fuertemente la producción musical de su madurez. Su obra más importante dentro de esta tendencia fue la ópera Atzimba, estrenada en 1900.

Para entonces ya había hecho muchas giras por el país y por los Estados Unidos, donde se le admiraba, y también había compuesto obras muy variadas: desde óperas y sinfonías hasta valses y mazurcas. Pero Castro no alcanzó la fama con sus obras más importantes -casi olvidadas en la actualidad- sino con el vals Capricho, que al poco tiempo de su estreno quedaba incorporado al repertorio musical de los grandes valses. 


El triunfo internacional de este vals contribuyó mucho para que el gobierno federal decidiera costear el largo viaje de estudio por Europa que Castro anhelara tiempo atrás. En 1906 volvió a México con un buen número de partituras: varios conciertos y óperas, algunas obras menores y proyectos sinfónicos que quedaron inconclusos en su mayoría, pues en noviembre de 1907, a la edad de 43 años, Castro murió a causa de una pulmonía fulminante.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

jueves, 3 de diciembre de 2020

Cancioneros y paleros del siglo XIX


En la segunda mitad del siglo XIX la música mexicana se desarrolló de manera formidable gracias a dos hechos: por una parte, los músicos cultos -hasta entonces escasos- se multiplicaron y llevados por un verdadero frenesí de creación, empezaron a producir grandes cantidades de óperas, romanzas, polcas, valses, marchas y canciones, lo mismo que importantes tratados y métodos musicales; por otra, proliferaron los conjuntos de cuerdas pueblerinos (entre ellos el mariachi jalisciense) y los cancioneros de feria popularizaron enormemente los corridos.

Estos cancioneros solían trabajar con un palero que además recogía las dádivas de los espectadores. -¡Acérquense, valedores! -animaba el palero-. ¡Van a conocer las hazañas del famoso Heraclio Bernal, hombre valiente a carta cabal!

Entonces el cancionero rasgueaba su guitarra e iniciaba la narración:

Año de mil ochocientos ochentaidós al contar,

va a comenzar la tragedia y en ella murió Bernal...

-La vida de Bernal estaba en precio -interrumpía el palero-. ¿Que por qué? Pues porque era un hombre como nosotros, del pueblo, que robaba a los ricos para favorecer a los pobres. ¡A ver, mi vale, cuéntales cómo era Bernal!

Qué valiente era Bernal en su caballo retinto,

con su pistola en la mano, peleando con treintaicinco.

Qué valiente era Bernal en su caballo joyero.

Él no robaba a los pobres; antes les daba dinero.

-Pero no falta el pelo en la sopa. ¡Bernal fue vendido por su mejor amigo!- continuaba el palero.

El ingrato fue Crispín, cuando ya lo fue a entregar

pidiendo los diez mil pesos por la vida de Bernal.

¡Ah, qué Crispín tan traidor!  Nadie lo hubiera creído

cuando él se manifestaba como un amigo querido.

Vuela, vuela palomita a las cumbres del nogal,

que están los caminos solos: ya mataron a Bernal.

Y mientras el palero pedía "lo que sea su voluntad" a los arrobados oyentes, el cancionero lanzaba la obligatoria despedida:

Adiós, gringos de la costa, ya no morirán de susto,

ya mataron a Bernal, ya se pasearán a gusto.

Allá va la despedida al volar del pavorreal;

aquí se acaba cantando la tragedia de Bernal.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

lunes, 30 de noviembre de 2020

Juglares del siglo XIX


Entre los primeros y más famosos cancioneros figuran el sinaloense Lucio Miranda -a quien se atribuye la todavía popular canción de El capiro-, su paisano El Chavarria y Chepe "el Valedor", originario de Guerrero.

Estos cancioneros de feria, auténticos juglares del siglo XIX, dieron un gran impulso a la canción popular, en unión de los vendedores de dulces (que cantaban "al ante"), los organilleros y los pequeños grupos de cuerdas citados anteriormente. Hacia el tiempo de la Intervención Francesa, las tonadas populares llegaron incluso a ser aceptadas en los grandes salones.

Entre tanto, los músicos finos -que no podían o no querían desembarazarse de la influencia italiana- produjeron piezas de notable calidad como por ejemplo La golondrina (1862), que hoy conocemos como Las golondrinas. En poco tiempo esta canción se convirtió en nostálgico canto de despedida. Irónicamente, su autor, el veracruzano Narciso Serradel Sevilla, fue uno de los primeros a quienes Las golondrinas le pusieron "carne de gallina", como a casi todo mexicano en la actualidad, pues hubo de escucharla entristecido cuando partió a Europa desterrado por los franceses a causa de su intervención en la batalla de Puebla.

Otra canción que se hizo muy famosa por aquellos años fue La paloma, del español Sebastián Iradier, que era, por cierto, una de las favoritas de la emperatriz Carlota:

Si a tu ventana llega una paloma

trátala con cariño que es mi persona...

Y pronto el pueblo hizo una parodia que escarnecía a la ambiciosa mujer:

Si a tu ventana llega un burro flaco

trátalo con cariño que es tu retrato...

Hacia 1875 ganó fama el compositor popular Antonio Zúñiga, al que se atribuyen unas cien canciones, entre ellas el Jarabe del sombrero ancho, que el pianista alemán Hendrik Herz hizo popular en su país tras escucharlo durante un viaje por México. La mayoría de las canciones de Zúñiga se perdieron. Marchita el alma, que transcribió y armonizó Manuel M. Ponce, es una de las pocas que se conservan.

En 1867 la locura del vals se apoderó del mundo y los músicos mexicanos encontraron en ese nuevo ritmo el mejor vehículo para expresar su sensibilidad. Tal vez poco apropiado para el gusto europeo, el vals Dios nunca muere alcanzó sin embargo una popularidad nacional que persiste hasta nuestros días. En toda la República se escucha esta pieza del pintoresco y trágico oaxaqueño Macedonio Alcalá, y una de sus más gustadas versiones fue la que Pedro Infante grabó durante los primeros años de su carrera artística.

Émulo de Alcalá en los aspectos más dramáticos de su vida, Juventino Rosas tuvo al menos el consuelo -negado al oaxaqueño- de ver cómo sus valses Sobre las olas y Carmen se difundían triunfalmente por todo el mundo. En particular el primero de ellos dio a Rosas una fama considerable, aunque -lo mismo que al "Tío Macedas"- su vals sólo le redituó algunos pesos.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

sábado, 16 de noviembre de 2019

El trágico vals del “Tío Macedas”



El trágico vals del “Tío Macedas”


Allá por los años de la Intervención Francesa, pocos personajes gozaban de tanta fama en la Mixteca oaxaqueña como Macedonio Alcalá, el “Tío Macedas”. Gran bebedor de mezcal, sabía contar historias divertidas y sobre todo tocar magistralmente el violín. Era excepcional su capacidad de improvisación y durante años sembró de efímeras tonadas los caminos de la paupérrima región que fue su hogar en la última etapa de su vida.
Macedonio Alcalá nació en la ciudad de Oaxaca en 1831. Desde muy joven se dio a conocer en el estado por sus composiciones y su habilidad musical, ayudado por la Sociedad Filarmónica de Santa Cecilia, de la que era miembro y entre cuyas actividades figuraba la de dar a conocer la música de los compositores locales.
Adolescente, contrajo matrimonio con Petronila Palacios, con quien formó una familia y un conjunto musical: a ella, lo mismo que a los tres hijos que nacieron en los años siguientes, les enseñó a tocar diversos instrumentos. Aunque era uno de los músicos más apreciados de la región, para obtener un precario sustento se veía obligado a tocar el violín en las festividades y ferias de Oaxaca y los pueblos circunvecinos.
Y sobrevino la Intervención francesa. Oaxaca, tierra de varios de los máximos caudillos liberales -Juárez, Díaz- fue uno de los estados donde hubo más sublevaciones. La vida se tornó imposible para Alcalá, quien tuvo que emigrar.
Por extrañas razones decidió probar suerte en la región mixteca, una de las zonas más pobres del país, donde la deprimente sucesión de cerros yermos y erosionados es rota de trecho en trecho por valles pedregosos y pueblos tristes. Tal vez influyó en ello el hecho de que su esposa era nativa de Yanhuitlán, uno de los poblados de la zona.


La odisea


Con Petronila y sus tres hijos, Alcalá erró de feria en feria de 1867 a 1869, pasó mil penalidades y forjó la leyenda del “Tío Macedas”. Este sobrenombre se originó en el cariño que le profesaba la gente y en el envejecimiento prematuro de Alcalá, a quien el alcoholismo, las privaciones y las desveladas le habían dado el aspecto de un anciano antes de llegar a los 40 años de edad.
Enfermo, desesperado y decepcionado de los míseros réditos que le producían su virtuosismo y sus facultades de improvisador, a fines de 1868 Macedonio decide regresar a Oaxaca. En su estado físico y sin dinero, la travesía resultó una odisea: cruzó a pie parte del agreste territorio mixteco y llegó con enorme esfuerzo a Yanhuitlán, donde su esposa se hospedaba en la casa de unos familiares. Tras breve descanso se lanzó de nuevo, con los suyos, al polvoriento camino.
Sólo pudo llegar a Jalatlaco. Ahí, el mal hepático que padecía por causa de su afición al alcohol se agravó y lo obligó a recluirse en una humildísima choza. A partir de entonces, Alcalá vivió prácticamente de la caridad pública. Algunos amigos y la Sociedad de Santa Cecilia le enviaron algún dinero y ropas para él y su familia. La desesperación se había apoderado de Macedonio.


Dios nunca muere


Entonces sucedió el milagro. Cierto día llegaron a su refugio varios indígenas de un pueblo vecino a ofrecerle lo que habían podido reunir -doce pesos- a cambio de que escribiera una composición para la virgen patrona de su poblado. La esperanza de retornar a Oaxaca con ese dinero reavivó la inspiración del Tío Macedas. En cuanto los indios se fueron empezó a escribir con un lápiz las primeras notas de la composición sobre el encalado mismo de la pared, pues ni siquiera tenía papel para escribir la obra que le daría fama. De acuerdo con la versión más difundida, dijo emocionado a su esposa:
-Voy a escribir un vals que se llamará Dios nunca muere, porque el Señor no abandona a sus hijos y sigue viviendo cuando hasta la esperanza ha muerto en uno.
Sin poder levantarse del camastro -unas tablas cubiertas con un petate- trabajó febrilmente durante dos días. Satisfecho, mostró a su esposa la partitura terminada, pero no pudo interpretarla, ya que su violín había quedado como garantía de un pequeño préstamo en algún pueblo de la región. Así nació el vals que se convirtió en un himno para los oaxaqueños.


Al fin de la jornada


A mediados de 1869, ya moribundo, Alcalá logró llegar a Oaxaca. Allí se albergó en casa de un amigo y pocos días después, el 24 de agosto, murió. Por un extraño contraste, Dios nunca muere comenzaba ya a popularizarse, hecho que despertó la ambición de Bernabé Alcalá, hermano del infortunado músico. Bernabé, que en todo momento se había negado a auxiliar a Macedonio, se atribuyó  la paternidad del vals y en complicidad con una casa editora de música llegó a publicar la partitura con su nombre. Los amigos del verdadero autor y los indígenas que le habían encargado la pieza se ocuparon de poner en evidencia al plagiario y de hacer justicia póstuma al Tío Macedas. 
Hoy, más de un siglo después de escrito, el vals Dios nunca muere es la pieza musical más estimada por los oaxaqueños, junto con la Canción mixteca de José López Alavés. Los críticos modernos coinciden en afirmar que el vals de Alcalá es -a despecho de las modificaciones seudofolclóricas que ha menudo se le han hecho- una melodía de alto valor musical. 


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)



martes, 1 de octubre de 2019

Manuel M. Ponce


Ponce: el gran precursor


A principio de siglo vivía en Aguascalientes una ciega llamada Sebastiana Rodríguez, que recorría los pueblos y ferias de la región interpretando con su hermosa voz canciones populares. entre sus oyentes más asiduos se contaba un jovencito llamado Manuel M. Ponce.
Manuel tenía fama de ser todo un “fenómeno musical”. Según afirman sus biógrafos, no había cumplido los cuatro años de edad cuando, después de haber escuchado atentamente las clases de piano que recibía su hermana Josefina, se sentó frente al instrumento y sin más preámbulo interpretó completa una de las piezas que había oído. Inmediatamente sus padres lo pusieron a recibir clases de piano y solfeo. Al parecer, su propia hermana Josefina colaboró muy activamente en su enseñanza.
Un año después, Manuel enfermó de sarampión. Cierto día, cuando aún estaba en cama, Josefina le dio algunas hojas de papel pautado para entretenerlo, y se llevó una gran sorpresa. Horas más tarde, el niño de cinco años le presentaba la partitura de su primera pieza, a la que había puesto por nombre La danza del sarampión. A los seis años ya tenía tres o cuatro canciones más en su haber.
En aquella época se había pasado del italianismo en materia musical al más acentuado afrancesamiento que, a esas alturas, se había tornado “prácticamente intolerable”, según palabras del musicólogo Vicente T. Mendoza. Así, en sus primeros años la producción de Manuelito se reducía a gavotas, valsecillos y otras melodías de inspiración semejante. Con los años, sin embargo, las tonadas tristes con rasgos de alegría o las alegres con rasgos de tristeza que entonaba Sebastiana llevarían al joven Ponce a integrar un concepto que ya intuía desde los primeros años de su adolescencia: que la música popular mexicana, si se refinaba y metodizaba sin desechar su esencia original, no sólo se convertiría en algo dignísimo y muy valioso, sino que presentaría grandes posibilidades de aceptación en el mundo entero.
Pero para consolidar y poner en práctica esta idea -aún nebulosa- Manuel tenía que recorrer un largo camino.


El niño serio


Manuel M. Ponce nació en Fresnillo, Zacatecas, en 1886. Tenía sólo unas cuantas semanas de vida cuando su numerosa familia se trasladó a la ciudad de Aguascalientes, en busca de mejores posibilidades económicas. Era Manuel el menor de los doce hijos de don Felipe Ponce -contador de profesión- y su esposa, doña María de Jesús Cuéllar. En Aguascalientes vivió el joven músico hasta la edad de 15 años; y se cuenta que su característica más notable -aparte, desde luego, de su precocidad musical- era su carácter dócil y serio.
Hizo los primeros estudios en la ciudad de Aguascalientes, donde siguió componiendo. En 1900 escribió una pieza de piano para la mano izquierda a la que tituló Malgré Tout (A pesar de todo), en honor del escultor manco Jesús Contreras; el mismo título lleva una célebre escultura de Contreras que adorna la Alameda Central de la ciudad de México y que habla elocuentemente de la determinación del artista de sobreponerse a la tragedia y continuar su obra a pesar de todo.
En 1901, Ponce ingresó al Conservatorio Nacional de Música, ya con cierto prestigio de pianista y compositor. Allí permaneció hasta 1903, año en que volvió a la ciudad de Aguascalientes. Este era sólo el inicio de su peregrinar. En 1904 marchó a Italia para cursar estudios superiores de música en el Liceo de Bolonia. Siguió estudiando entre 1906 y 1908 en Alemania y volvió a México para hacerse cargo de la cátedra de piano (que antes ocupó en el Conservatorio Ricardo Castro) y la de Historia de la Música.
En 1912 compuso su obra cumbre, Estrellita, que no es propiamente una canción de amor, como se suele pensar, sino “una nostalgia viva; una queja por la juventud que comienza a perderse. Reuní en ella el rumor de las callejas empedradas de Aguascalientes, los sueños de mis paseos nocturnos a la luz de la luna, el recuerdo de Sebastiana Rodríguez”, según escribió el propio autor. Ese mismo año, Ponce realizó en el teatro Arbeu el memorable concierto de música popular mexicana que, si bien escandalizó a los ardientes defensores de lo europeo, vino a constituir un hito fundamental en la historia de la canción nacional.
Con esta valiosa actividad de promoción de la música del país y con melodías como Estrellita, A la orilla de un palmar, Alevántate, La pajarera, Marchita el alma y una multitud más, Ponce ganó el honroso título de “creador de la canción mexicana moderna”. Y fue también el primer compositor mexicano de música popular que proyectó sus obras al extranjero: Estrellita, por ejemplo, ha sido parte del repertorio de las principales orquestas del mundo y de incontables cantantes, aunque muy a menudo sus intérpretes ignoran el origen de la canción y el nombre del autor.


El exilio voluntario


Ponce parecía destinado a llevar, por fin, una vida metódica y tranquila, pero la inestabilidad creada por la Revolución le impedía desarrollar adecuadamente su labor de enseñanza y en 1913 decidió trasladarse a La Habana. Estuvo en Nueva York en 1916 y presentó algunas de sus obras en el Aeolian Hall. Después volvió a Cuba y ahí permaneció hasta septiembre de 1917. Retornó a México para hacerse cargo de una cátedra en el Conservatorio Nacional. Se enamoró de una de sus discípulas, llamada Clementina Morel, y en 1918 profesor y alumna contrajeron matrimonio. La boda coincidió con el nombramiento de Ponce como director de la Orquesta Sinfónica Nacional, puesto que desempeñó brillantemente por espacio de dos años y durante esa etapa dio a conocer muchas obras mexicanas y europeas de compositores jóvenes.
Hacia 1925 su situación económica era precaria, a pesar de que trabajaba intensamente en la composición y la transcripción de música mexicana. la cual era aceptada cada vez mejor por las clases media y alta. Por otra parte, se percató de que en Europa se hacían avances musicales vertiginosos, mientras que sus propios conocimientos se rezagaban. Su ansia de estudio pesó más que su angustia por alejarse del país y marchó a París tras pedir una licencia de seis meses en el Conservatorio. Al término de la licencia, Ponce decidió quedarse en Europa.
Estableció su residencia en París, donde permaneció hasta 1933 desempeñando empleos modestos y dirigiendo una revista en español sobre asuntos musicales. Mientras, absorbía las corrientes vanguardistas que en París alcanzaban la máxima expresión. Su ánimo se debatía entre el terror que le inspiraba la penuria de la vida en México y la nostalgia por su patria. Un día fue a un cafetín de los barrios bajos parisienses y escuchó a una cantante ciega interpretar Estrellita. El recuerdo de Sebastiana Rodríguez volvió a introducirlo súbitamente a la corriente musical de su patria y Ponce decidió regresar.


La vuelta del juglar


Ya en México volvió al Conservatorio y en la Universidad Nacional creó una cátedra de música folclórica. La periodista Rosario Sansores lo recordaría “con su abundante cabellera blanca y sus ojos negros y brillantes”, trabajando en el Conservatorio en ruinas, entre muebles polvorientos y pianos viejos y desafinados. El contraste con su vida musical y personal en Europa era abrumador, pero Ponce no perdió los ánimos; siguió revolucionando la enseñanza musical y componiendo infatigablemente. Al ser nombrado director del Conservatorio, instauró también en él la cátedra de música folclórica. 
Si en el periodo de la Revolución se había dedicado primordialmente a componer canciones y a transcribir tonadas populares recogidas en todo el país, en esta segunda etapa de su carrera -cumplida ya en buena parte su tarea de precursor de la canción mexicana- consagró casi todo su tiempo a la composición de música de altura, observando generalmente una tendencia nacionalista. Una de sus obras más importantes en este campo es, según los eruditos, el Concierto del sur, que dedicó a su amigo el guitarrista español Andrés Segovia y en el cual la guitarra desempeña el papel de instrumento solista. Al virtuoso Henrik Szeryng le dedicó igualmente su excepcional Concierto para violín y orquesta. No menor interés despertó en el mundo de la música clásica su obra sinfónica Chapultepec, dividida en tres partes.


Cuando la ilusión se desvanece


Compuso muchas otras obras de primer orden: Trío para piano y cello, Sonata para violoncello y piano, Instantáneas mexicanas, Suite en estilo antiguo y las deliciosas Miniaturas mexicanas para orquesta, aparte de innumerables motetes, romanzas y nocturnos. En cuanto a sus canciones populares, el pueblo siguió cantándolas durante muchos años y un buen número de ellas -que fueron en total más de 250- se incluyeron en las películas de la época. Todavía se dio tiempo para dirigir una revista musical y para escribir una gran cantidad de artículos.
Su trabajo intenso y la gran difusión de su obra no se tradujo, sin embargo, en una situación económica desahogada. En las casas que habitó, primero en la colonia Condesa y más tarde en San José insurgentes, vivió siempre en la mayor estrechez, escribiendo canciones para los jardines de niños con el fin de complementar sus magros ingresos. En 1942 se convirtió en miembro del Seminario de Cultura y en 1948 recibió del gobierno mexicano el Premio Nacional de Artes y Ciencias, que constaba de un diploma y $20,000.
La amargura de la pobreza se hizo presente en la solemne velada musical organizada para hacerle entrega del premio. En su discurso de agradecimiento, Ponce expresó: "…un premio, una ayuda que llega en los momentos en que la ilusión se desvanece ante la realidad desconsoladora…
Muy poco tiempo después, hacia la medianoche del 24 de abril de 1948, el padre de la canción mexicana murió, a causa de un ataque de uremia. En cumplimiento de su voluntad, se le enterró en el popular panteón de Dolores, en un sitio que los cronistas describieron como “un gran herbazal” de donde sería trasladado posteriormente a la Rotonda de los Hombres ilustres. Su cuerpo bajó a la tierra mientras la soprano Fanny Anitúa entonaba con infinita emoción la célebre Estrellita.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)