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miércoles, 21 de mayo de 2025

Los charros franchutes

 


Los charros franchutes 


Hacía principios de siglo [XX] se asentó a tal grado la influencia musical europea, que casi no se escuchaban más que canciones italianas y francesas (algunas de ellas hechas en México). La situación fue descrita por Manuel M. Ponce en estos términos: "La música vernácula agonizaba en las perdidas rancherías del Bajío... Sufría el desdén de los compositores más prestigiados y se escondía como chicuela avergonzada, ocultando su origen plebeyo a las miradas de una sociedad que solo acogía en sus salones a la música de procedencia extranjera y con título en francés. Hubiérase juzgado un enorme atentado contra su majestad el chic, la intromisión de una canción vulgar en el programa de una esplendorosa soirée." 

En 1901, el pianista y compositor Miguel Lerdo de Tejada, hombre extremadamente inquieto y emprendedor, fundó su Orquesta Típica y vistió de charros a sus músicos para distinguirlos de quienes sólo interpretaban música europea. Sin embargo, la tendencia imperante era tan fuerte que ni el mismo Lerdo de Tejada logró escapar de ella. Los músicos charros causaban admiración, pero de sus instrumentos seguía fluyendo música de estilo europeo. El propio Lerdo compuso muchas canciones (Perjura, la más popular de ellas) en las cuales la calidad es tan elevada como obvia su inspiración europeizante. 

Durante los últimos años del régimen de Porfirio Díaz, la Orquesta Típica de Miguel Lerdo de Tejada fue vista como fidelísima intérprete de la música mexicana e incluso viajó al extranjero con la misión de darla a conocer "en todo su valor". Pero esas pulcras interpretaciones no representaban la exaltación sino la mediatización de la canción popular de México.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

lunes, 31 de marzo de 2025

Música de trinchera


 

Música de trinchera 

Mientras empezaban a confluir en la ciudad de México los primeros miembros de una bohemia magnífica que haría historia en la música mexicana, la Revolución desataba un intenso nacionalismo musical que era también expresión de rebeldía contra el exagerado afrancesamiento de la estirada sociedad porfiriana. 

Allá en la ensangrentada campiña los "Dorados", los "Pelones" y las soldaderas llenaban sus ocios y ahuyentaban el temor con canciones frescas y alegres como Cielito lindo, satíricas como La cucaracha, apasionadas como La Valentina y La Adelita o profundamente nostálgicas como la Canción Mixteca, que empezó a difundirse hacia el fin de la lucha. 

Asimismo, al quedar por fin relegadas las modas europeizantes, saltaron al primer plano algunas tonadas ya viejas para entonces, como Las tres pelonas, compuestas en 1893, y La barca de oro, cuyo autor había muerto en 1892. No menos extraordinario fue el resurgimiento "revolucionario" de la marcha Zacatecas estrenada en 1893. 

Pero su majestad el vals se negaba a rendirse y contraatacó con obras tan inspiradas como Río Rosa y Alborada, del duranguense Alberto Alvarado; Club verde de Rodolfo Campodónico; y sobre todo Ojos de juventud, con música de Arturo Tolentino y letra de Gus Águila. 

Fueron estos los últimos fulgores del vals, único género en el que los músicos mexicanos habrían logrado descollar.

Para divertir a Villa 

Las tres pelonas fue obra de Isaac Calderón, a quien le pareció muy gracioso el aspecto de sus tres hijitas que habían perdido el pelo a consecuencia de la epidemia de tifo que azotó al país en 1892. 

Nacido en 1860 en tierras michoacanas, Calderón era un hombre de aspecto enfermizo y suaves modales. Sin embargo, no vaciló en tomar las armas y participar en varios combates de la Revolución, aunque al iniciarse el conflicto ya pasaba de los 50 años y poseía un sólido prestigio como compositor y director orquestal. 

Varios cronistas de la época refieren que Las tres pelonas se cantaba con gran frecuencia entre los revolucionarios; más aún, el máximo admirador de la canción era Pancho Villa, quien gustaba de alegrarse haciéndola tocar una y otra vez, en ocasiones por espacio de horas enteras. Y entre sus "Dorados" era una de las tonadas más populares. 

Ingratas fueron, paradójicamente, las regalías que pagaron los villistas a Calderón. En 1915 una partida de ellos lo capturó y lo fusiló sumariamente en un pueblo de Guanajuato, sin imaginar siquiera que se trataba del compositor favorito de su jefe. Calderón murió sin pedir clemencia. Y -piensa uno- tal vez habría podido salvar su vida con solo identificarse como autor de Las tres pelonas

Periodista y trovador 

En 1892, al morir Arcadio Zúñiga en un pleito callejero, como correspondía a su existencia tormentosa, solo tenía un par de años de haberse dedicado en ratos de ocio a componer canciones. Tenía a su muerte apenas 34 años de edad y su actividad principal era el periodismo de batalla, que le había acarreado incontables persecuciones y sobresaltos. 

Tanto en Guadalajara como en Colima fundó diversos periódicos de tono vitriólico y vida breve. En esta última ciudad empezó a desarrollar sus dotes musicales, alternando la pluma mordaz con la guitarra de canto siempre suave y melancólico. 

Como si supiera que le quedaba poco tiempo, en los últimos dos años de su vida compuso un buen número de canciones y alcanzó a ver cómo varias de ellas se hacían populares en la región. Pero su triunfo máximo lo obtuvo casi 20 años después de muerto, cuando su obra cumbre, La barca de oro, se difundió por todo el país y mantuvo su popularidad durante varias décadas. 

Luces y sombras del "Cielito Lindo"

-¿El Cielito Lindo muy mexicano? Ni pensarlo. ¡Es andaluz! -expresó la investigadora Margit Frenk Alatorre hace varios años en una entrevista periodística. Y agregó-: Si no, dígame, ¿dónde está la Sierra Morena? Ese cantar vino de España y es del siglo XVIII o posiblemente de antes. ¡Quién lo sabe!

Y para corroborar su dicho, extrajo de su archivo una tarjeta con una sorprendente estrofa: 

Por el Andalucía vienen bajando 

dos ojuelos negros de contrabando…

Desde que el Cielito lindo empezó a correr de boca en boca durante la Revolución hasta popularizarse en todo el país y lograr después una extraordinaria difusión mundial, la polémica en torno a la canción fue constante. Por un lado, hay quien asegura, como Margit Frenk Alatorre, que se trata de un viejo cantar español anónimo. Abundan también quiénes opinan que es, efectivamente, un antiguo cantar anónimo, pero nacido en México. En Alemania hay un buen número de musicólogos que juran que la canción es de algún ignorado compatriota suyo. Y todas estas "facciones" tienen pruebas o al menos argumentos que se antojan válidos. 

Lo cierto es que Cielito Lindo está registrada a nombre de Quirino Mendoza con el número 45701 en la Sociedad de Autores y Compositores, entidad que durante años recibió regalías de todo el mundo por su explotación comercial. Hasta que la melodía pasó al dominio público. Estas regalías permitieron a Mendoza una cierta holgura económica en sus últimos años de vida y aún después de su muerte representaron un considerable beneficio para sus descendientes. 

Hace tiempo, en una entrevista, su nieta, Gloria Mendoza de Moreno, declaró en su calidad de beneficiaria de las regalías: -El Cielito Lindo lindo era la canción de mi abuelo que más producía; algunas veces llegué a cobrar hasta 5,000 pesos cada cuatro meses en la Sociedad de Autores y Compositores. Después la pasaron al dominio público y las liquidaciones se redujeron a dos o trescientos pesos.

En cuanto al probable origen español del Cielito lindo, exclamó airadamente: -Mi abuelito no se refería a ninguna "Sierra Morena", sino a su esposa, que era de tez morena y que le inspiró la canción. 

Según estas palabras, la estrofa no decía en realidad: 


De la Sierra Morena, vienen bajando 

un par de ojitos negros, cielito lindo, de contrabando


Sino más bien: 


De la sierra, morena, vienen bajando…


Lo cual, decididamente, parece un tanto absurdo. 

Mendoza nació en el seno de una familia muy humilde en Tulyehualco, D. F., el 10 de mayo de 1858. Aunque su destino parecía estar en la agricultura, él se dedicó a la música y aprendió a tocar varios instrumentos. Sus primeros trabajos musicales fueron como organista de las iglesias de la región. Después ingresó al ejército y más tarde al magisterio. Según la narración de su nieta Gloria, era maestro rural cuando se enamoró de una maestra llamada Catalina Martínez, quien tenía un lunar cerca de la boca. Así, Quirino le cantaba: 


Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca 

no se lo des a nadie, cielito lindo, que a mí me toca. 


Un mar de partituras y silencio


Quirino y Catalina se casaron y tuvieron tres hijos. Mendoza sostuvo trabajosamente a la familia enseñando solfeo y componiendo música "sobre pedido". Produjo una gran cantidad de piezas: 73 himnos, 102 canciones, pasodobles, foxes y marchas, 57 cantos escolares, 50 huapangos, polcas, mazurcas y chotises, y dos cantos religiosos. Sólo dos o tres de ellos llegarían a popularizarse. 

Según sus descendientes, Mendoza se mantuvo hasta su muerte inmerso en un mar de partituras, sin hacer nunca el menor comentario escrito o verbal acerca de las constantes acusaciones de plagio que se le lanzaban. Sin embargo, se dice que lo mató una broma al respecto. Cuenta su nieta Gloria: 

-El 10 de noviembre de 1957 exactamente 6 meses antes de cumplir un siglo de vida mi abuelito recibió la visita de un amigo suyo quien le dijo en broma: "Quirino, dicen que te van a meter a la cárcel porque te apropiaste del Cielito lindo, de Jesusita en Chihuahua y de Honor y gloria." Mi abuelo, aunque sabía que era broma, se enfureció. Trató de levantarse de su asiento y no pudo. En ese mismo momento una embolia cerebral le cortó la vida, lo enterramos poco después. 


Una cucaracha de padre desconocido 


Investigaciones infructuosas y discusiones acaloradas tampoco han aclarado el origen de otras canciones que alcanzaron gran popularidad entre los revolucionarios. Así, por ejemplo, de la famosísima La cucaracha se ha dicho que es originaria lo mismo de Tamaulipas que de Morelos, Campeche o Yucatán. 

Lo único que se sabe a ciencia cierta es que los carrancistas la conocieron en 1914, a poco de haber tomado la ciudad de Monterrey, y la difundieron por toda la nación. Pronto se convirtió en una de las tonadas favoritas de los villistas. Quien dio a conocer La cucaracha a los revolucionarios fue un periodista desempleado que se ganaba la vida tocando el piano en las cantinas regiomontanas. Rafael Sánchez Escobar se llamaba y refería que su madre -quien a su vez la había aprendido de una tía- le cantaba la curiosa canción cuando era niño. 


La canción de Valentina Gatica 


También en 1914 saltó a la fama La Valentina, de la que por vagas referencias se piensa que nació en Sinaloa hacia 1909, de autor anónimo. Unos cinco años más tarde se aplicó a una muchacha llamada Valentina Gatica, quien parecía hecha a la medida de la canción, o viceversa. 

Valentina era la guapa hija de un asistente del general Álvaro Obregón que, al morir su padre en la lucha, tomó el fusil y combatió como parte de la tropa durante varios años, con lo cual se convirtió pronto en una figura muy popular. Relatan los cronistas de la época que era una rara combinación de belleza y valentía, y que la asediaban desde generales hasta reclutas. Uno de tales cronistas comenta: "De no ser porque su nombre coincidía con el de la canción, habríasele aplicado con mayor acierto La Adelita, pues no solo era una "moza valiente" y "popular entre la tropa", sino que también "el mismo general la respetaba" y acaso aspiraba a sus favores.”


¿Quién fue La Adelita?


En cuanto a La Adelita, las discusiones y las dudas no son menores. Hay quienes sostienen que la canción fue escrita en Tampico, en 1915, por un capitán carrancista llamado Elías Cortázar, en honor de una joven del lugar que nunca correspondió a su amor. Se afirma que el capitán murió en combate y que la canción, tras sufrir algunas modificaciones, se popularizó entre los combatientes de las diversas facciones revolucionarias. 

Hay una segunda versión según la cual el autor fue el sargento carrancista Antonio del Río Armenta y la inspiración una enfermera llamada Adela Velarde Pérez. 

Adela Velarde murió en 1971, y hasta el último de sus días aseguró que la auténtica Adelita era ella. Para apoyar su aseveración mostraba una carta autógrafa del finado arzobispo metropolitano Luis María Martínez, que dice: "Para la auténtica Adelita, con mi bendición." O bien un decreto presidencial de 1963 en el que se le concedía una pensión por sus servicios prestados a la Revolución y una nota periodística en la que se decía que el Senado la había reconocido como la verdadera Adelita. Las pruebas, por supuesto, distan mucho de ser irrefutables. Con todo, si no era la auténtica Adelita, merecía serlo. A los 71 años de edad seguía siendo una mujer muy bien puesta, con rastros aún de la belleza de su juventud. Animada, sonriente, bien maquillada y con aretes de Adelita según la versión de José G. Cruz, parecía no conceder importancia al hecho de que padecía cáncer incurable. Era hija de una acaudalado comerciante de Ciudad Juárez, y entre sus ancestros se contaban varios revolucionarios españoles y el célebre luchador juarista Rafael Dondé. Todavía no cumplía 14 años cuando "le entraron unas ganas locas de irse a la Revolución", después de charlar con una exmaestra de escuela que había fundado el cuerpo de enfermeras de la Cruz Blanca. Y como el padre le negó airadamente el permiso ella, se fugó del hogar. El 7 de febrero de 1913 Adelita quedó incorporada a las tropas carrancistas del Coronel Alfredo Breceda. 

Aprendió a curar heridos y le tocó presenciar muchos combates: Camargo, Torreón, Parral, Santa Rosalía...

Adela decía haber conocido a Antonio del Río Armenta en plan de amigo y compañero, y afirmaba haberlo oído tocar en su organillo de boca una canción cuyo título y letra sólo conocería tiempo después: La Adelita. Según Adela, Antonio murió cuando corría al río en medio de una balacera para llevar agua a un herido. Ella corrió a auxiliarlo y él le dijo: -Ya me tocó a mí, Adelita. Estoy peor que coladera. Busque en mi mochila. Ahí tengo música escrita... para usted.

-Minutos antes de morir me declaró su amor. Murió en mis brazos. Sólo entonces supe que me había convertido en protagonista del corrido más popular de la Revolución -narraba Adela, sin advertir el fuerte olor a telenovela que despedían sus palabras. Tras el asesinato de Carranza, Adela Velarde regresó a Ciudad Juárez con un niño de la mano "a tragarme el platillo fuerte de pedir perdón a mi padre", según decía. Luego se trasladó a la ciudad de México, donde trabajó 32 años en la oscuridad de un puesto burocrático en la Secretaría de Industria y Comercio. En 1965 contrajo matrimonio con el coronel Alfredo Villegas, que tenía a la sazón 75 años y vivía en Del Río, Texas, a donde se llevó a vivir a Adela. Ésta murió en un hospital de San Antonio, Texas, tres días antes de cumplir los 71 años. 

Otras melodías revolucionarias 

Lo mismo que Arcadio Zúñiga, autor de La barca de oro, el músico zacatecano Genaro Codina alcanzó la fama nacional después de muerto y con una sola pieza: la marcha Zacatecas. Codina, que murió en 1901, estrenó esta marcha en 1893. Aunque al poco tiempo los zacatecanos la adoptaron entusiastamente como su himno, sólo después de 1910 ganó popularidad gracias a los revolucionarios, en particular los villistas. 

Una vez pasada la ola revolucionaria, gozo de enorme popularidad la fina canción de Marcos Jiménez: Adiós, Mariquita Linda. Y en 1917 empezó a difundirse por todo México una melodía hondamente nostálgica: La Canción mixteca, del oaxaqueño José López Alavés, con sus estrofas:

¡Oh, tierra del sol!

Suspiro por verte, ahora que, lejos 

yo vivo sin luz, sin amor 

y al verme tan solo y triste 

cuál hoja el viento 

quisiera llorar, quisiera morir 

de sentimiento. 

La canción que completa el grupo de las más populares en aquellos años es La pajarera, tomada de autor desconocido que transcribiera Manuel M. Ponce, el músico a quien se considera ampliamente como el creador de la canción mexicana moderna.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

lunes, 27 de enero de 2025

Nacimiento y auge de la música mexicana I

 


Nacimiento y auge 

I

Romances, chuchumbés y jarabes 


La primera canción que podría llamarse "mexicana" -al menos por su lugar de nacimiento- fue tal vez un romance que los soldados españoles dieron encantar después de la Noche Triste:


 En Tacuba está Cortés con su escuadrón esforzado;

triste estaba y muy penoso, triste y con gran cuidado; 

la una mano en la mejilla y la otra en el costado.


 Los conquistadores, que tenían muy arraigada la costumbre de cantar sus aventuras, sus triunfos y sus desdichas en coplas a veces sentimentales, a veces picarescas, dieron así origen a las primeras canciones nacionales. Los indígenas casi no tuvieron oportunidad de contribuir a la formación y desarrollo del género, entre otras razones porque sus instrumentos -la chirimía, el teponaztli y el huéhuetl- fueron proscritos por los cazadores de idólatras, dado su uso eminentemente ceremonial. Además, los conquistadores -más preocupados por borrar todo vestigio de la cultura nativa que por conocerla- pronto relegaron al olvido la música indígena que, por el simple hecho de ser distinta la suya, consideraron inferior. 

En 1523, humeantes todavía las ruinas de la gran Tenochtitlán; fray Pedro de Gante fundó en Texcoco la primera escuela de música de la Nueva España. El ejemplo cundió a tal extremo, que en la mayoría de las iglesias edificadas en los años siguientes se establecieron escuelas de música o por lo menos de canto. Por supuesto, el género primordial que en ellas se cultivaba era la música sacra. 

A fines del siglo XVI y principios del XVII, mientras la música popular se desarrollaba poco menos que clandestinamente, en medio de prohibiciones y anatemas eclesiásticas, la ciudad de Puebla se convirtió en el gran centro novohispánico de la música barroca. Surgieron entonces varios compositores cuyas obras aún hoy son consideradas como ejemplo notable del género por los eruditos europeos y norteamericanos, pues en México se desconocen casi por completo. 

A partir del siglo XVIII, el empuje popular en materia musical llegó a ser tan grande que empezó a desbordar las rígidas costumbres y estructuras sociales establecidas por los españoles. Así, no hubo barreras que lograran impedir que criollos y mestizos desarrollaran y manifestaran gustos propios. 

De acuerdo con las investigaciones del musicólogo Vicente T. Mendoza, ya en 1684 había aparecido el primer corrido popular mexicano: Las coplas del tapado. El título alude a un misterioso personaje de la época llamado Antonio de Benavides. La primera mención del género se encuentra en el Diccionario de Autoridades (1729), que define el corrido como: "Cierto tañido que se toca en la guitarra, a cuyos son cantan las llamadas jácaras. Diósele este nombre por la ligereza y velocidad con que se tañe.”

Poco tiempo después, en el mismo siglo XVIII, el auge del comercio de esclavos determinó el surgimiento de los primeros ritmos afroantillanos. Pronto, el caribeño chuchumbé tomaría por asalto a la Nueva España tal como lo harían posteriormente y de tiempo en tiempo, otros géneros de idéntico origen, hasta culminar en época recientes con la avasalladora incursión del Mambo de Pérez Prado. 

Aunque la música del chuchumbé se perdió completamente como aconteció con casi todas las composiciones populares de la Colonia, los archivos de la Santa Inquisición conservan muchas de sus coplas henchidas de picardía. Y llegaron hasta ahí porque los inquisidores hicieron acopio de ellas como pruebas para prohibir este género "escandaloso, obsceno, ofensivo para oídos castos, que se baila con meneos, manoseos y abrazos, a veces barriga contra barriga”.


La primera canción de protesta 

Tal como sucedería en épocas posteriores con las cantinas, en la segunda mitad del siglo XVIII las pulquerías del altiplano se convirtieron en los principales focos de difusión de la música popular, no sin recibir por parte de los eclesiásticos el calificativo de "imagen e idea viva del infierno". Y, efectivamente, hacia 1770 los asiduos de estos "tugurios demoníacos" bailaban como alegres condenados sones tales como La cosecha o El pan de jarabe, catalogados por los inquisidores como "lo peor que puede inventar la malicia". De El pan de jarabe se conservan algunas coplas picantes: 


Esta noche he de pasear con la amada prenda mía, 

y nos hemos de holgar hasta que Jesús se ría. 

Ya el infierno se acabó, ya los diablos se murieron;

ahora sí, chinita mía, ya no nos condenaremos. 


Otros ritmos que florecieron a finales de la época colonial son el sacamandú y el pan de manteca, ambos subversivos y nacidos de la creciente rebeldía contra el orden impuesto y las autoridades establecidas. El mismo carácter tuvieron muchos sones, seguidillas, tiranas, chimizclanes, catacumbas, fandangos y súas, géneros que proliferaron en la época. De todos ellos sólo el jarabe merecía la aprobación de las autoridades civiles y eclesiásticas, pues las parejas lo bailaban "pudorosamente separadas". Según se sabe, este ritmo se interpretaba con jaranitas de cinco cuerdas, salterios, arpas y bandolones. 

Al estallar la guerra de independencia los ritmos proscritos se convirtieron en verdaderos himnos de la insurgencia, en calidad de alegres "canciones de protesta". Muy popular se hizo, por ejemplo la Canción de Apodaca, que en dos de sus versos decía: 


Señor virrey Apodaca: ya no da leche la vaca…


Años más tarde al consumarse la independencia y erigirse emperador Agustín de Iturbide, el ingenio popular dedicó a éste algunas coplas irónicas: 

Soy soldado de Iturbide, 

visto las Tres Garantías, 

hago las guardias descalzo 

y ayuno todos los días…


¡Europa, Europa! 

Abierto luego el país a las influencias del mundo entero, en los primeros años de vida independiente se registró una verdadera invasión de mazurcas, polcas, cracovianas y redovas, provenientes de la región de Bohemia. Esto explica las similitudes entre la música norteña mexicana y la de aquellas tierras centroeuropeas. 

Otra corriente que tuvo gran influencia fue la Italiana; su vehículo eficaz fueron las compañías de ópera que constantemente llegaban al país para recorrerlo en triunfo. Este influjo resultó tan poderoso que matizó fuertemente casi toda la producción de música fina en México a lo largo del siglo XIX. Puede decirse que todo compositor de cierta relevancia aspiraba a crear y ver en escena por lo menos una ópera "italiana" hecha en México. 

En descargo de aquellos compositores hay que decir que el medio musical mexicano de los primeros años independientes se hallaba frente a dos posibilidades que no satisfacían sus anhelos: por una parte la música sacra que durante tres siglos había sido poco menos que el único camino abierto para el músico con aspiraciones; por otra, la música popular a la que no era posible quitarle de pronto la etiqueta de "género ínfimo, deleznable y digno de la peor especie de gente" que también durante tres siglos le impusieron las autoridades virreinales. 

No quedaba otro recurso que volver los ojos a los géneros europeos mientras se creaban o se decantaban los propios. Esta situación se prolongó durante más de un siglo. Todavía a principios del siglo XX, las polémicas de los músicos mexicanos giraban alrededor de la adopción de tal o cual estilo europeo. 

Uno de los máximos impulsores de la nueva tendencia italianizante -aunque él mismo limitó su producción a la música sacra- fue Mariano Elízaga, quien ya desde los cinco años de edad maravillaba a la corte virreinal con sus prodigiosas interpretaciones en el clavicordio. Muy joven todavía, Elízaga fue maestro de capilla en la corte de Iturbide y profesor de música de la emperatriz. Al caer el Imperio, volvió a su natal Morelia y fundó allí el primer conservatorio de música del país. 

A continuación aparecieron en la capital varias academias musicales como las de José Antonio Gómez y Joaquín Beristáin. Éste, muerto a los 22 años, fue otro niño prodigio que a los 17 años ya era director de la Orquesta de la ciudad de México. 

Gómez fue compositor e intérprete de música sacra hasta 1839, año en que decidió buscar fuentes de inspiración en la música popular. Sus estilizadas transcripciones de jarabes y sobre todo sus Variaciones sobre el tema del jarabe mexicano llevaron por primera vez este ritmo del pueblo a los salones elegantes y dieron lugar a una corriente nacionalista que aunque débil, a partir de ese momento se mantendría con vida. 

Y mientras la música fina sumaba influencias y buscaba cauces, la inspiración popular seguía produciendo tonadas tan ingeniosas como desenfadadas. En 1847, al ocurrir la invasión norteamericana, se popularizaron canciones como Las margaritas, en la que se aludió a las muchachas "colaboracionistas" que aceptaban invitaciones de los soldados invasores: 


Una margarita 

de esas del portal 

se fue con su yanqui 

en coche a pasear. 


Años después, la Intervención Francesa sirvió de marco para que se impusieran arrolladoramente otras canciones. Los cangrejos, con letra de Guillermo Prieto, sirvió para hacer mofa de los conservadores que pretendían "marchar para atrás". Sobre todo, Mamá Carlota fue una especie de himno de los chinacos patriotas, que la cantaban en masa cuando entraron a Querétaro y tomaron prisionero a Maximiliano de Habsburgo. La música es de oscuro origen español, y la letra la compuso el general y literato Vicente Riva Palacio, cuando recibió noticias de que la emperatriz había partido en viaje a Europa buscando ayuda para su infortunado esposo. Es, sin duda, la "canción de protesta" más vibrante que se ha producido en México. Dicen algunos de sus versos: 


Alegre el marinero 

con voz pausada canta 

y el ancla ya levanta 

con extraño rumor.

La nave va en los mares 

botando cual pelota.

Adiós, mamá Carlota.

Adiós, mi tierno amor.


De la remota playa 

te mira con tristeza 

la estúpida nobleza 

del mocho y el traidor.

En lo hondo de su pecho 

ya sienten la derrota.

Adiós, mamá Carlota.

Adiós, mi tierno amor.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

lunes, 5 de abril de 2021

Un golpe de estado musical, 1880


Alrededor de 1880 Ricardo Castro y Gustavo E. Campa -junto con Juan Hernández Acevedo, Felipe Villanueva, Carlos J. Meneses e Ignacio Quezadas- formaron el grupo de "Los seis" para oponerse al italianismo imperante en el terreno musical, del que era gran propugnador el ilustre Melesio Morales. Se entabló una enconada polémica y en ella el triunfo de los seis jóvenes músicos fue tan definitivo que prácticamente pasaron a sus manos el destino de la música fina mexicana y el Conservatorio Nacional, del que Ricardo Castro se convirtió en director, en tanto que Carlos J. Meneses pasó a ocupar la cátedra de piano y Campa se hizo cargo de la cátedra de composición. Fue una especie de "golpe de estado" musical con el que perdió fuerza la corriente italiana, aunque, por otra parte, se impuso la romántica, de moda entonces en Europa. El nacionalismo tendría que seguir esperando.

Los seis camaradas se destacaron grandemente en el campo de la enseñanza, pero sólo Ricardo Castro y Felipe Villanueva alcanzaron renombre como compositores. Curiosamente, ambos tuvieron una iniciación musical muy temprana y ambos murieron jóvenes.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

viernes, 4 de diciembre de 2020

Felipe Villanueva

 


Felipe Villanueva había nacido en 1862 en un villorrio del estado de México y aún antes de aprender a leer y escribir ya era violinista de la iglesia local. A los 11 años marchó a la ciudad de México para ingresar al Conservatorio Nacional, donde permaneció muy poco tiempo pues, a pesar de sus pocos años, tenía ya ideas musicales tan firmes y definidas que abandonó la institución tras criticar sus métodos de enseñanza.

Así, Villanueva se convirtió en autodidacta y como tal llegó a dominar virtualmente todos los aspectos de la técnica musical. En los primeros años de su carrera sólo escribió música esporádicamente, pues su gran pasión era el violín. Se dice que abandonó este instrumento después de escuchar a un violinista de gran calidad y darse cuenta de que nunca alcanzaría un virtuosismo semejante. Entonces el piano y la composición llenaron su tiempo.

Fue precisamente la composición de piezas para piano la que lo llevó a la consagración. Produjo las muy apreciadas Danzas humorísticas, algunas mazurcas que se abrieron paso hasta los públicos europeos y, sobre todo, varios valses en los que vació todo su talento y su exquisitez de músico romántico: Amor, Vals lento y el excepcional Vals poético.



A mediados de 1893 -cuando Villanueva tenía sólo 31 años de edad- la muerte truncó una carrera que empezaba apenas a tomar su rumbo definitivo.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975).

Ricardo Castro

 

Ricardo Castro, nacido en Durango en 1864, conoció la fama desde niño: antes de cumplir 10 años logró popularizar varias melodías en su estado natal. Muy joven, se inscribió en el Conservatorio Nacional con el propósito de hacerse concertista y compositor. Siguió después un curso de perfeccionamiento con Julio Ituarte, famoso ya por sus adaptaciones sinfónicas de aires populares, y tal vez de él absorbió la tendencia mexicanista que matizó fuertemente la producción musical de su madurez. Su obra más importante dentro de esta tendencia fue la ópera Atzimba, estrenada en 1900.

Para entonces ya había hecho muchas giras por el país y por los Estados Unidos, donde se le admiraba, y también había compuesto obras muy variadas: desde óperas y sinfonías hasta valses y mazurcas. Pero Castro no alcanzó la fama con sus obras más importantes -casi olvidadas en la actualidad- sino con el vals Capricho, que al poco tiempo de su estreno quedaba incorporado al repertorio musical de los grandes valses. 


El triunfo internacional de este vals contribuyó mucho para que el gobierno federal decidiera costear el largo viaje de estudio por Europa que Castro anhelara tiempo atrás. En 1906 volvió a México con un buen número de partituras: varios conciertos y óperas, algunas obras menores y proyectos sinfónicos que quedaron inconclusos en su mayoría, pues en noviembre de 1907, a la edad de 43 años, Castro murió a causa de una pulmonía fulminante.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

jueves, 3 de diciembre de 2020

Cancioneros y paleros del siglo XIX


En la segunda mitad del siglo XIX la música mexicana se desarrolló de manera formidable gracias a dos hechos: por una parte, los músicos cultos -hasta entonces escasos- se multiplicaron y llevados por un verdadero frenesí de creación, empezaron a producir grandes cantidades de óperas, romanzas, polcas, valses, marchas y canciones, lo mismo que importantes tratados y métodos musicales; por otra, proliferaron los conjuntos de cuerdas pueblerinos (entre ellos el mariachi jalisciense) y los cancioneros de feria popularizaron enormemente los corridos.

Estos cancioneros solían trabajar con un palero que además recogía las dádivas de los espectadores. -¡Acérquense, valedores! -animaba el palero-. ¡Van a conocer las hazañas del famoso Heraclio Bernal, hombre valiente a carta cabal!

Entonces el cancionero rasgueaba su guitarra e iniciaba la narración:

Año de mil ochocientos ochentaidós al contar,

va a comenzar la tragedia y en ella murió Bernal...

-La vida de Bernal estaba en precio -interrumpía el palero-. ¿Que por qué? Pues porque era un hombre como nosotros, del pueblo, que robaba a los ricos para favorecer a los pobres. ¡A ver, mi vale, cuéntales cómo era Bernal!

Qué valiente era Bernal en su caballo retinto,

con su pistola en la mano, peleando con treintaicinco.

Qué valiente era Bernal en su caballo joyero.

Él no robaba a los pobres; antes les daba dinero.

-Pero no falta el pelo en la sopa. ¡Bernal fue vendido por su mejor amigo!- continuaba el palero.

El ingrato fue Crispín, cuando ya lo fue a entregar

pidiendo los diez mil pesos por la vida de Bernal.

¡Ah, qué Crispín tan traidor!  Nadie lo hubiera creído

cuando él se manifestaba como un amigo querido.

Vuela, vuela palomita a las cumbres del nogal,

que están los caminos solos: ya mataron a Bernal.

Y mientras el palero pedía "lo que sea su voluntad" a los arrobados oyentes, el cancionero lanzaba la obligatoria despedida:

Adiós, gringos de la costa, ya no morirán de susto,

ya mataron a Bernal, ya se pasearán a gusto.

Allá va la despedida al volar del pavorreal;

aquí se acaba cantando la tragedia de Bernal.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

lunes, 30 de noviembre de 2020

Juglares del siglo XIX


Entre los primeros y más famosos cancioneros figuran el sinaloense Lucio Miranda -a quien se atribuye la todavía popular canción de El capiro-, su paisano El Chavarria y Chepe "el Valedor", originario de Guerrero.

Estos cancioneros de feria, auténticos juglares del siglo XIX, dieron un gran impulso a la canción popular, en unión de los vendedores de dulces (que cantaban "al ante"), los organilleros y los pequeños grupos de cuerdas citados anteriormente. Hacia el tiempo de la Intervención Francesa, las tonadas populares llegaron incluso a ser aceptadas en los grandes salones.

Entre tanto, los músicos finos -que no podían o no querían desembarazarse de la influencia italiana- produjeron piezas de notable calidad como por ejemplo La golondrina (1862), que hoy conocemos como Las golondrinas. En poco tiempo esta canción se convirtió en nostálgico canto de despedida. Irónicamente, su autor, el veracruzano Narciso Serradel Sevilla, fue uno de los primeros a quienes Las golondrinas le pusieron "carne de gallina", como a casi todo mexicano en la actualidad, pues hubo de escucharla entristecido cuando partió a Europa desterrado por los franceses a causa de su intervención en la batalla de Puebla.

Otra canción que se hizo muy famosa por aquellos años fue La paloma, del español Sebastián Iradier, que era, por cierto, una de las favoritas de la emperatriz Carlota:

Si a tu ventana llega una paloma

trátala con cariño que es mi persona...

Y pronto el pueblo hizo una parodia que escarnecía a la ambiciosa mujer:

Si a tu ventana llega un burro flaco

trátalo con cariño que es tu retrato...

Hacia 1875 ganó fama el compositor popular Antonio Zúñiga, al que se atribuyen unas cien canciones, entre ellas el Jarabe del sombrero ancho, que el pianista alemán Hendrik Herz hizo popular en su país tras escucharlo durante un viaje por México. La mayoría de las canciones de Zúñiga se perdieron. Marchita el alma, que transcribió y armonizó Manuel M. Ponce, es una de las pocas que se conservan.

En 1867 la locura del vals se apoderó del mundo y los músicos mexicanos encontraron en ese nuevo ritmo el mejor vehículo para expresar su sensibilidad. Tal vez poco apropiado para el gusto europeo, el vals Dios nunca muere alcanzó sin embargo una popularidad nacional que persiste hasta nuestros días. En toda la República se escucha esta pieza del pintoresco y trágico oaxaqueño Macedonio Alcalá, y una de sus más gustadas versiones fue la que Pedro Infante grabó durante los primeros años de su carrera artística.

Émulo de Alcalá en los aspectos más dramáticos de su vida, Juventino Rosas tuvo al menos el consuelo -negado al oaxaqueño- de ver cómo sus valses Sobre las olas y Carmen se difundían triunfalmente por todo el mundo. En particular el primero de ellos dio a Rosas una fama considerable, aunque -lo mismo que al "Tío Macedas"- su vals sólo le redituó algunos pesos.

(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

sábado, 16 de noviembre de 2019

El trágico vals del “Tío Macedas”



El trágico vals del “Tío Macedas”


Allá por los años de la Intervención Francesa, pocos personajes gozaban de tanta fama en la Mixteca oaxaqueña como Macedonio Alcalá, el “Tío Macedas”. Gran bebedor de mezcal, sabía contar historias divertidas y sobre todo tocar magistralmente el violín. Era excepcional su capacidad de improvisación y durante años sembró de efímeras tonadas los caminos de la paupérrima región que fue su hogar en la última etapa de su vida.
Macedonio Alcalá nació en la ciudad de Oaxaca en 1831. Desde muy joven se dio a conocer en el estado por sus composiciones y su habilidad musical, ayudado por la Sociedad Filarmónica de Santa Cecilia, de la que era miembro y entre cuyas actividades figuraba la de dar a conocer la música de los compositores locales.
Adolescente, contrajo matrimonio con Petronila Palacios, con quien formó una familia y un conjunto musical: a ella, lo mismo que a los tres hijos que nacieron en los años siguientes, les enseñó a tocar diversos instrumentos. Aunque era uno de los músicos más apreciados de la región, para obtener un precario sustento se veía obligado a tocar el violín en las festividades y ferias de Oaxaca y los pueblos circunvecinos.
Y sobrevino la Intervención francesa. Oaxaca, tierra de varios de los máximos caudillos liberales -Juárez, Díaz- fue uno de los estados donde hubo más sublevaciones. La vida se tornó imposible para Alcalá, quien tuvo que emigrar.
Por extrañas razones decidió probar suerte en la región mixteca, una de las zonas más pobres del país, donde la deprimente sucesión de cerros yermos y erosionados es rota de trecho en trecho por valles pedregosos y pueblos tristes. Tal vez influyó en ello el hecho de que su esposa era nativa de Yanhuitlán, uno de los poblados de la zona.


La odisea


Con Petronila y sus tres hijos, Alcalá erró de feria en feria de 1867 a 1869, pasó mil penalidades y forjó la leyenda del “Tío Macedas”. Este sobrenombre se originó en el cariño que le profesaba la gente y en el envejecimiento prematuro de Alcalá, a quien el alcoholismo, las privaciones y las desveladas le habían dado el aspecto de un anciano antes de llegar a los 40 años de edad.
Enfermo, desesperado y decepcionado de los míseros réditos que le producían su virtuosismo y sus facultades de improvisador, a fines de 1868 Macedonio decide regresar a Oaxaca. En su estado físico y sin dinero, la travesía resultó una odisea: cruzó a pie parte del agreste territorio mixteco y llegó con enorme esfuerzo a Yanhuitlán, donde su esposa se hospedaba en la casa de unos familiares. Tras breve descanso se lanzó de nuevo, con los suyos, al polvoriento camino.
Sólo pudo llegar a Jalatlaco. Ahí, el mal hepático que padecía por causa de su afición al alcohol se agravó y lo obligó a recluirse en una humildísima choza. A partir de entonces, Alcalá vivió prácticamente de la caridad pública. Algunos amigos y la Sociedad de Santa Cecilia le enviaron algún dinero y ropas para él y su familia. La desesperación se había apoderado de Macedonio.


Dios nunca muere


Entonces sucedió el milagro. Cierto día llegaron a su refugio varios indígenas de un pueblo vecino a ofrecerle lo que habían podido reunir -doce pesos- a cambio de que escribiera una composición para la virgen patrona de su poblado. La esperanza de retornar a Oaxaca con ese dinero reavivó la inspiración del Tío Macedas. En cuanto los indios se fueron empezó a escribir con un lápiz las primeras notas de la composición sobre el encalado mismo de la pared, pues ni siquiera tenía papel para escribir la obra que le daría fama. De acuerdo con la versión más difundida, dijo emocionado a su esposa:
-Voy a escribir un vals que se llamará Dios nunca muere, porque el Señor no abandona a sus hijos y sigue viviendo cuando hasta la esperanza ha muerto en uno.
Sin poder levantarse del camastro -unas tablas cubiertas con un petate- trabajó febrilmente durante dos días. Satisfecho, mostró a su esposa la partitura terminada, pero no pudo interpretarla, ya que su violín había quedado como garantía de un pequeño préstamo en algún pueblo de la región. Así nació el vals que se convirtió en un himno para los oaxaqueños.


Al fin de la jornada


A mediados de 1869, ya moribundo, Alcalá logró llegar a Oaxaca. Allí se albergó en casa de un amigo y pocos días después, el 24 de agosto, murió. Por un extraño contraste, Dios nunca muere comenzaba ya a popularizarse, hecho que despertó la ambición de Bernabé Alcalá, hermano del infortunado músico. Bernabé, que en todo momento se había negado a auxiliar a Macedonio, se atribuyó  la paternidad del vals y en complicidad con una casa editora de música llegó a publicar la partitura con su nombre. Los amigos del verdadero autor y los indígenas que le habían encargado la pieza se ocuparon de poner en evidencia al plagiario y de hacer justicia póstuma al Tío Macedas. 
Hoy, más de un siglo después de escrito, el vals Dios nunca muere es la pieza musical más estimada por los oaxaqueños, junto con la Canción mixteca de José López Alavés. Los críticos modernos coinciden en afirmar que el vals de Alcalá es -a despecho de las modificaciones seudofolclóricas que ha menudo se le han hecho- una melodía de alto valor musical. 


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)



martes, 1 de octubre de 2019

Manuel M. Ponce


Ponce: el gran precursor


A principio de siglo vivía en Aguascalientes una ciega llamada Sebastiana Rodríguez, que recorría los pueblos y ferias de la región interpretando con su hermosa voz canciones populares. entre sus oyentes más asiduos se contaba un jovencito llamado Manuel M. Ponce.
Manuel tenía fama de ser todo un “fenómeno musical”. Según afirman sus biógrafos, no había cumplido los cuatro años de edad cuando, después de haber escuchado atentamente las clases de piano que recibía su hermana Josefina, se sentó frente al instrumento y sin más preámbulo interpretó completa una de las piezas que había oído. Inmediatamente sus padres lo pusieron a recibir clases de piano y solfeo. Al parecer, su propia hermana Josefina colaboró muy activamente en su enseñanza.
Un año después, Manuel enfermó de sarampión. Cierto día, cuando aún estaba en cama, Josefina le dio algunas hojas de papel pautado para entretenerlo, y se llevó una gran sorpresa. Horas más tarde, el niño de cinco años le presentaba la partitura de su primera pieza, a la que había puesto por nombre La danza del sarampión. A los seis años ya tenía tres o cuatro canciones más en su haber.
En aquella época se había pasado del italianismo en materia musical al más acentuado afrancesamiento que, a esas alturas, se había tornado “prácticamente intolerable”, según palabras del musicólogo Vicente T. Mendoza. Así, en sus primeros años la producción de Manuelito se reducía a gavotas, valsecillos y otras melodías de inspiración semejante. Con los años, sin embargo, las tonadas tristes con rasgos de alegría o las alegres con rasgos de tristeza que entonaba Sebastiana llevarían al joven Ponce a integrar un concepto que ya intuía desde los primeros años de su adolescencia: que la música popular mexicana, si se refinaba y metodizaba sin desechar su esencia original, no sólo se convertiría en algo dignísimo y muy valioso, sino que presentaría grandes posibilidades de aceptación en el mundo entero.
Pero para consolidar y poner en práctica esta idea -aún nebulosa- Manuel tenía que recorrer un largo camino.


El niño serio


Manuel M. Ponce nació en Fresnillo, Zacatecas, en 1886. Tenía sólo unas cuantas semanas de vida cuando su numerosa familia se trasladó a la ciudad de Aguascalientes, en busca de mejores posibilidades económicas. Era Manuel el menor de los doce hijos de don Felipe Ponce -contador de profesión- y su esposa, doña María de Jesús Cuéllar. En Aguascalientes vivió el joven músico hasta la edad de 15 años; y se cuenta que su característica más notable -aparte, desde luego, de su precocidad musical- era su carácter dócil y serio.
Hizo los primeros estudios en la ciudad de Aguascalientes, donde siguió componiendo. En 1900 escribió una pieza de piano para la mano izquierda a la que tituló Malgré Tout (A pesar de todo), en honor del escultor manco Jesús Contreras; el mismo título lleva una célebre escultura de Contreras que adorna la Alameda Central de la ciudad de México y que habla elocuentemente de la determinación del artista de sobreponerse a la tragedia y continuar su obra a pesar de todo.
En 1901, Ponce ingresó al Conservatorio Nacional de Música, ya con cierto prestigio de pianista y compositor. Allí permaneció hasta 1903, año en que volvió a la ciudad de Aguascalientes. Este era sólo el inicio de su peregrinar. En 1904 marchó a Italia para cursar estudios superiores de música en el Liceo de Bolonia. Siguió estudiando entre 1906 y 1908 en Alemania y volvió a México para hacerse cargo de la cátedra de piano (que antes ocupó en el Conservatorio Ricardo Castro) y la de Historia de la Música.
En 1912 compuso su obra cumbre, Estrellita, que no es propiamente una canción de amor, como se suele pensar, sino “una nostalgia viva; una queja por la juventud que comienza a perderse. Reuní en ella el rumor de las callejas empedradas de Aguascalientes, los sueños de mis paseos nocturnos a la luz de la luna, el recuerdo de Sebastiana Rodríguez”, según escribió el propio autor. Ese mismo año, Ponce realizó en el teatro Arbeu el memorable concierto de música popular mexicana que, si bien escandalizó a los ardientes defensores de lo europeo, vino a constituir un hito fundamental en la historia de la canción nacional.
Con esta valiosa actividad de promoción de la música del país y con melodías como Estrellita, A la orilla de un palmar, Alevántate, La pajarera, Marchita el alma y una multitud más, Ponce ganó el honroso título de “creador de la canción mexicana moderna”. Y fue también el primer compositor mexicano de música popular que proyectó sus obras al extranjero: Estrellita, por ejemplo, ha sido parte del repertorio de las principales orquestas del mundo y de incontables cantantes, aunque muy a menudo sus intérpretes ignoran el origen de la canción y el nombre del autor.


El exilio voluntario


Ponce parecía destinado a llevar, por fin, una vida metódica y tranquila, pero la inestabilidad creada por la Revolución le impedía desarrollar adecuadamente su labor de enseñanza y en 1913 decidió trasladarse a La Habana. Estuvo en Nueva York en 1916 y presentó algunas de sus obras en el Aeolian Hall. Después volvió a Cuba y ahí permaneció hasta septiembre de 1917. Retornó a México para hacerse cargo de una cátedra en el Conservatorio Nacional. Se enamoró de una de sus discípulas, llamada Clementina Morel, y en 1918 profesor y alumna contrajeron matrimonio. La boda coincidió con el nombramiento de Ponce como director de la Orquesta Sinfónica Nacional, puesto que desempeñó brillantemente por espacio de dos años y durante esa etapa dio a conocer muchas obras mexicanas y europeas de compositores jóvenes.
Hacia 1925 su situación económica era precaria, a pesar de que trabajaba intensamente en la composición y la transcripción de música mexicana. la cual era aceptada cada vez mejor por las clases media y alta. Por otra parte, se percató de que en Europa se hacían avances musicales vertiginosos, mientras que sus propios conocimientos se rezagaban. Su ansia de estudio pesó más que su angustia por alejarse del país y marchó a París tras pedir una licencia de seis meses en el Conservatorio. Al término de la licencia, Ponce decidió quedarse en Europa.
Estableció su residencia en París, donde permaneció hasta 1933 desempeñando empleos modestos y dirigiendo una revista en español sobre asuntos musicales. Mientras, absorbía las corrientes vanguardistas que en París alcanzaban la máxima expresión. Su ánimo se debatía entre el terror que le inspiraba la penuria de la vida en México y la nostalgia por su patria. Un día fue a un cafetín de los barrios bajos parisienses y escuchó a una cantante ciega interpretar Estrellita. El recuerdo de Sebastiana Rodríguez volvió a introducirlo súbitamente a la corriente musical de su patria y Ponce decidió regresar.


La vuelta del juglar


Ya en México volvió al Conservatorio y en la Universidad Nacional creó una cátedra de música folclórica. La periodista Rosario Sansores lo recordaría “con su abundante cabellera blanca y sus ojos negros y brillantes”, trabajando en el Conservatorio en ruinas, entre muebles polvorientos y pianos viejos y desafinados. El contraste con su vida musical y personal en Europa era abrumador, pero Ponce no perdió los ánimos; siguió revolucionando la enseñanza musical y componiendo infatigablemente. Al ser nombrado director del Conservatorio, instauró también en él la cátedra de música folclórica. 
Si en el periodo de la Revolución se había dedicado primordialmente a componer canciones y a transcribir tonadas populares recogidas en todo el país, en esta segunda etapa de su carrera -cumplida ya en buena parte su tarea de precursor de la canción mexicana- consagró casi todo su tiempo a la composición de música de altura, observando generalmente una tendencia nacionalista. Una de sus obras más importantes en este campo es, según los eruditos, el Concierto del sur, que dedicó a su amigo el guitarrista español Andrés Segovia y en el cual la guitarra desempeña el papel de instrumento solista. Al virtuoso Henrik Szeryng le dedicó igualmente su excepcional Concierto para violín y orquesta. No menor interés despertó en el mundo de la música clásica su obra sinfónica Chapultepec, dividida en tres partes.


Cuando la ilusión se desvanece


Compuso muchas otras obras de primer orden: Trío para piano y cello, Sonata para violoncello y piano, Instantáneas mexicanas, Suite en estilo antiguo y las deliciosas Miniaturas mexicanas para orquesta, aparte de innumerables motetes, romanzas y nocturnos. En cuanto a sus canciones populares, el pueblo siguió cantándolas durante muchos años y un buen número de ellas -que fueron en total más de 250- se incluyeron en las películas de la época. Todavía se dio tiempo para dirigir una revista musical y para escribir una gran cantidad de artículos.
Su trabajo intenso y la gran difusión de su obra no se tradujo, sin embargo, en una situación económica desahogada. En las casas que habitó, primero en la colonia Condesa y más tarde en San José insurgentes, vivió siempre en la mayor estrechez, escribiendo canciones para los jardines de niños con el fin de complementar sus magros ingresos. En 1942 se convirtió en miembro del Seminario de Cultura y en 1948 recibió del gobierno mexicano el Premio Nacional de Artes y Ciencias, que constaba de un diploma y $20,000.
La amargura de la pobreza se hizo presente en la solemne velada musical organizada para hacerle entrega del premio. En su discurso de agradecimiento, Ponce expresó: "…un premio, una ayuda que llega en los momentos en que la ilusión se desvanece ante la realidad desconsoladora…
Muy poco tiempo después, hacia la medianoche del 24 de abril de 1948, el padre de la canción mexicana murió, a causa de un ataque de uremia. En cumplimiento de su voluntad, se le enterró en el popular panteón de Dolores, en un sitio que los cronistas describieron como “un gran herbazal” de donde sería trasladado posteriormente a la Rotonda de los Hombres ilustres. Su cuerpo bajó a la tierra mientras la soprano Fanny Anitúa entonaba con infinita emoción la célebre Estrellita.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)