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lunes, 14 de julio de 2025

Diego, caníbal de salón

 


Diego, caníbal de salón 


En ciertos periodos de su vida, Diego Rivera ponderó las virtudes alimenticias de la carne humana y relató con fruición los detalles de la primera vez que se llevó a la boca tan delicado manjar 

Aunque solía hacer estos alardes de antropofagia, la verdad es que su canibalismo nació frente a un gran plato de fresas con azúcar, en su pequeño departamento de París, inspirado en una de las muchas anécdotas de la Revolución Mexicana que le contaba Siqueiros. Diego -cuándo no- llevaba los juegos de su imaginación más allá de su mundo fantasioso e inofensivo y los mezclaba con historias que la realidad había conformado con lujo de crueldad. 

Por órdenes superiores -le contaba David a Rivera- fue creado un cuerpo especial de caballería para contrarrestar las acciones de los famosos Dorados de Francisco Villa. Esta unidad dependía de las fuerzas del general Manuel M. Diéguez y estaba formada sobre todo por individuos de dura entraña, de alma torva, hombres de sangre sucia, mandados por el general Abascal. Entre los oficiales de éste, el preferido era un capitán de apellido Isunza, sujeto bien parecido que había abandonado su pupitre en el salón de clases del quinto año de Leyes para incorporarse al ejército. Nacido en Tepic Isunza pasó su infancia y juventud en Guadalajara, hablaba como tapatío y nadie que lo viera o escuchara sospecharía qué clase de alma habitaba detrás de su rostro de estudiantes delicado, casi espiritual 

El capitán Isunza se hizo célebre por su valor temerario en los combates y por las bromas que prodigaba en sus ratos de buen humor, que eran temibles, pues no solían sorprenderlo sino en franco estado de embriaguez. 

En cierta ocasión hizo que los muchachos de las familias ricas de Guadalajara lo invitaran a un banquete en el lugar más caro de la ciudad, que le sirvieran vinos europeos, que pronunciaran discursos y luego, como fin de fiesta, que lo acompañaran hasta el cuartel "Colorado Chico", donde se alojaba la caballería de Abascal. Al llegar, pidió que lo esperaran "tantito" y se alejó solo. Ya no regresó. Pero aparecieron en su lugar quince o veinte soldados que con fiereza empezaron a golpear a "los malditos rotos", mientras él desde un balcón, se reía hasta ahogarse. 

Es la primera parte de la historia y la que menos importa. Lo que sigue ocurrió así: 

El pueblo se llama Santa Ana y pertenece al Estado de Jalisco. El día aquel era uno más entre muchos perdidos en el calendario. Hacía calor excesivo, en el cielo empezaban acumularse nubes negras. Los soldados, agobiados por la temperatura permanecían inactivos. Isunza, como era usual, bebía.

Dos prisioneros villistas fueron conducidos hasta él.

-¿Qué hacemos con éstos, jefe?- preguntó un sargento. Isunza, perdida la conciencia, contestó entre dengues:

-¡Fu...sílenlos!

Uno de los prisioneros, el de mayor edad, empezó a suplicar:

-Capitán, ordene que nos corten cualquier cosa, lo que usted disponga, pero que no nos maten, por favor, que no nos maten, capitán…

Isunza levantó la cabeza hacia el implorante. Una luz filosa como vidrio quebrado cruzó sus ojos verdes. 

-Está bien. ¡Córtenles las orejas! Y que me traigan tortillas y chile, mucho chile…

"La repugnancia me venció", decía Siqueiros. 


Diego lo observaba con los mismos ojos que el prisionero al capitán Isunza. No cabía en sí de asombro. Y días después en casa de una francesita de gran talento literario, pero con más ganas de vivir desordenadamente que de escribir, contaba la historia pero poniéndose en el lugar del capitán Isunza y diciendo que le dominó aquel extraño apetito debido a "un pulque especial de cierta región de México que nadie sabe por qué, produce anhelos antropofágicos”.

Naturalmente, Diego elaboró más tarde toda una teoría sobre el canibalismo y el error cometido por la humanidad al abandonar tan sana y saludable costumbre, pues, decía, en tal abandono está el origen de las caries de los dientes, de la calvicie, de las nubes de los ojos, la sordera, las afecciones cardíacas y prácticamente de todos los males de la arteriosclerosis. 

Sabedor que sería mal vista la reivindicación del antropofagia, Diego aseguraba haberse limitado a alimentarse con leche de mujer desde el día -ya remoto- en que los encargados de levantar el censo en la República Mexicana habían encontrado en Aporo, Michoacán, a un anciano de 130 años.

Al preguntarle al longevo el misterio de su vida, respondió que desde los 75 años había empezado a tomar leche de sus sobrinas tiernas y de amables muchachitas que le ofrecían la dulce savia de sus pechos. 

Juraba Diego que en cuanto los ancianos de la ciudad de México supieron de tan maravillosa medicina para alcanzar la longevidad, empezaron a seguir a las jovencitas por las calles, sobre todo a las de bustos desarrollados y cuando éstas, sospechando intenciones indebidas protestaban por el acoso, los viejitos, disculpándose dulcemente, decían: 

"No, señora, yo no quiero lo que usted supone, yo sólo le suplico que me permita vivir un poquito, un poquito más..."


(Tomado de: Scherer García, Julio – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F., 1974)

domingo, 15 de junio de 2025

Escándalo en la casa Tornell

 


[Manuel Álvarez Bravo - La buena fama durmiendo]


Escándalo en la casa Tornell


Era insuficiente el tiempo destinado al estudio del desnudo en la escuela de arte de San Carlos. Unas horas semanarias frente al prodigio de la mujer no podían bastar. ¿Por qué es tan hermoso, plásticamente hablando, el cuerpo femenino? ¿Cuál es el secreto de su equilibrio, de su gracia? ¿Había que buscar en la ordenada función de cada una de sus partes el origen de la armonía? ¿Nace la emoción estética de la adecuada relación entre el órgano y su razón de ser? 

¿Cómo explicarse coincidencias casi universales en la estética, a la vez que divergencias profundas de un hombre a otro? ¿Se oculta en el alma individual el concepto de lo bello? ¿Varía conforme a esa luz, a ese viento, a esa sombra que no otra cosa es cada vida? ¿Todo se reduce a ecuación tan simple como la de que ambientes similares condicionan nociones afines? El genio, entonces, ¿dónde queda? 

Mis compañeros de clase me comisionaron para que buscara un sitio, fuera de San Carlos, donde pudiéramos prolongar nuestras prácticas de desnudo. Estábamos convencidos de la necesidad de profundizar nuestros conocimientos acerca de la mujer, milagrosa como el sol y cuyo misterio empieza en el calor que irradia. 

Yo era amigo de Carlos Tornell, miembro de una familia de abolengo porfiriano, hijo de padres millonarios. En su casa, en la calle de Las Artes, tenía un taller de pintura que consumía largos ocios. A cambio de su usufructo le ofrecía una estatua de yeso de la Venus de Milo. 

Sellamos el compromiso, pero me advirtió que tuviéramos buen cuidado de tocar en la puerta de la cochera y preguntar por el mayordomo.

Con bastidores y caballetes a cuestas, con estuches de lápices, pinturas y carboncillos, al día siguiente nos dirigimos al taller. En el centro del grupo de quince estudiantes caminaba oronda La Chatita, nuestra modelo.

Parecíamos excursionistas excéntricos y así como el niño alucinado vislumbra en una feria todos los goces posibles, nosotros anticipábamos los más grandes triunfos en el arte de la pintura. Quizá hasta igualaríamos a los clásicos y entre nosotros se encontraban, todavía desconocidos dos o tres Miguel Ángeles, un par de Leonardos”.

En tropel desnudaron a La Chatita. Quién se ocupa de sus zapatos, quién de las medias, quiénes de las prendas más íntimas. Ella aspiraba el aire como si estuviera en el campo y paseaba su mirada por el estudio, amplio y lleno de luz. Cuán distinto era el salón de San Carlos. "Aquí -decía con su sonrisa- floreceremos todos". Y posaba. 

-Así no Chatita, con el busto erguido. Piensa en tu hombre y llámalo con el cuerpo.

-Pero cierra las piernas.

Empezaron a trabajar. De vez en cuando cambiaban comentarios. Estaban construyendo su propia vida de artistas.

Una llamada enérgica en la puerta, que habían cerrado con llave, introdujo el sobresalto.

-¿Quién es?

-El mayordomo. Ordena la señora que me permitan entrar para sacar un libro. 

-Dígame qué libro es. Yo se lo doy.

Larga pausa.

-Ordena la señora que tengan la bondad de abrir inmediatamente y me dejen entrar para sacar yo mismo el libro.

Siqueiros insistió:

-Dígame cuál es. Yo se lo doy con mucho gusto.

-¡Que abran, dispone la señora!

Balbuceo David:

-No podemos, porque se velan. 

Sentí la mirada interrogante de mis compañeros: ¿por qué diría algo tan extraño, si los dibujos al carboncillo no se velan?

Pero ahora la propia señora descargaba su ira contra la puerta. 

-¿Qué están haciendo en mi casa? ¡Abran, miserables!

Aturdido, sólo tenía una respuesta:

-Se velan, señora, se velan, comprenda usted.

-Si están marchando esta casa santa. ¡Abran! ¡Abran!

El estrépito que escuchamos a partir de ese momento nos indicó que el mayordomo, auxiliado por otros sirvientes, se proponía derribar la puerta. Vestimos a La Chatita con toda la rapidez posible. Alguien acercaba una media, otro le ponía la liga, algunos le ajustaba el corpiño. 

-Vagos asquerosos. Revuélquense con prostitutas en los burdeles, pero no en esta casa -nos despidió una voz aguda, a punto de disolverse en llanto. 

El escándalo había trascendido hasta la calle. No sé cuántas personas, pero sin duda muchas vieron salir de la cochera a una muchacha a medio vestir rodeada de jóvenes que arrastraban extraños aparatos de madera, los caballetes y bastidores. 

-Se trata de un secuestro y una violación oí decir.

-Sí, pero qué raro que haya sido aquí.

-¿Y tantos? ¡Qué horror!

Una viejecita dio su propia opinión:

-Y lo peor es que son pornográficos, ¿verdad?”


(Tomado de: Scherer García, Julio – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F., 1974)

lunes, 25 de marzo de 2024

La espinosa historia del chayote

 


La espinosa historia del chayote

Corrupción entre la prensa y el poder político en el siglo XX

Marco A. Villa | Historiador


Era aún la época dorada priísta, entre los sexenios de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, cuando la práctica del "chayote" comenzó a institucionalizarse, dado que llevaba ya tiempo fluyendo entre algunas tintas de la prensa corrompida. Fuera "chayotito" cuando era poco o "doña Rosario" cuando era una cantidad mayor, el chayo o chayote era -o es, mejor dicho- la compensación generalmente económica que un periodista recibe de algún político, empresario u otro personaje con poder. ¿Las razones? Favorecer alguna movida chueca (adulterio, delito...) o sacar de la jugada a un candidato con serias posibilidades electorales y capaz de hacer sombra a su contraparte del partido en el poder, por mencionar las más comunes.

Sobre el origen del término, la versión más extendida involucra a Julio Scherer García -el legendario director de Excélsior y apodado el Mirlo Blanco por mantener sin manchas su plumaje al no aceptar dinero de políticos- quien a su vez encargó a Elías Chávez, reportero de Proceso, escribir sobre esta práctica que incluiría en su libro Los presidentes. Chávez cuenta: "Mientras el entonces Presidente de la República pronunciaba un día de 1966 el discurso inaugural de un sistema de riego en el estado de Tlaxcala, entre los reporteros corría la voz: ¿ves aquel chayote? Están echándole agua. Ve allá". Resultaba que, atrás de la planta, un representante de presidencia repartía el soborno. Desde entonces, su entrega se convirtió en un secreto a voces, con reporteros que representaban un cúmulo cada vez mayor.


¿El padre del chayo?

En la búsqueda de las raíces del chayote, invariablemente nos encontramos de frente con Carlos Denegri (1910-1970), "el mejor reportero de su tiempo, el peor periodista de la historia', a decir del escritor Enrique Serna, autor de la novela biográfica El vendedor de silencio. Este personaje destacó por su preparación y contactos: hablaba alemán, francés e inglés y se defendía en portugués e italiano; colaboró en Time, Life y otras publicaciones extranjeras que lo buscaban cuando necesitaban corroborar datos o informar sobre México; contaba con una extensa red de contactos nacionales e internacionales que participaban tanto en su reportajes como en sus corruptelas. Era hábil para obtener información, diestro en el arte de las relaciones públicas y sobre todo en la obtención de exclusivas, entre otras cualidades que puso al servicio de sus embutes.

De negri fue hijastro de Ramón Pérez Denegri, político prominente que formara parte de los gabinetes presidenciales de Álvaro Obregón y Emilio Portes Gil. Con los años, sacó maliciosamente provecho de su trabajo, a la sombra y resguardo de un régimen que tenía la costumbre de seducir a los periodistas destacados y mantener un férreo control sobre la prensa.

Carlos tocó la cima de la fama con su serie de entregas reporteriles en las que informó desde Londres varios momentos de la Segunda Guerra Mundial. Era 1942 cuando cruzó el Atlántico para cumplir su misión. Reunidos después en el libro Luces rojas sobre el Canal, estos textos eran enviados por teletipo (telex) a la redacción de Excélsior y publicados a cinco columnas en la primera plana. Línea a línea, cautivaba a los lectores por la emoción y el suspenso que imprimía a sus entregas. En ellos se pintaba como un gran "ligador": lo mismo un aristócrata inglesa que una sudamericana o la recepcionista de un hotel.

Pero quizás el clímax llegó cuando dejó de enviar notas durante varios días luego de informar que las embarcaciones nazis estaban torpedeando a los Aliados. La gente pensó que había muerto. Otro golpe de talento que se tradujo en temprano éxito mediático lo dio en 1945, cuando escribió: "Hoy, los Estados Unidos detonaron en Hiroshima y Nagasaki la primera bomba atómica en la historia de la humanidad", y a continuación reprodujo el Padre Nuestro completito.

Se convirtió en una celebridad... y también empezó a encumbrarse como el periodista más poderoso, impune y rico gracias al chayote, mismo que obtuvo de la élite política y empresarial durante cerca de veinte años. El mismo gabinete presidencial asistía a sus cumpleaños. Destaca un hecho que refleja su proclividad a esta práctica: la plana que compraba a Excélsior por cincuenta mil pesos para después vender las menciones a políticos, ya fueran a favor o en contra; en este último caso, pagado por un tercero. Vino después su columna "El fichero político", en donde aquellos que no eran favorecidos pasaban "una temporada en el infierno", como escribiera Carlos Monsiváis. Pionero de la televisión, transmitió por décadas un programa que cerraba invitando a los televidentes a encontrarse en la próxima emisión, seguida de la frase "Dios mediante". Porque además era creyente. El mismo Scherer contó que Denegri "alguna vez entrevistó a Dios".

Se ha dicho que los tiempos cambian y que el chayote ya se ha "secado" y desaparecido. ¿Será?


(Tomado de: Villa, Marco A.. La espinosa historia del chayote. Corrupción entre la prensa y el poder político en el siglo XX. Relatos e historias en México, año 12, número 135. Ciudad de México 2019)

jueves, 1 de agosto de 2019

Bach es bueno para los ojos

(David Alfaro Siqueiros: Retrato)
En Taxco, una hermosa californiana le pidió a Siqueiros que le hiciera un retrato. Cuando acudió al taller del pintor, en una capilla semiderruida, y le ofreció 400 pesos por el cuadro, el artista creyó soñar.
"Apenas exagero si afirmo que la emoción que experimenté entonces fue parecida a la del adolescente que descubre el amor y estalla en fuerza y alegría, pues sobre mí pesaban graves problemas que en la fugacidad de un instante vi resueltos".
El gobierno del Presidente Emilio Portes Gil lo había confinado a Taxco. En los límites del pueblo se levantaban invisibles murallas que no debía trasponer sin permiso del alcalde. Era el precio por su relativa libertad, la condición impuesta para dejarlo salir de la Penitenciaría del Distrito Federal.
"Respiraba de nuevo. Quedaban atrás los corredores de la cárcel, tristes y monótonos como un río siempre sucio, pero subsistía una realidad que a ratos me agobiaba: Blanca Luz Brun y su bebé vivían conmigo, no tenía un centavo, el mercado de mi pintura era inexistente, Taxco estaba incomunicado y las perspectivas, como las ilusiones, tenían el color y también la inconsistencia de un rayo de sol.”
El día en que la americanita llegó a mi estudio, la acogí casi con la alegría reservada para una novia. Pronto dispuse el mejor sillón para ella y empecé a trabajar. Bosquejaba las líneas iniciales, estudiaba el rostro, la luz, libraba dentro de mí las primeras luchas para captar rasgos esenciales de su carácter, cuando me interrumpió con la voz formal de quien ha de decir algo importante:
-Señor Siqueiros, si no ha pintado usted los ojos, mejor no los pinte, porque lo que usted está viendo no son mis verdaderos ojos.
-¿Cómo? ¿Entonces qué? ¿Cuáles son sus verdaderos ojos?
Pensé que me encontraba frente a una de tantas turistas semialienadas que con frecuencia visitan el país y sin volver a la conversación me apresté a continuar la tarea, pero ella tornó a interrumpirme:
-Mis verdaderos ojos -y en su palabra había pasión- son aquéllos que tengo cuando estoy inspirada tocando a Bach, porque ha de saber que no soy una mujer cualquiera, sino una pianista que ha conquistado renombre a pesar de su juventud.
La convicción de que estaba por recibir una mala noticia me hizo dejar los pinceles. Contemplé a la bella mujer y aguardé lo irremediable.
No se hizo esperar. Con naturalidad expuso sus deseos: si había de pintarla, que fuera ante un piano, pues quería un retrato con sus verdaderos ojos.
-Mis ojos, señor Siqueiros, se vuelven como de humo, bellos como luz de luna cuando interpreto a Bach.
No dejé lugar sin visitar: la casa del presidente municipal, las de los hombres más ricos de Taxco, las de mis amigos, hasta que di con un instrumento que se encontraba más cerca del clavecín que del piano. Para mi mala suerte era ya demasiado tarde y nuestra llegada hasta el lugar donde se encontraba el enorme aparato musical coincidió con la terminación del tiempo en que había luz eléctrica, pues en el Taxco de entonces, como en la cárcel de ahora, llueva o truene los focos eran apagados a las diez de la noche.
Hubo necesidad de encender velas y empecé a pintar a la jovencita, mientras ella oprimía las teclas de un instrumento desafinado y volteaba a verme para que apreciara la luz en sus ojos.
Al día siguiente, cuando me propuse reanudar las sesiones pictóricas en la mañana, ella se opuso. Debía ser como la víspera.
-He descubierto la suprema armonía. La noche y Bach, ¿se da cuenta de lo que eso significa, señor Siqueiros? La noche hace temblar a la estrella y durante la noche se esclarece el misterio de la vida. ¿Comprende?
Prosiguieron los trabajos. Concluí el cuadro.
-Es hermosísimo -me dijo ella-. Vea: mis ojos son etéreos...
Siguieron otras fantasías. Y luego... otros sueños"


(tomado de: Scherer García, Julio – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F. 1974)

miércoles, 29 de mayo de 2019

Tres pesos por un retrato

(David Alfaro Siqueiros: Retrato de María Asúnsolo, niña)
El cuadro de la mujercita -uno de los que se llevó Laughton- es muy bonito. Nació, además, de circunstancias que a Siqueiros le parecen, todavía hoy, llenas de ternura. Piensa en ellas como un adulto cuando revive pasajes particularmente gratos de su niñez.
"Recuerdo que un día, en apariencia ordinario, llamó a la puerta de mi estudio, en Taxco, una señora, campesina, como de setenta años. No bien le franqueé la puerta, me dijo:
-Sé que usted retrata a las personas, siñor, y yo quiero tener un retrato en pintura, que es lo que me han dicho que usted hace.
Le pregunté si lo quería para regalárselo a alguien, pero me contestó que no, que lo quería para su casita y para que sus hijos la vieran cada vez que fueran a visitarla, estuviese o no."
Era tan hermosa y tan interesante la mujer, que el artista la hubiera pintado de todos modos. Pero quiso responder a sus deseos, de tal manera que no le confesó que le hubiera gustado que le sirviera de modelo, sino que le preguntó:
-Muy bien, señora, ¿y cuánto me puede usted pagar?
-Yo pago lo que sea.
¿Cómo darle a esa señora el precio que habitualmente cobraba entonces por un retrato? Buscó la manera más adecuada de responderle y plantearle el problema, ocurriéndosele interrogarla al revés:
-Creo que hay aquí un fotógrafo y pintor llamado Montenegro. ¿Cuánto cobra ese señor por los retratos?
-Sí, hay un señor Montenegro, y a una hermana mía por un retrato iluminado le cobró tres pesos.
-Bien, yo le hago el retrato iluminado por tres pesos, pero a condición de que me deje copiarlo para tener dos.
Etonces ella meditó unos segundos y al fin le dijo:
-Yo le compro los dos.
Sonriente, aunque desconcertado, ofreció esta solución:
-En ese caso, le pintaré tres.
-Bueno, bueno, el tercero se lo mandaré a mi compadre Encarnación, que vive en Taxco el Alto.
-No -se opuso el artista-. Mire usted, es que yo quiero quedarme con uno.
Entonces ella levantó los ojos maliciosamente, como preguntando: "¿Si le estaré yo, tan vieja, gustando a este siñor?"


"La señora se extrañó que yo quisiera que ella fuera varios días a sentarse delante de mí. Creo que en alguna ocasión estuvo a punto de decirme: "Sabe usted que el señor Montenegro lo hace más aprisa". Pero sólo, si acaso, esbozó la censura. El hecho es que con puntualidad extraordinaria se presentaba todas las mañanas en mi estudio, se sentaba en el lugar acostumbrado y sin externar jamás deseos por ver lo que estaba yo haciendo, se retiraba cuando así se lo indicaba.
Varias veces, cuando la observé con fijeza para trasladar al lienzo algún rasgo que pudiera acentuar determinados aspectos de su carácter, la presentí ausente, como si fuera ajena a los problemas de los demás y se conservara únicamente interesada e seguir el curso del arroyo, ya casi seco, de sus propios sentimientos. Pensé en una analogía entre su cutis moreno y curtido por el sol, igual que lodo al fin endurecido como la piedra, con aquel otro paisaje de su mundo interior, igualmente necesitado de aguas nuevas."
Terminó el retrato. La viejecita se ve austera y tiene el aire hierático de la campesina mexicana. Aparece con una falda verde oscuro y una blusa rosa. Sin duda alguna es de las pequeñas obras que ha realizado con mayor ternura. Tal vez por eso, para Charles Laughton fue uno de sus cuadros preferidos.
"Cuando a la viejecita le dije que ya podía llevarse su compra, pero que le pedía permiso para quedarme con una igual -la réplica, de la que no quería desprenderme-, tranquilamente sacó su paliacate donde tenía atado el dinero y de la manera más natural sacó los tres pesos convenidos y me los pagó."
Cuentan que después no salía de su asombro, pues muchos turistas, mexicanos y extranjeros, le ofrecían cantidades mil por ciento superiores a lo que ella pagó por su retrato. Pero jamás quiso venderlo.
"La última vez que estuve en Taxco, o mejor dicho, la última vez que pude ver la pequeña pintura, contemplé el retratito  en el mismo lugar que le había destinado desde el primer día. Por cierto que le puso un marco muy feo, de esos de fotografía iluminada..."

(Tomado de: Scherer García, Julio – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F. 1974)
  

martes, 2 de abril de 2019

La soledad y Filomeno Mata


Un nuevo recluso ha aparecido en la crujía “I”. Se trata de un reo voluntario, cuya estatura y volumen le permiten evadirse del penal cuando le viene en gana. Huidizo, lo mismo tierno que agresivo, perezoso, aunque con raptos de increíble actividad, representa una incógnita: ¿es orgulloso, por seguridad en sí mismo, o vive acobardado, cautivo de su propio miedo?

Afecto a los rincones, misterioso como si cargara culpas ajenas, el nuevo compañero, un gato de pelaje pardo, ha dividido a la crujía en dos grandes bandos.

Cuando desciende el atardecer sobre la cárcel y el sol retira la última sensación de libertad, no se sabe dónde termina su cuerpo y empiezan los muros grises del edificio. El animal parece fundirse con todas las tragedias y despierta emociones y recuerdos ya lejanos.

“Veo a mi hermana Lucha hacer los dulces de leche a los gatos que había en casa de nuestros padres y reprenderme, furiosa, cuando pretendía probar algunos de sus platillos:

-¡Igualado! -me gritaba-, ¿qué no ves que es para Napoleón?

En la crujía “I” represento a los partidarios del nuevo compañero. He de enfrentarme sobre todo a don Juan Camacho, don Juanajo, mote de un andaluz que vende billetes de lotería y aborrece al felino con pasión enfermiza, como si viera en él a una rata siempre en acecho. Una vez, de broma, le dije que su odio por los gatos era comparable al del hombre honrado por su calumniador y muy serio me respondió:

-No se burle, pintor, que es cierto.

De niño los mataba por centenares. Ahogan a los recién nacidos y a los de buen tamaño los perseguía con una rama de olivo y los golpeaba hasta pulverizarles la columna vertebral. Tampoco olvida cuando tomó un gatito vivo y sepultó sus patas en gruesa capa semifraguada de cemento y esperó pacientemente hasta que el material endureció como roca. Después, a lo largo de dos días y dos noches, presenció la muerte lenta, la agonía absurda.

Lugarteniente de Juanajo es don Filomeno Mata. Jamás ha golpeado a los gatos, pero piensa que son un símbolo de mala suerte, animales despreciables que no saben de la gratitud, sucios, morbosos, con la misma extrema perversidad del traidor.

De nada sirve que le hable a él, admirador de Italia a un grado tal que se casó con una bella romana, del amor que despiertan en su segunda patria. Le pido que recuerde los millones de gatos de Venecia, protegidos por sus habitantes como dioses, dueños de la ciudad a la que salvaron de la peste bubónica, según se cuenta, acabando con las ratas que la asolaban.

Nuestra crujía vive en guerra. Los pocos momentos en que nos encontramos todos juntos, discutimos sobre el felino. Don Juanajo, naturalmente, propone su sacrificio. Yo me opongo. Algunos me secundan. Otros, como Filomeno Mata, guardan silencio, pero ven con ojos afectuosos al vendedor de lotería.

Una tarde en que el galerón de hierro y concreto que nos sirve de casa se encontraba prácticamente vacío, vi al señor Mata aproximarse al animal, que tomaba el sol con la despreocupación del hastío, de la plena satisfacción o de la inconsciencia. Nuestros compañeros estaban en el campo deportivo, unos, otros en el teatro. ¿Qué iría a pasar? Esperaba un puntapié y un aullido. Pero no. Don Filomeno se inclinó y con la mayor ternura empezó a acariciar al gato.

Sorprendido -y creo que hasta alegre- le grité:

-Muy bien, don Filomeno, ¿con que como en la película de anoche, verdad?: “Te odio, amor mío”.

Pero él levantó la cara hacia mí y con voz que desearía no haber escuchado, pues era la palabra en alas del propio desamparo, de una desnudez espiritual que ya ni siquiera se disfraza, me contestó:

-Es la soledad, David. Acariciaría a las piedras, si tuvieran movimiento.”

(Tomado de: Scherer García, Julio - Siqueiros, la piel y la entraña. Promotora de ediciones y publicaciones, S. A. México, D. F., 1974)

domingo, 22 de abril de 2018

Angeline Beloff

Angelina Beloff (1879-1969)


Por Victoria García Jolly

El crítico de arte Olivier Debroise dijo sobre el trabajo de Beloff: "Sus cuadros de pequeñas dimensiones, sus delicados y deslavados paisajes, sus ilustraciones acuareladas, los diminutos grabados de un modern clasicismo, parecen contenidos si se les compara con la furia coloristica, el monumentalismo de los cuadros de Diego que cuelgan de las mismas paredes en muchas casa de México”. Nació en San Petersburgo, Rusia, donde estudió en la Academia Imperial de las Artes, continuó sus estudios en París.

Angelina fue la primera esposa de Diego Rivera, de quien se separó en 1921. Germán y Lola Cueto la ayudaron a instalarse en suelo mexicano en 1932, donde trabajó como profesora de arte y marionetista hasta su muerte.


(Tomado de: Algarabía #138, Editorial Otras Inquisiciones, S.A. de C.V. México, D.F. 2016)




(Tepoztlán, 1949-1950. Angelina Beloff. Óleo / tela)
Angeline Beloff, olvidada en París.

Cuando Rivera regresó a México, una tarde de 1922, Angeline Beloff, Gachita Amador y Siqueiros fueron a despedirlo al Puerto del Havre. La más tierna camaradería los ligaba. Sus manos permanecieron enlazadas mucho tiempo  y hubo lágrimas en los ojos de los cuatro. El viajero, en el ultimo minuto, ya a punto de subir al barco que lo llevaría a América, le dijo a Angeline:

-Aleja de ti las dudas, mi amor, y sonríe como cuando estás contenta. En cuanto llegue a México sabrás por mis cartas que estoy bien y que no hago otra cosa que reunir dinero para el pasaje de mi mujercita –y le acariciaba la barbilla y la besaba-. El mayor día de mi vida esperaré tu regreso en el puerto de Veracruz y nunca, nunca más nos volveremos a separar.


-¿De veras, Diego? –y la voz de Angeline, que había decidido adoptar la patria del artista, por amor a él, se escapó como el suspiro que aleja de un alma cándida los últimos temores.


En París, Diego y Angeline habían vivido en un departamento de la rue de Saix, callecita proletaria no lejos de la Torre Eiffel. El rumbo estaba invadido por por legiones de gatos pardos y por un penetrante olor a alimentos descompuestos y vino tierno. Las casas –de una misma altura, de un mismo tono gris, casi negro- se parecían todas entre sí y en ellas se perdían, ya entrada la madrugada, sombras que trastabillaban.

En el departamento, ella era “el señor de la casa”. Aportaba hasta el ultimo centavo para el gasto y aun sumas adicionales para distracciones modestas. Frente a su mujer, la actitud de Rivera, satisfecho de sí mismo, el cuerpo presto para recibir todos los placers de la vida, era la del fauno.


(Pareja, s/f. Angelina Beloff. Grabado en madera)

Cuando Angeline, por las noches, regresaba de la casa de antiguedades en que estaba empleada, daba principio a sau trabajo como falsificadora de obras maestras. En un pequeño cualrto al que ni Siqueiros tuvo acceso jamás, había montado su fábrica de primitivos italianos y flamencos, así como de pintores catalanes de la antigüedad.


“No sé si serían sus preferidos, pero de lo que no me cabe duda es de que tenían aceptación en el estrecho ámbito en que ella se movía en aquel entonces. De sensibilidad cultivada con esmero y diestras manos que manejaban con soltura el pincel y la paleta, Angeline era ejemplo de celo en su clandestina actividad.


Diego le decía que se comportaba igual que una alucinada.


-Cuando pinta parece que quiere hipnotizar la tela. ¡Vieras cómo la mira! A veces pienso que sus ojos se han vuelto duros y que ya no podrá moverlos. Trabaja, Siqueiros, con la pasión del creador.


La verdad, sin embargo, era otra, pues no había en Angeline más impulso que el de la generosidad. Una vez le pregunté por qué no dejaba las falsificaciones y hacía su propia obra, por qué no se lanzaba a ese mundo maravilloso en el cual ilumina el artista los cerros y los valles, como si la naturaleza hubiera sido hecha a medias y él tuviera que completarla, que descubrir su parte oculta, pero ella me contestó que uno de los dos debería sacrificarse por el otro.

¿Diego? –y se volvió a mirarle-. Sólo quedo yo, ¿no te parece?”

Empezaron a transcurrir los días, las semanas, inclusive algunos meses sin que Rivera diera la menor señal de vida, ¿Habría llegado a México? En su tránsito se habría desviado para pasar una temporada en La Habana o en los Estados Unidos? ¿Le habría sucedido algo, un accidente, alguna enfermedad grave, quizás mortal?

“En París padecíamos a causa de la miseria. Hasta la última moneda nos era útil. Pero el temor desplazaba todos los sentimientos y Angeline sufría los primeros ataques de histeria.


Decidimos, a costa de lo que fuera, telegrafiar a México. Varios mensajes quedaron sin contestación. ¿Y Diego? Cada vez más alarmados remitimos un telegrama con respuesta pagada. El resultado fue el mismo. Nada. Hicimos una instancia más y el telégrafo nos informó que el destinatario había recibido nuestro mensaje, pero… nada. Rivera había enmudecido. Angeline se hacía la fuerte, pero sus emociones la traicionaban. Cuando hablaba de él palpitaba su pecho, se agrandaban sus azules ojos de porcelana, sus mejillas se coloreaban y la voz se volvía cada vez más más nerviosa y precipitada, hasta que los gritos, las lágrimas, las acusaciones contra el ausente, el llanto, un llanto amargo, con lágrimas gruesas y pesadas, acababan por agotarla.

Yo le reprochaba a Diego su traición de colega. ¿Qué no habíamos decidido que él me contaría cómo encontraba el ambiente artístico de México y a quiénes podíamos tomar en cuenta para iniciar nuestro movimiento muralista, tantas veces proyectado, concebido con ilusión? Diego había ido a México como avanzada. Así lo habíamos convenido. El vería los primeros campos y pisaría antes que nadie esa tierra en la que anhelábamos trabajar. ¿Por qué callaba?


Vi su figura gigantesca, sus enormes pies que se arrastraban como dos reptiles, sus ojos redondos y saltones, de sapo o de vaca, sus manos pequeñitas, blancas, blancas, lampiñas, blanduchas y siempre mojadas; recordé su repugnancia al jabón, el tufo que siempre lo envolvía, sus poses de condescendiente superioridad, y sentí por él algo que se parecía al odio.


(Maternidad, s/d. Angelina Beloff. Grabado en madera / papel)


Por fin llegó un telegrama, pero no provenía de Rivera, sino de la Secretaría de Guerra y autorizaba mi regreso a México, que yo había solicitado tiempo atrás. Cuando Angeline supo que yo también dejaba París, me pidió que la llevara a su patria, que era la de Diego.


Sin poderla apartar de mis brazos, pues era como un ser desvalido que se aferra a lo último que puede salvarla, en vano le hacía yo promesas. Mira Angeline, óyeme, escúchame, por favor. Trataba de hacerle comprender que en México yo le exigiría a Diego, hasta a golpes, si era necesario, que le enviara el dinero suficiente para que ella pudiera reunirse con el pintor cuanto antes. Pero la bella mujer nacida en Tsaritsin sólo tenía en los labios las mismas palabras: ¡Llévame a mi patria, mi patria verdadera!

La crisis duró horas. No recuerdo cómo terminó. Sólo tengo presente que ya en la madrugada caminábamos ella y yo por las calles en penumbra y hacíamos recuerdos de Diego. Había llovido y el fresco nos obligó a levantarnos los cuellos de los abrigos. La visita de Ilya Ehrenburg al departamento de rue de Saix, cuando el escritor ruso trabajaba en su Julio Jurenito, basado precisamente en las mentiras de Rivera, nos divirtió un buen trecho.


Ella era como los niños que han asimilado una paliza y poco a poco retornan a la alegría de su mundo, entre suspiros y lágrimas. Yo la miré a los ojos: aún húmedos, brillaban como las hojas de los árboles.

Del brazo, sin cesar de hablar de Diego, contemplamos el amanecer en plena calle. Poco después reverberaban los adoquines, las fachadas de las casas, los monumentos. El Sena se acoplaba al despertar del día y era el correr de sus aguas un canto en voz baja.


Cuando nos despedimos, el sol daba de lleno en el rostro de Angeline.


-¿Te das cuenta –le dije- que tus cabellos rubios tienen el color de los girasoles de Van Gogh?


Ella se alejó llorando”.


(Tomado de: Julio Scherer García – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F. 1974)