domingo, 22 de abril de 2018

Angeline Beloff

Angelina Beloff (1879-1969)


Por Victoria García Jolly

El crítico de arte Olivier Debroise dijo sobre el trabajo de Beloff: "Sus cuadros de pequeñas dimensiones, sus delicados y deslavados paisajes, sus ilustraciones acuareladas, los diminutos grabados de un modern clasicismo, parecen contenidos si se les compara con la furia coloristica, el monumentalismo de los cuadros de Diego que cuelgan de las mismas paredes en muchas casa de México”. Nació en San Petersburgo, Rusia, donde estudió en la Academia Imperial de las Artes, continuó sus estudios en París.

Angelina fue la primera esposa de Diego Rivera, de quien se separó en 1921. Germán y Lola Cueto la ayudaron a instalarse en suelo mexicano en 1932, donde trabajó como profesora de arte y marionetista hasta su muerte.


(Tomado de: Algarabía #138, Editorial Otras Inquisiciones, S.A. de C.V. México, D.F. 2016)




(Tepoztlán, 1949-1950. Angelina Beloff. Óleo / tela)
Angeline Beloff, olvidada en París.

Cuando Rivera regresó a México, una tarde de 1922, Angeline Beloff, Gachita Amador y Siqueiros fueron a despedirlo al Puerto del Havre. La más tierna camaradería los ligaba. Sus manos permanecieron enlazadas mucho tiempo  y hubo lágrimas en los ojos de los cuatro. El viajero, en el ultimo minuto, ya a punto de subir al barco que lo llevaría a América, le dijo a Angeline:

-Aleja de ti las dudas, mi amor, y sonríe como cuando estás contenta. En cuanto llegue a México sabrás por mis cartas que estoy bien y que no hago otra cosa que reunir dinero para el pasaje de mi mujercita –y le acariciaba la barbilla y la besaba-. El mayor día de mi vida esperaré tu regreso en el puerto de Veracruz y nunca, nunca más nos volveremos a separar.


-¿De veras, Diego? –y la voz de Angeline, que había decidido adoptar la patria del artista, por amor a él, se escapó como el suspiro que aleja de un alma cándida los últimos temores.


En París, Diego y Angeline habían vivido en un departamento de la rue de Saix, callecita proletaria no lejos de la Torre Eiffel. El rumbo estaba invadido por por legiones de gatos pardos y por un penetrante olor a alimentos descompuestos y vino tierno. Las casas –de una misma altura, de un mismo tono gris, casi negro- se parecían todas entre sí y en ellas se perdían, ya entrada la madrugada, sombras que trastabillaban.

En el departamento, ella era “el señor de la casa”. Aportaba hasta el ultimo centavo para el gasto y aun sumas adicionales para distracciones modestas. Frente a su mujer, la actitud de Rivera, satisfecho de sí mismo, el cuerpo presto para recibir todos los placers de la vida, era la del fauno.


(Pareja, s/f. Angelina Beloff. Grabado en madera)

Cuando Angeline, por las noches, regresaba de la casa de antiguedades en que estaba empleada, daba principio a sau trabajo como falsificadora de obras maestras. En un pequeño cualrto al que ni Siqueiros tuvo acceso jamás, había montado su fábrica de primitivos italianos y flamencos, así como de pintores catalanes de la antigüedad.


“No sé si serían sus preferidos, pero de lo que no me cabe duda es de que tenían aceptación en el estrecho ámbito en que ella se movía en aquel entonces. De sensibilidad cultivada con esmero y diestras manos que manejaban con soltura el pincel y la paleta, Angeline era ejemplo de celo en su clandestina actividad.


Diego le decía que se comportaba igual que una alucinada.


-Cuando pinta parece que quiere hipnotizar la tela. ¡Vieras cómo la mira! A veces pienso que sus ojos se han vuelto duros y que ya no podrá moverlos. Trabaja, Siqueiros, con la pasión del creador.


La verdad, sin embargo, era otra, pues no había en Angeline más impulso que el de la generosidad. Una vez le pregunté por qué no dejaba las falsificaciones y hacía su propia obra, por qué no se lanzaba a ese mundo maravilloso en el cual ilumina el artista los cerros y los valles, como si la naturaleza hubiera sido hecha a medias y él tuviera que completarla, que descubrir su parte oculta, pero ella me contestó que uno de los dos debería sacrificarse por el otro.

¿Diego? –y se volvió a mirarle-. Sólo quedo yo, ¿no te parece?”

Empezaron a transcurrir los días, las semanas, inclusive algunos meses sin que Rivera diera la menor señal de vida, ¿Habría llegado a México? En su tránsito se habría desviado para pasar una temporada en La Habana o en los Estados Unidos? ¿Le habría sucedido algo, un accidente, alguna enfermedad grave, quizás mortal?

“En París padecíamos a causa de la miseria. Hasta la última moneda nos era útil. Pero el temor desplazaba todos los sentimientos y Angeline sufría los primeros ataques de histeria.


Decidimos, a costa de lo que fuera, telegrafiar a México. Varios mensajes quedaron sin contestación. ¿Y Diego? Cada vez más alarmados remitimos un telegrama con respuesta pagada. El resultado fue el mismo. Nada. Hicimos una instancia más y el telégrafo nos informó que el destinatario había recibido nuestro mensaje, pero… nada. Rivera había enmudecido. Angeline se hacía la fuerte, pero sus emociones la traicionaban. Cuando hablaba de él palpitaba su pecho, se agrandaban sus azules ojos de porcelana, sus mejillas se coloreaban y la voz se volvía cada vez más más nerviosa y precipitada, hasta que los gritos, las lágrimas, las acusaciones contra el ausente, el llanto, un llanto amargo, con lágrimas gruesas y pesadas, acababan por agotarla.

Yo le reprochaba a Diego su traición de colega. ¿Qué no habíamos decidido que él me contaría cómo encontraba el ambiente artístico de México y a quiénes podíamos tomar en cuenta para iniciar nuestro movimiento muralista, tantas veces proyectado, concebido con ilusión? Diego había ido a México como avanzada. Así lo habíamos convenido. El vería los primeros campos y pisaría antes que nadie esa tierra en la que anhelábamos trabajar. ¿Por qué callaba?


Vi su figura gigantesca, sus enormes pies que se arrastraban como dos reptiles, sus ojos redondos y saltones, de sapo o de vaca, sus manos pequeñitas, blancas, blancas, lampiñas, blanduchas y siempre mojadas; recordé su repugnancia al jabón, el tufo que siempre lo envolvía, sus poses de condescendiente superioridad, y sentí por él algo que se parecía al odio.


(Maternidad, s/d. Angelina Beloff. Grabado en madera / papel)


Por fin llegó un telegrama, pero no provenía de Rivera, sino de la Secretaría de Guerra y autorizaba mi regreso a México, que yo había solicitado tiempo atrás. Cuando Angeline supo que yo también dejaba París, me pidió que la llevara a su patria, que era la de Diego.


Sin poderla apartar de mis brazos, pues era como un ser desvalido que se aferra a lo último que puede salvarla, en vano le hacía yo promesas. Mira Angeline, óyeme, escúchame, por favor. Trataba de hacerle comprender que en México yo le exigiría a Diego, hasta a golpes, si era necesario, que le enviara el dinero suficiente para que ella pudiera reunirse con el pintor cuanto antes. Pero la bella mujer nacida en Tsaritsin sólo tenía en los labios las mismas palabras: ¡Llévame a mi patria, mi patria verdadera!

La crisis duró horas. No recuerdo cómo terminó. Sólo tengo presente que ya en la madrugada caminábamos ella y yo por las calles en penumbra y hacíamos recuerdos de Diego. Había llovido y el fresco nos obligó a levantarnos los cuellos de los abrigos. La visita de Ilya Ehrenburg al departamento de rue de Saix, cuando el escritor ruso trabajaba en su Julio Jurenito, basado precisamente en las mentiras de Rivera, nos divirtió un buen trecho.


Ella era como los niños que han asimilado una paliza y poco a poco retornan a la alegría de su mundo, entre suspiros y lágrimas. Yo la miré a los ojos: aún húmedos, brillaban como las hojas de los árboles.

Del brazo, sin cesar de hablar de Diego, contemplamos el amanecer en plena calle. Poco después reverberaban los adoquines, las fachadas de las casas, los monumentos. El Sena se acoplaba al despertar del día y era el correr de sus aguas un canto en voz baja.


Cuando nos despedimos, el sol daba de lleno en el rostro de Angeline.


-¿Te das cuenta –le dije- que tus cabellos rubios tienen el color de los girasoles de Van Gogh?


Ella se alejó llorando”.


(Tomado de: Julio Scherer García – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F. 1974)


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