Don Santiago Vidaurri se hallaba en su casa, que también era el palacio del Estado de Nuevo León y Coahuila, que por cierto le pareció al matrimonio un caserón sin el decoro y la importancia que hacían presagiar su nombre. Don Santiago se hallaba sentado en un sillón de cuero que no pecaba de limpio ni de nuevo; un butaque como se decía entonces.
Se puso en pie al ver a las visitas y éstas pudieron contemplar a sus anchas aquel cuerpazo que parecía los de esos cirqueros que suelen treparse en los hombros de otros para simular gigantes. Era cargado de hombros, de talle corto, de piernas larguísimas y de brazos de mono. Vestía pantalón y chaqueta de buen trigo negro, llevaba el chaleco desabrochado y usaba zapatones de gamuza negruzca sujetos con correhuelas, dejando ver los calcetines enormes y bastos, aunque limpios, y las pantorrillas flacas, semejantes a uno de esos palos que ahora usan para jugar no sé qué juego americano. La piel de la cara era amarillenta, la nariz grande y mal hecha, la frente calva y con una furia de pelo que te bajaba desde el occipucio, la barbilla menguada y tirando a separse del resto de la cara, las orejas grandes, la voz bronca y sin inflexiones.
Luego que las visitas se instalaron en sendos sillones de vaqueta don Santiago se restituyó a su butaque, no sin pedir permiso a los recién llegados para acabar de firmar.
-Es cosa de un instante; no me tardo nadita; ahora verán ustedes.
Y cruzó la pierna izquierda sobre la derecha, le dio dos vueltas alrededor de la espinilla, se colocó los papeles en el muslo y siguió firmando las cartas que le presentaba un escribiente mientras otro las retiraba y vertía arenilla sobre el charco de tinta negrísima, del más puro huizache, que habían dejado la cursiva con que don Santiago ponía su nombre y la engarabitaba rúbrica con que la remataba.
Sacó el general un pañuelo de olancillo, grandote y teñido de azul, se sonó a dos manos y cogiendo una gorra que yacía sobre la silla inmediata llamó con dos palmadas. Una mujer insignificante apareció en la puerta y saludó de mala gana a las visitas.
-Juana, hija, di que me traigan el chocolate; ya tengo en el estómago tanto agujero así -y señaló un círculo del tamaño de un asiento de silla.
-Dispénsenme; en este momento soy con ustedes -dijo mientras la criada llevaba un diminuto pocillo de chocolate con su correspondiente escolta de panes de manteca...
-¿Ustedes gustan? Los viejos tenemos estas servidumbres, ¿verdad? -y sopesó con un bizcocho el negro Caracas, coronado con un copetito de irisada espuma.
-Conque usted es hija de mi querido amigo don Canuto Delgado, y el señor, a lo que parece, yerno del dicho amigo... Bien, bien.
Se enjugó la jeta pelona y huérfana de barbas con la servil levita atestada de embutidos y relindos y lanzó un regüeldo que inútilmente trató de sofocar con el trapo...
-Por aquí – le dijo a la muchacha, que conducía tintineando un vaso lleno de agua limpísima y un botellón de barro poroso.
Bebió el agua del vaso, acercó éste para que le echaran del cangilón, y poniendo la mano como abanico lanzó otro eructo más ruidoso que el primero. Luego extendió las piernas cuan largas eran, se caló la gorra, y conservando tras de la oreja derecha la pluma de barbas azules, tiró de una hoja de maíz que se asomaba por el intersticio de la gorra y la frente, cogió tabaco de la tagarna, sacó yesca y eslabón y con el cigarrote entre los labios interrogó a los sujetos que estaban de visita:
-Conque vienen de Saltillo, ¿eh? Y qué tal, ¿cómo se portan los saltilleros? Yo he querido ir a ver a don Benito, he querido ir a verle; pero en éstas y en las otras se me ha ido pasando…
Dió un chupote al cigarro y continuó viendo ascender el humo por la espesa atmósfera del cuarto.
-Me dice aquí el licenciado que está resuelto a separarse del Gobierno y que ya no aguanta aquello; es natural, una persona de verguenza… yo soy liberal, soy La espada del Congreso, como me llamó El Nigromante, y la verdad es que se lo he demostrado al país.
Cuando todo estaba perdido, de esta tierra salieron los que le dieron el golpe a la reacción: Zaragoza, Zuazua y Quiroga estuvieron criados a mis pechos, y Escobedo, Treviño y Aramberri son como mis hijos; a todos los he mantenido a mis órdenes… bueno, pues tiene usted que yo estoy resuelto a que ésta palomilla que ha sacado de México don Benito no nos caiga aquí para arruinarnos… porque, ¿qué quiere usted? A mí mi trabajo me ha costado mantener esto en paz, y hasta ahora, gracias a Dios, en tan linda hora lo diga, vamos bien hasta donde es posible… yo no digo nada del Presidente; sera un ángel, tendrá rositas; pero trae una percha de malosos que da horror. Nada menos vienen con él unos cubanos, unos tales Quesadas, que son como las tres de la tarde. Ya, ya empezaron por aquí y francamente creo que no volverán a meterse en otra… en el rancho del Borrego quedó muerto un pelado llamado Villanueva, Francisco Villanueva, coronel y diz que gobernador de San Luis; yo no sé nada; no sé sino que mi compadre Santos Pinilla supo que venían echando el gato a retozar y les dio una zacateada como era su deber; a mí me avisó todo cuando ya estaba hecho, y cuando las cosas están así, ya ni llorar es bueno… y la verdad es que si no se aplican esos remedies todo se lo lleva Cristo: de la hacienda del Potosí se sacaron los mañosos una barbaridad de yeguas, y a la de Raíces llegó un coronel, Adolfo Garza , y cargó con no sé cuántas bestias… figúrese no más; haberme costado tantísimo fundar el orden y la paz, que son los bienes que la divina Providencia nos ha concedido guarder por una especial distinción, y ahora exponernos a perderles… es cuanto se pueda ver… y lo que es mientras yo viva no ha de suceder que caigan sobre nosotros los hambreados de México, toda esa gentuza que con una mano atrás y otra delante viene a ver qué pepena, a ver qué se lleva… ¿No le parece, que hago bien?
-¿De manera, señor general, que usted piensa someterse a la intervención? –dijo María como queriendo sondear al viejo marrullero.
Vidaurri dió un chupetón al cigarro, sumió aún más las mejillas, echo humo por la boca y narices, quitó la ceniza con el dedo meñique, se repatingó en el asiento y dijo con socarronería:
-Eso, mi señora doña María, eso es mucho cuento. Aquí necesitamos la adopción de un pensamiento salvador, otros hombres y otras obras… si Juárez no se empeña en quitarle al Estado sus recursos, si no trata de arruinar a estos pueblos, que bastante sufren ya con la sequía, yo me pondré de su parte, pero en otro caso, ¡caramba!, puede creerme que… yo no sé, no sé qué hacer ni cómo averiguármelas.
-¿Y lo sabe don Benito?
-A don Benito ya se lo he dicho y puedo decírselo a usted, porque no es un secreto: anda ya de estampa en los papeles públicos. Si el Gobierno despide a su camarilla, todo está listo; si la conserva, no hay arreglo ni hay nada… ¿Qué quiere usted? Yo soy fronterizo y me pongo nervioso al ver que vienen los pisaverdes de la calle de Plateros a comerse lo que nosotros hemos ahorrado con tantísimo trabajo… pero que vengan, que vengan; ya sabré responderles como se lo merezcan.
-Entonces usted está contra Juárez –aventuró Brambila.
-¡Ave María Purísima…, sin pecado concebida! ¡Cómo había de estar contra don Benito! Es el Presidente legítimo y ya usted sabe que yo soy muy liberal: la espada del Congreso me llamó Nacho Ramírez, El Nigromante, ya le conoce… bueno, pues quien manda manda y cartucheras al canon, quepan o no quepan, ¿no le parece? Yo a don Benito le creo impecable, y por cierto que no todos tienen de él esa opinión…
-De modo que usted es juarista.
-Juarista soy, señora mía; pero eso no quiere decir que quiera hacer ronda con los tulices que acompañan al don Benito… Trae a un tal Quesadas, ése el cubano, el mismo de que le hablaba, que es más ladrón que las ardillas, y al tal Lerdo, que es un tinterillo más canalla… En fin, que no sé.
-Los franceses vienen dando garantías, tratan bien a las poblaciones, implantan Gobiernos duraderos y llaman a su lado a los hombres honrados en cada localidad. ¿Se inclinaría usted a los franceses?
-Hija mía; ¿pero qué voy a saber? Ya le he dicho que soy muy liberal, muy demócrata. Bueno; pues si el pueblo quiere defenderse yo me pongo a su frente y puede contar con que no queda un francés para remedio. Pero si el pueblo tiene ganas de franceses, pues no hay mas que hacerle su santísimo gusto, no hay más que darle francesitos hasta hartarle… Al enfermo, lo que pida.
-¿Y qué le parece a usted de la idea de mi padre de marcharse a la capital?
-Hija –respondió el Viejo echando yescas y guardando debajo de la camisa la bolsa con las herramientas-, hija, en eso no es posible dar consejos; su corazón, su carpintero.
-Pero ¿usted qué haría en su lugar?
-¡Ay, mi señora doña María! ¡Qué difícil es ponerse uno en el pellejo del otro!... Pero, en fin, yo haría esto que no me compromete a nada: me largaba a México, seguía diciendo que era muy liberal y muy republican, y no aceptaba ningún destino del Imperio mientras no tuviera seguridad de que aquello estaba más firme que las quijadas de arriba, y a vivir… ¿Que triunfaban los intervencionistas? Pues yo me conservaría en mi apartamiento, con la seguridad de que me guardarían mis frijoles los tales; a nadie se mima más que a un enemigo… ¿Que triunfaban los republicanos? –lo cual pongo más en duda que la venida del Anticristo-. Yo sostenía que estaba en México para servir a la causa y que, no contando con recursos para seguir a don Benito, me iba a la capital a ejercer mi profesión con entera independencia… ¿Qué es su padre de usted? ¿Diputado? Pues de diputados está llena la capital. ¿No se han tapado las narices ministros, generales, adjudicatarios, parientes de Juárez y hasta amigos suyos, uña y carne como quien dice? Si quiere un mal consejo dígale que se vaya, que se marche. Al fin nadie le ha de pedir cuentas, y si se las piden, con no darlas es bastante. Que se vaya por donde se fueron Zarco, Zamacona, Berriozábal, el mundo entero; que no haga el papel de loco buscando lo que no ha perdido. Pero eso, allá él, allá él; yo cumplo con darle mi opinion de amigo. ¿Qué dice?
-Pues digo que cuanto usted nos acaba de comunicar se lo transmitiremos fielmente, y que estoy segura que mi padre lo aceptará al pie de la letra.
-¡Pero, por María Santísima, que no suene mi nombre, que yo no figure en eso! Ni una palabra, señora mía, ni una palabra, pico de cera.
-Pierda cuidado el señor Vidaurri, que en cuanto a secreto…
Y salió el matrimonio del cuarto del gobernador, que con su cigarrote entre los labios y envuelto en su sarape les despidió en la puerta deseándoles muy buen viaje.
El mismo día se restituyeron a Saltillo.
(Tomado de: Victoriano Salado Álvarez – Episodios Nacionales: La Emigración. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan Cuántos…” #471, México, D.F. 1985)
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