Gracias a
nuestro amigo Guillermo Ortiz de Montellano, tenemos algunos datos del
significado de este nombre, que obtuvo consultando sus libros y reflejando con
ello su laboriosidad y amor a los estudios.
Desgraciadamente,
la interpretación que se le puede dar a la palabra Chontalcoatlán es “Lugar en que abundan las serpientes extrañas”.
Esto es contradictorio al jeroglífico contenido en el libro de Peñafiel, que
representa una víbora de cascabel, la cual no pudo ser extraña a nuestros aborígenes.
Otra versión de la palabra “chontali” la da don Marcos F. Becerra, haciéndola
corresponder a “bárbaro”, por una combinación de las voces rústico y tierra. ¿No
podrá esta aglutinación indicar que las víboras de la región guerrerense hayan
sido más venenosas que las de otras partes? Siendo así y siquiera para formar
un equivalente ideológico aceptaremos, sin querer ni imponer la traducción ni
menos alardear de que sea correcta, que la mejor acepción de esta palabra es “Lugar donde abundan las víboras más venenosas”.
Pero pasando
del significado de la palabra al lugar de ensueño, ubicado debajo de las
mundialmente famosas Grutas de Cacahuamilpa, resulta simbólico al descender
hacia el lecho del río subterráneo de Chontalcoatlán encontrar un magnífico ejemplar
de serpiente de cascabel, que afortunadamente es una llamada de atención para
no perder la infinidad de detalles que sin duda habremos de encontrar
posteriormente. Este incidente es como la chispa que enciende la linterna de
nuestra imaginación que insospechadamente creemos tendrá durante todo el
recorrido bajo la superficie terrestre, alimentos abundantes y variadísimos.
¿Qué
diferencia puede haber, se preguntarán algunos, entre ir por caminos
desconocidos en una noche oscura, a recorrer el túnel amplísimo donde con
curiosidad bulliciosa se internan las aguas un río? ¿No será semejante a seguir
las márgenes de la corriente en medio de absoluta ausencia de luz? No. Inmediatamente
que penetramos bajo tierra sentimos la corriente de aire encajonado con olor
muy distinto al puro y libre que respiramos en nuestras aventuras alpinas. El
rumor del líquido adquiere distintos tonos, ya que cuenta con la resonancia de
las paredes. La ninfa Eco nos acompaña y en más de una ocasión se burla de
nosotros.
La indumentaria
de rigor es la del bañista con el aditamento de la lámpara ajustada a la
cabeza, para tener las manos libres y poder, ya sea nadar o asirse de las
paredes. Aún los más potentes reflectores portátiles dan idea de poco alcance.
Las tinieblas reinan por doquier y alzando la vista extrañamos la inmensidad de
una noche estrellada o los grises matices de las nubes, perceptibles aún
estando la Luna en conjunción. Un haz de luz partiendo del punto superior de
cada uno de nosotros no sirve más que para agigantar espectros originados por
las proyecciones de maravillosas formaciones de estas galerías, que arrojan
nuestras almas a un abismo, desorbitan nuestros ojos que vanamente intentan
penetrar la penumbra, excitan nuestros cerebros y brotan ideas que en ningún
otro lugar hubieran podido surgir.
Caminamos con
el agua a la cintura, agachando la frente para iluminar nuestros pasos, vana
ilusión, ya que el agua saturada de aluvión no es penetrada por los rayos
luminosos y no sabemos si al avanzar quedaremos sin fondo a nuestros pies, lo
que nos obligará a nadar, o si un ascenso del terreno que pisamos disminuirá el
nivel del agua hasta la pantorrilla. ¿Y no es así la vida? Nuestra ridícula
inteligencia cree poder prever los acontecimientos y nos recomienda sigamos tal
dirección, pero uno tras otro dan al traste nuestros planes y nos percatamos de
la incongruencia de lo desconocido. ¡Cuán pobres de espíritu los que tienen la
presunción de poder evitar los momentos trascendentes de la existencia! Nuestro
talento no es más que un charquito de agua putrefacta, agua del río de la vida
que en una creciente inundó una depresión minúscula y que al volver las aguas a
su nivel normal ha quedado aislada, pero ensoberbecida de su origen. Nos
encerramos tras las murallas en lugar de abrir todas nuestras puertas. Tememos
perder lo que creemos tener, sin saber que con certeza recibiremos
infinitamente más de lo que podemos dar.
Dediquémonos devotamente a nuestras
labores pero permitiendo siempre que las aguas del río infinito renueven
nuestras energías ampliando nuestros alcances con los mensajes que ellas traen
y así no caeremos en el error de estrechar cada vez más nuestros panoramas.
Y si aunque
el lecho del río variara de profundidad manteniéndose las aguas a igual nivel,
nosotros lográramos sostenernos a la misma "línea de flotación”, habríamos
logrado el milagro de la fe, incomprensible para las ciencias, indiferente para
los que ven la superficie de la corriente únicamente pero nunca han caído en
una poza, esto es, para los que no han tenido ante sí una pregunta que
contestar al destino. Pero, tarde o temprano, quien tiene el entusiasmo, el
ansia de conocimiento y de comprensión, caerá en alguna poza y procurará
contestarse preguntas y después él mismo se las hará y sólo encontrará la
respuesta alejándose de la razón y de las ciencias, de la lógica y la llamada
justicia, ensimismándose en la fe que es creer en lo que no se ve ni se palpa,
ni se oye ni se gusta, creer en lo imposible pues no en otra forma logramos
identificarnos con la vida, continua contradicción, cúmulo de sorpresas.
Algún
compañero vislumbra una escalinata que parece llegar hasta besar la bóveda es
la fuente monumental formada por un conjunto admirable de sedimentos que han
adquirido la forma de toneles hacinados, de fuentes de base altísima comparada
con la profundidad de la cavidad que contiene el líquido, apiñadas a tal grado,
que sus partes superiores ya no tienen formas circulares entremezclándose unas
circunferencias con otras y formando la misma variedad de caprichosas figuras
que las que se observan al arrojar varios objetos, uno tras otro, en algún lago
tranquilo y amplio, provocando ondas en la superficie que se entrelazan de mil
maneras. Salimos del lecho del río y empezamos a ascender sobre las paredes del
túnel. Quedamos perplejos las iridiscencias que estas formaciones producen al
recibir la luz de nuestras lámparas dan la impresión de estar en un lugar
incrustado de piedras preciosas semejantes a las que la dulce plática de la
madre crea en nuestras mentes cuando oímos los cuentos de hadas. Los fogonazos
del magnesio, siendo de duración reducidísima, aún sin deslumbrarnos no
permiten formarnos un concepto completo de aquella majestad. Ni las fotos, una
vez reveladas, transmiten fielmente lo que aquello realmente es. Cada uno de
nosotros debe tener una idea distinta, muy personal, de estos lugares, pero
todas sin duda erróneas si pudieran ser comparadas con lo verdadero. Recordamos
a Goethe cuando comparó la arquitectura con música cristalizada. Aquella vasta
pileta debe ser la nota del tambor, esa otra, alta y esbelta, un agudo de la
viola. Catarata musical congelada; arquitectura espontánea, sin intromisión
humana, millares de ideas embrionarias; éxtasis. Abajo suena el río
transmitiendo siempre la idea de “adelante”, de la prisa, del ansia de llegar.
¿Llegar a dónde?
Hacemos un
descanso y apagamos todas las luces. Atraen nuestra curiosidad unos puntos
luminosos de color azul zafiro. Son luciérnagas, gusanitos arrastrados a la
profundidad de estas grutas de donde nunca posiblemente podrán salir.
Peregrinos perdidos en la inmensidad de esta noche que es siempre y que no sabe
de auroras ni crepúsculos. En obscuras noches se gestan los días luminosos.
Obscuridad
donde se antoja vagar sin rumbo ni objeto, confiando en que alguien guíe
nuestros pasos. Pero somos tan pueriles que, al querer alcanzar una de esas
minúsculas fosforescentes criaturas, sin preocuparnos de alumbrar nuestra
trayectoria, recibimos un golpe seco con alguna roca cuya lengua colgante pasó desapercibida
a nuestra memoria. El golpe nos resta orgullo, nos muestra insignificancia y
aunque obstaculizó nuestro intento, nos hizo adelantar en el camino de la luz
espiritual, como debe haberle sucedido a Job quien, no obstante lo que en
contrario dice la Biblia, debió creer más ne Dios, por razón humana, cuando fue
sujeto a más pruebas que antes. ¡Quién vive en la abundancia, tiende a olvidar
los problemas primeros!
Un compañero
pregunta la hora. ¿Qué significado tienen aquí las horas? ¿Qué significado
tienen las distancias si ni aun poniendo las propias manos casi tocando
nuestras narices podemos verlas? ¿Qué significado tiene nuestro deseo de
recorrer el Chontalcoatlán en este momento y en este lugar? Ninguno. Si
desmenuzáramos nuestras vidas en una infinidad de segundos, veríamos lo poco
importante que es cada uno y toda ella, máxime que ella no es más que un
segundo comparada con el infinito. ¿No es pues conveniente dejar de
preocuparnos de nuestras tristezas y contratiempo intentando adivinar los campos
que nuestra vista alcanzan?
Se pueden
acercar las paredes laterales del conducto subterráneo y nosotros nadaremos. Se
pueden anteponer rápidos que intenten estrellarnos contra las rocas. Los golpes
y las heridas no deben distraernos. Vamos ávidos buscando los horizontes
infinitos pero viendo lo infinito en todo lo que nos rodea. Nuestra posición,
después de todo, es un horizonte infinito para los que vienen muy atrás y
siempre seguiremos a otros y otros nos seguirán a nosotros. Somos como las
aguas de los ríos, que no tienen principio ni fin.
Los
maravillosos encajes que forman estalactitas y estalagmitas en continua
vertical, alcanzan en algunos lugares tales dimensiones que más asemejan
laberintos encantados que al golpe de un codo o una mochila dejan escapar notas
graves y sordas. Las que penden de las bóvedas que a veces tienen alturas hasta
de sesenta o setenta metros, dan la impresión de enormes candelabros que faltos
de luz quisieran irradiarla. Las estalagmitas desean alcanzar a sus hermanas las
estalagmitas pero tienen que esperar pacientemente la caída de millones de
gotas que contengan el material que ha de solidificarse, de acuerdo con ciertos
procesos físicos para elevarse unos cuantos centímetros más. Están ya a punto
de tocarse algunas y sus nudosos cuerpos dan muestra de las dificultades que
han tenido. Otras, aparentemente de distinta familia, parecen hojas de plantas
gigantescas que buscaran inútilmente al Sol del que sólo han oído hablar. En su
afán, cada una de ellas toma distinta posición según la roseta de los vientos.
Ruidos
extraños se oyen en dirección de donde tenemos enfocada la vista e imaginación.
Una oleada de tenue luz nos viene al encuentro. Las chachalacas que habitan en
la salida de las grutas son las que motivan el alboroto. Poco a poco vamos
olvidando que llevamos linternas en las cabezas. Vamos dejando atrás la noche.
Ha llegado nuestra aurora. Se va haciendo, no de un golpe sino poco a poco, la
luz. Volvemos a la vida física. Volvemos a donde la criatura humana. Salimos
del infierno de los aztecas: la negra oscuridad.
Ya afuera, ni
aún los rayos esplendorosos del Sol logran penetrar el agua para permitirnos
ver los obstáculos que existen en el fondo del río. Las aguas turbulentas están
demasiado llenas de cuerpos en suspensión para ser claras. Más adelante, mucho
más adelante esas mismas aguas serán tranquilas y transparentes. Se habrán
despojado de todas las partículas de tierra y el lecho del río podrá ver al Sol
y el Sol podrá regocijarlo y nosotros podremos ver a dónde poner los pies pero
al saberlo yo no veremos dónde pisamos.
Las revueltas
aguas de nuestra juventud tampoco son cristalinas pero a medida que nos
acercamos al misterio, al tranquilizarnos, se van aclarando. Pero ni aún
entonces podrán dar imágenes exactas por los fenómenos de refracción. Posiblemente cuando se evaporen, posiblemente.
¿Y si no? Posiblemente después, posiblemente.
De improviso
las aguas se tornan más turbias. Es que se han unido en un solo cauce las del
Chontalcoatlán y las de su gemelo el San Gerónimo, estas últimas siempre han
sido más frías y también más oscuras, llegando a tonos chocolatosos.
El recorrido
del San Jerónimo es mucho más largo, no tiene el entreacto de “Agua Brava” que
es un respiro psicológico. Desde que penetramos por el callejón extraordinario
de cortinajes pétreos que parece la antesala del infierno, nos vemos obligados
a luchar tenazmente, venciendo sitios como el bautizado “El Pongo” en recuerdo
de la novela “La Vorágine” de Rivera. La fuente monumental aunque menos
espectacular que la del chontal, implica encaramamientos de unos sobre los
hombros de los otros, y los rápidos son más numerosos y veloces.
Naufragan
nuestras esperanzas de llegar alguna vez a caminar sobre aguas transparentes.
Nuestras vidas también se verán enturbiadas con el vómito intempestivo de
elementos cargados de opacidad y no posiblemente sino probablemente, nunca
abandonemos este camino fangoso donde bajo la corriente presurosa nuestras
piernas luchan por dar lentos, inseguros, tambaleantes pasos, no siempre hacia
adelante.
(Tomado de: Luis
Felipe Palafox – Horizontes Mexicanos. Editorial Orión, México, D.F., 1968)
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