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miércoles, 2 de diciembre de 2020

Caracteres del barroco mexicano


CARACTERES DEL BARROCO MEXICANO

Hay ciertos caracteres que dan personalidad al barroco novohispano, tanto en la composición de los edificios cuanto en el aspecto formal. Los más notorios son los siguientes:
Las plantas son de gran sobriedad y muy pocas veces se expresa en ellas la movilidad del estilo. Por lo contrario, casi siempre muestran un absoluto estatismo en la arquitectura religiosa igual que en la civil.

(Planta de cruz latina. Fuente: WEB)
En las iglesias hay una marcada predilección por la forma de cruz latina, que se convierte en típica de las parroquias y de los templos de los conventos de frailes, o de una sola nave sin crucero, que se emplea en la solución de las iglesias de monjas. En la arquitectura civil, los planos cuadrangulares, resueltos alrededor de patios, y obligados a su forma por la composición urbanística, son los más comunes.

(Patio colonial típico. Fuente: WEB)
Dos elementos destacan en los edificios religiosos: la cúpula y la torre. Ambos, y principalmente la cúpula, definen su perfil, al grado de que se puede, sin temor a exagerar, decir que no hay dentro del arte barroco otro país en que se dé mayor importancia a este elemento. El tipo básico es la cúpula sobre tambor octagonal, rematada por una linternilla, como en Santa Prisca de Taxco; pero hay multitud de variantes, haciendo cilíndrico el primero de ellos para que quede simulado por las ventanas (El Sagrario, México), o haciendo gajos en el casquete, como sucede en Regina (en la ciudad de México, también).
(Cúpula del templo de Santa Prisca, Taxco, Gro. Fuente: WEB)

La torre o las torres son de importancia semejante a la de la cúpula. Suelen ser bastante elevadas, en contraste con la horizontalidad de las masas de la iglesia, excepto en los lugares altamente sísmicos, como en Oaxaca, cuya catedral presenta torres que apenas destacan en la masa del edificio.

(José María Velasco: Catedral de Oaxaca)
Se componen de un cubo y, sobre él, varios cuerpos en los que se colocan las campanas. Dominando el remate, hay una pequeña cúpula con su correspondiente linternilla. El cubo casi siempre es liso, y su apariencia es la misma del cuerpo de la iglesia (Catedral de Puebla), pero a veces se refuerza su expresión mediante elementos decorativos, como las cadenas almohadillas en las esquinas (La Santísima, ciudad de México), o los almohadillados cubren todo el cubo (Tepotzotlán, Estado de México), valorizando la superficie, como también sucede en San Hipólito, ciudad de México; en este caso, por medio de ajaracas de argamasa. En Ocotlán, Tlaxcala, el recubrimiento y los cilindros que se adosan al cubo le dan un aspecto peculiar.
(Templo de la Santísima Trinidad, ciudad de México)

(Basílica de Ocotlán, Tlaxcala)
Los cuerpos de campanas colocados sobre el cubo pueden ser en número variable. Su forma también varía, ya que los hay de planta cuadrangular como los de la Concepción en la ciudad de México, y octagonal (Regina, ciudad de México, las del Carmen de San Ángel, Balbanera y Encarnación), son ejemplos típicos.
Dentro del aspecto formal, merece citarse en primer término la importancia que se da a la decoración de los enmarcamientos de los vanos, lugares en que se manifiesta principalmente. A reserva de desarrollar, poco más adelante, con mayor amplitud este tema, ejemplificaremos aquí la concentración exterior de los decorados con la portada de Santa Clara de Querétaro y las ventanas de la Valenciana en Guanajuato.
En el interior, el afán por la ornamentación adquiere aún mayor importancia. Los retablos, y hasta la totalidad de los paramentos de los muros, reciben a veces, como sucede en Puebla, Tlaxcala y Oaxaca, decoraciones en yeso que se pueden considerar típicas del barroco mexicano de los últimos años del siglo XVII y primeros del XVIII. La Capilla del Rosario, de Puebla, y el Camerín de Ocotlán, en Tlaxcala, ejemplifican de manera admirable este tipo de decoración.
(Capilla del Rosario, Puebla, Pue.)
Los retablos llegan a cubrir, en otras ocasiones, el interior en su totalidad, creando impresiones visuales de carácter pictórico; Tepotzotlán, Estado de México, es uno de los ejemplos más destacados de esta abundancia de retablos.

(Retablo mayor, Tepotzotlán, eso. de México)
Toda esta ornamentación, tanto exterior como interior, tiene un carácter atectónico, es decir, no forma parte de la estructura. Son elementos que se sobreponen a lo constructivo, que es muy simple, y por eso mismo permiten que una misma estructura pueda recibir distintas vestiduras, en las que se manifiesta el gusto por lo decorativo, tanto indígena como español.

(Tomado de: Piña Dreinhofer, Agustín - Arquitectura Barroca. Material de Lectura, Serie Las Artes en México, #4. Prólogo del arquitecto Manuel Sánchez Santoveña. Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, s/f)

miércoles, 6 de febrero de 2019

La Parroquia de Santa Prisca


El corazón de Tasco, el centro de su vida espiritual, el monumento que desde cualquier sitio se ve, es la parroquia de Santa Prisca. Edificada en cantera traída del monte del Huisteco, goza en dominar sus contornos, goza en entregarse cuando se mira desde las alturas circunvecinas. Su perfil desgarrado, su cúpula de azul espejeante, su color rosado sobre el cielo ultramar, sus torres rojas al crepúsculo, despiertan una emoción que difícilmente puede olvidarse. Todo Tasco está en ella y ella se difunde como fuerza magnética sobre su ciudad: es su orgullo y su amparo.

La antigua Parroquia de Tasco era un templo pobrísimo. Su techo de tejamaniles era reparado todos los años sin que los diluviales aguaceros tuvieran para él pizca de respeto. Su torre única, pobre de campanas, conmovía apenas a la estatua de piedra de Santa Prisca que existía en la fachada. Pero llega don José de la Borda a Tasco, pasa algún tiempo allí con su hermano don Francisco que trabajaba, años hacía, en las minas de San Ignacio y la Lajuela; se casa allí con doña Teresa Verdugo, hija de un prohombre tasqueño, el capitán don Francisco de igual apellido; va en busca de suerte propia; ya picado del gusano de la minería, a Tlalpujahua; hace allí fortuna, regresa a Tasco, muerto quizás su hermano, a trabajar las minas que éste dejara; llégale la bonanza estupenda de la veta de San Ignacio y entonces reconstruye de su propio caudal, con esplendor inusitado, la parroquia de Santa Prisca. El arzobispo de México, Rubio y Salinas, le concedió licencia para la obra en día 23 de febrero de 1751. Borda hizo esculpir el escudo del prelado sobre la fachada del templo, simétricamente con el escudo real de España que después de la Independencia fue sustituido por una tosca águila con nopal y serpiente. Conócese la licencia dada por el Virrey a solicitud de Borda en 12 de febrero de 1751. Borda puso dos condiciones para hacer el templo a su costo: que nadie, fuese sacerdote o seglar, se entrometiera en la obra, ni pudiese manejar los fondos a ella destinados, sino él. Por eso el templo salió tan homogéneo: sigue una sola idea, una sola cabeza es la que manda, un solo gusto es el que preside a la fábrica.

El templo fue dedicado durante los días 11 y 12 de marzo de 1759. Está bajo la advocación de Santa Prisca y se gastó en su edificación, sin contar la cal, el material de las bóvedas, el fierro, la jarcia, las alfombras, la plata, los ornamentos y los vasos sagrados, la cantidad de 471,572 pesos, 5 y medio reales.

Su atrio se halla limitado por dos monumentos: uno esbelto que tiene la estatua de San Miguel, en piedra, y otro una cruz esquinada en un ángulo de 45 grados. Son los dos de una elegancia, de una finura delicadísima. Como la calle del Arco, que arranca del ángulo del atrio donde se halla la cruz, baja aguda pendiente, éste está limitado y sostenido por bello muro de curvas entrantes y salientes, rematadas éstas por macetones esculpidos en piedra con estípites en forma de flámulas.


La fachada nos muestra un bello ordenamiento barroco. Su locura es moderada; goza en sus partes bien compuestas, en su técnica ceñida. La fantasía dieciochesca ha encontrado frenos en el buen gusto, en la ponderación, en la cultura de quien dirigía la obra. Los alardes, los excesos, los derroches, se quedan en los retablos del interior; aquí estamos trabajando en cantera, en esta bella cantera teñida de rosa, con una tierra traída del Huisteco. Dividida en dos cuerpos, y un remate, la encuadran columnas geminadas; lisas las bajas, salomónicas las superiores. Sobre la puerta el escudo pontificio finamente esculpido como obra de un platero colonial, y arriba un gran medallón ovalado con un relieve que representa el bautismo de Cristo. El remate con una ventana coronada por una concha y los escudos a los lados, sobre la fachada; el reloj, con la Virgen y dos Evangelistas, parece un gran reloj de chimenea, hecho en bronce dorado o en mayólica policroma.

Sobre la bóveda admiramos los bellos remates que coronan los muros del templo; tienen carácter de tallas en madera, como los ornatos del monumento a la cruz, y los jarrones del muro, en el atrio. Y, a la vez, cierta influencia oriental, originada, sin duda, por los objetos que la Nao de China desembarcaba en Acapulco y pasaban por aquí para la capital del virreinato. En los ángulos de la estructura que sostiene el tambor de la cúpula, cuatro grandes ornatos piramidales, como pies de cirial, insisten en esa técnica y, si os fijáis bien, veréis que los remates de las torres tienen la misma original forma: por eso se ven distintas de cuanta torre colonial existe.

Por la silueta desgarrada en esculturas y ornatos, las torres oscilan si se las ve desde lejos: parecen dos temblorosas concreciones en piedra. El ojo goza siguiendo los detalles de su ornato, la filigrana de sus pilastras. Los campaniles inferiores descansan sobre ménsulas formadas por grandes máscaras; unas grotescas, trágicas otras.

La cúpula se halla cubierta de bellos azulejos. ¿De dónde traerían estos azulejos? ¿Serían hechos aquí? Porque son diversos de cuanto azulejo existe, sobre todo los azules, de color diverso del de los típicos poblanos. Vecina del cielo, fue como una semiesfera concéntrica del empíreo y atesoró bajo ella maravillas.
Podéis penetrar conmigo al interior del templo. Los retablos deslumbran en una tempestad de oro fino. Serenad vuestra vista y vaya vuestra vista recorriendo con inefable deleite. Se recreará en los huecos de las entrecalles, se hundirá hasta perderse en los vericuetos de las volutas; se sentirá satisfecha sobre los repisones y las ménsulas; se verá acogida en lo hondo de los nichos.

Quien os diga simplemente que estos retablos son modelos de retablos churriguerescos –si en lo churrigueresco puede haber modelos- ¡qué lejos de definirlos queda! La fantasía humana, llevada al paroxismo; el arte, tocado de sobrehumano delirio; la piedad exaltada a lo sublime; la magnitud dando corazón al oro; la magnificencia desbordándose en chorros, han realizado la unión grandiosa que produjo esta máxima obra de arte. Leed, si podéis, cada una de estas creaciones, porque todas tienen su personalidad, y ved cuán pequeña resulta una sola palabra, de clasificación, para encerrar estas maravillas.

Si sois atentos, observaréis un detalle interesante: la obsesión de la concha, no sólo como pretexto ornamental sino considerada como parte importante en la concepción de los retablos: en el lugar más conspicuo, en la parte más solemne, coronando un frontón roto o en el sitio álgido de una concha. En el exterior del templo abundan también las conchas: no cabe duda, Borda tenía la obsesión de la concha.

El púlpito y los ambones de madera fina; un bello tenebrario de intarsia; el órgano, dentro del estilo dominante, bajo estas bóvedas sostenidas por arcos suntuosos que descansan en un cornisamiento esculpido maravillosamente. Y los retablos llenando los huecos de los arcos: he aquí el interior del más bello templo de la República.

Aún debéis ver la Sacristía, digna del resto, con una estupenda mesa y tres sillones tallados, de la misma obra que el púlpito, y pinturas de Miguel Cabrera, a quien perdonamos su mediocridad en gracia a la armonía del sitio.

Si pudierais ver el tesoro, admiraríais algunas custodias de plata dorada, un bellísimo cáliz de plata cincelada y un cofrecillo de plata repujada, de principios del siglo XIX, que es una maravilla.

En una estancia que sirvió de Sala Capitular se guardan los retratos de personajes de Tasco o que contribuyeron a su mejoramiento; allí está el de los dos Bordas, don José y el doctor; el del papa Benedicto XIV que agregó el templo de Tasco a la lateranense de Roma; el del arzobispo Rubio y Salinas que dio permiso para su construcción; el de Juan Ruiz de Alarcón, apócrifo, colocado allí porque todos los vecinos de Tasco quieren que Alarcón haya nacido allí, aun contra el mismo Alarcón que aseguraba haber nacido en México; el de Becerra Tanco, el de… ;pero asomaos a esta ventana enrejada sobre el admirable paisaje de Tasco… ¿verdad que Tasco, gracias a Borda, no necesita que haya nacido en él ningún Alarcón ni ningún nadie, para ser estupendamente bello?

Salgamos a ver Tasco, sus callecitas empedradas, sus recodos llenos de paz; sobre nosotros queda el templo, corona de Tasco, maravilla del arte virreinal. Y este templo es un homenaje al clero secular, a la autoridad del papa y los obispos; podéis comprobarlo con el hecho de que en sus retablos no hay un solo santo fraile; todos son sacerdotes, obispos o papas. Es un himno entonado por Borda en honor de la clerecía.

(Tomado de: Toussaint, Manuel - Oaxaca y Tasco. Grabados de Francisco Díaz de León. Lecturas mexicanas, primera serie, #80. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1985)