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lunes, 26 de agosto de 2024

Armando Jiménez y la Numerología

 


Numerología


A partir de los albores de la creación, el hombre ha tratado de romper el velo del futuro, queriendo descubrir su destino. De ahí que desde remotas edades prosperaran las artes oscuras de la adivinación, lo mismo en los tiempos bíblicos, poblados de pitonisas y videntes, que en la Grecia civilizadora o en la Roma floreciente, donde arúspices y oráculos predecían acontecimientos y revelaban secretos del más allá. Los quirománticos apelaban a las rayas de las manos; los geománticos veían el porvenir en signos hechos en arena esparcida; los augures obtenían revelaciones en el vuelo de las aves; los astrólogos las leían en el giro de las estrellas; los oniromantas interpretaban los sueños; los pirománticos miraban los destinos humanos danzar en las ondulaciones de las llamas. Hubo un privilegiado que, hace menos de dos siglos, daba a conocer el futuro a la aristocracia francesa, viendo apariciones en el agua. Y, para no ir tan lejos, hace apenas tres décadas, en un lugar del estado de Nuevo León llamado Espinazo, surgió un individuo nombrado Niño Fidencio, quien además de adivinar el porvenir sin ayuda de subterfugios, curaba a la gente, fueran cuales fuesen los achaques, con solo mecerla en un columpio. Y por suerte, contamos en nuestro país desde hace muchos años con otra clase de iluminados a quienes podemos recurrir pagando solamente cincuenta centavos. Ellos han superado a todos sus antecesores extranjeros: auxiliados de un maniquí vestido al modo de las gitanas, proporcionan respuestas exactas a las consultas que por escrito o de palabra formulan, principalmente, "gatitas", "chafiretes", "mecapaleros" y "macheteros" que ansían conocer su fortuna, la cual se entrega redactada con bella letra cursiva, para no dejar asomo de duda de la veracidad del aserto. También tenemos otros, ayudados por un pajarito, con dones de pitonisa, que extrae de entre cientos de papelillos doblados el que contiene impresa la respuesta al interrogante propuesto mentalmente por individuos de esa misma prosapia antes descrita, aunque a veces la pregunta y la contestación hagan recordar el método que para enseñar el idioma inglés seguía aquel lingüista apellidado Ollendorf.

La gente de alcurnia que habita en la Ciudad de México no está en el desamparo, pues disfruta de los servicios de Pedro Rendón, cuyas tarjetas de visita señalan que, además de candidato a la presidencia,


pintor y poeta, es quiromántico y cartomanciano, actividades estas dos últimas que han dado felicidad y prosperidad a miles de personas, sin exceptuar uno solo de los asistentes habituales al Café París.


Pero, por otro lado, la ciencia, en su formidable avance, pretende barrer con todo lo que llama ella imposturas dejando en pie solamente hechos basados en técnicas exactas, como la numerología, que consiste en el estudio de los guarismos.

Por deferencia especial hacia los lectores de esta obra daremos enseguida amplia explicación del significado de las cifras, sin que por ello elevemos el costo del libro, y la cual, aunque no resolverá probablemente la obsesiva idea que todos tenemos de dar con la fortuna cuando compramos un billete de lotería, en cambio nos descubrirá la representación de los números en conversaciones cotidianas. Entremos, pues, en materia:

Hacer del uno equivale a cambiarle agua a las aceitunas, ir a mi arbolito o echar una firma. Hacerse una es confabularse varias personas para obtener alguna ventaja común, y también entregarse placenteramente, en cuerpo y alma, en manos de doña manuelita.

Tocar el dos es una orden de los españoles, equivalente a la nuestra de enviar a alguien a ver si ya puso la puerca, y que no hay que confundirla con hacer del dos, que es, simple y llanamente, tirar la basura, desocupar espacio o leer por abajo. En cambio, ejecutar cierta cosa en un dos por tres representa echársela al plato como de rayo. Y si se dice de alguien que vale una pura y dos con sal es que vale lo que se le unta al queso.

El tres era cabalístico para los habitantes del viejo mundo, como el cuatro y el cinco para los aztecas, y dada la europeización que venimos sufriendo, el número tres ha tomado abundantes representaciones. Así por ejemplo, échame tres es adecuada respuesta que damos a la amenaza preferida por un enemigo nuestro, con lo que queremos indicar que nos eche otros tantos vientos en el gorro en vez de bravatas. Dame las tres es la solicitud que hace una persona a un colega para que le deje aplicar ese número de chupadas de la verde o, para que se me entienda mejor, de la hojita con lumbre, grifa, juanita, malva o mota. Por extensión dicen la misma frase los que no le hacen al refine pero a quiénes les gusta fumar del dátil o Lucky... traigas, que es vicio peor. En la contabilidad de lana, mosca o machacantes, somos en verdad expertos: uno que me debes, uno que me pagas, otro que te apunto, y me debes tres; en la contabilidad de copiosas aplicamos otro teorema: una no es ninguna, dos es media y tres es una, y como una no es ninguna, volvemos a empezar. Y, por cierto, es medida (muy buena medida) para tomadores experimentados, aquello de: ni menos de tres ni más de diez, medida que no desmerece ante esta otra: Una a las doce y doce a la una.

Pero, continuando con el orden numérico que hemos venido siguiendo, y sin aludir a copas, quien asevera que al hilo se echa más de tres es tan hablador como el que se dice padre de más de cuatro. Hace algunos años se reprochaba que hablaba con muchos cuatros al que profería abundantes disparates, ya sea por el uso revesado de las palabras que empleaba o por las groserías que éstas encerraban; de suerte que el cuatro, con tal connotación, viene siendo no el padre putativo del albur, sino su ascendiente más cercano, legítimo y evidente. Poner un cuatro significa tender un ardid. Si después de autorrecetarse usted sus cucharadas puede hacer un cuatro está comprobado plenamente que está en sus cinco.

Para nuestros antepasados el cinco era el ojo del salvo honor; en los tiempos que corren, de constantes devaluaciones, eso mismo, o sea el sunfiate, el anís, el chicloso, el estafiate o la barrera de sonido, es el siete. Y hacerle cinco-cinco a alguien es tanto como hacerle cus-cus. Si oímos que fulano es un ca... marón elevado a la quinta potencia, esa mula es de cuidado. Cuando aseguran de una mujer que es quinto dan a entender que no ha sido tocada ni con el pétalo de una rosa (con razón se afirma que no hay quinto malo) también se dice de ella que no le han tronado el quinto o que tiene ley de cero siete veinte (0.720).

Y la dama que está en las condiciones antes descritas es que no ha perdido los seis fierros o que no le han quitado los seis. Quedarse de a seis significa azorarse o quedarse de a buey. El que en una conversación se quedó de a seis es que estuvo en ascuas por no haber entendido ni madre, como dicen los mal hablados (de los cuales, líbrenos Dios).


Cuando un hombre sale con domingo siete, resultó con una tarugada; si una dama es la que sale con aquello, es algo más que simple tontería. Quien escuche que le llaman hijo de la gran siete, no debe ponerse muy contento: le están echando en cara haber nacido a través de una incubadora de alquiler.

Hacer ochos es ocupar toda la banqueta al caminar, cuando se traen entre pecho y espalda varios pulmones, serpientes, teporochas u otros líquidos de esos que enaltecen el espíritu. Echarse un ocho quiere decir que se ha acertado en algún negocio como cuando en la rayuela cae la moneda en el centro del blanco, en cuyo caso se le anota al jugador ese número de tantos. La frase hacer el ocho tiene dos sentidos, a saber: irse hasta el fondo de una copa de vino, de un recipiente cualquiera de caldo de oso o de un vaso o tarro de cerbatana; el otro significado es acompañar a la flaca, o sea liar el petate, petatearse, entregar el equipo o parar los tenis. Hace tres lustros el precio de cualquier objeto era, precisamente, ocho ochenta.

Las exclamaciones "¡Rediez!" y "¡Coño rediez!" no son superlativas; mejor dicho no están aumentadas por tener antepuesta la partícula re, sino que son así ya por naturaleza. De paso señalaremos que estos hispanismos se emplean en nuestro país solamente por contagio, fuera de obligación, pues contamos con las mexicanísimas expresiones "¡Híjole!", "¡Me lleva la tristeza!" o "¡Me carga la fregada!", bastante más elocuentes y significativas que las antes mencionadas. Y para quiénes tienen manía de ensartar guarismos hasta para desahogar berrinches, dispone nuestro léxico, sin echar mano a extranjerismos, del término "¡Me cago en diez!", que no necesita elogios.

A propósito de superlativos, apuntaremos que si un individuo es excelente en su línea se dice que es un trinchón del once.

Por otra parte, y aunque Pitágoras diga misa, darle a uno las doce es enteramente igual que darle el cuarto.

El trece cuenta para unos como si se le atravesara un gato negro; para otros, como si tocaran el espinazo a un joronche.

Le ponemos las peras a seis, o a catorce y aun a veinticuatro o hasta a veinticinco, a quien nos anda succionando los glóbulos rojos, chupando el hígado o nos está testereando los aguacates. Sinónimos de un catorzal: un freguero y un fregadal.

Calzar del quince significa vivir lejos y en plazuela.

Veinte es el número máximo de recuerdos maternos que las reglas de educación establecen que digamos, como respuesta a uno que nos ha sido hecho. A los canijos les sabemos dar con largueza veinte y raya.

Cuarenta y uno se le llama en México a quien le gusta el arroz con popote; equivale por más señas al cuarenta y siete en Cuba.

El sesenta y nueve, en cambio, no es más que una forma muy natural de darse gusto.

Ser bueno hasta el ochenta era expresión usual hace unos quince años y significaba ser de calidad suprema, tal como era una casa de notas no muy buenas que funcionaba en ese número de las calles de Isabel la católica en la Ciudad de México.

Trescientos y algunos más son los estreñidos o apretados que hay en nuestra metrópoli, según el duque de Otranto, al igual que en New York City hay cuatrocientos, según otro tipo que se llama Cholli Knickerbocker, o algo por ese estilo.

Cuatrocientos, precisamente cuatrocientos, era número hiperbólico o ponderativo de los aztecas para señalar una cantidad de cosas grande pero indefinida. Por ejemplo, del perezoso se decía que le pesaba, que le estorbaba, ese cúmulo de aguacates.

Los extranjeros gozan de ser puntuales para las citas; los mexicanos de llegar a las quinientas.

Seiscientos seis: nombre del remedio que se anunciaba en los mingitorios públicos, antes del descubrimiento de sulfas y penicilinas, para suprimir condecoraciones.

El setecientos setenta y siete identificaba al pobre de Cantinflas cuando representó el papel de jenizaro en la película "El Gendarme Desconocido"; también es el número de placas de su automóvil, matrícula de su avión y nombre de su restaurante, de su rancho y de su yate. Todo lo cual, por supuesto, nada tiene que ver con la designación que, dicen los que han viajado, recibe en Tegucigalpa la zona donde viven y hacen su lucha las damas jubilosas, barrio al que llaman, igualmente el setecientos setenta y siete o los tres sietes.

-¿Mil y mil?

-Huélele la cola al albañil.

Tan terrible ordinariez no cae dentro de los confines de la numerología; sólo es un albur, el primero que aprenden los niños, y el cual se da la mano con los números que designan cada salto, cuando se juega al "burro". Así, pues, desoigamos tan descomedidas palabras y continuemos, beatíficamente, con nuestra ciencia de los guarismos.

¡Cuatro mil para hoy!, dicho con entonación de los billeteros de la lotería, es el mote que se daba hace unos treinta y cinco años a los cuatro ojos, cuatro lámparas, seguetas, burriciegos, poca luz, semáforos, lentejudos o a quienes tienen los hojaldres en vitrina.

Y con el fin de no prolongar interminablemente esta lista informaremos que cuando a una persona le ha invadido el cisco, es que le ha entrado cero o cerote.

Pero antes de terminar señalaremos que hace un cuarto de siglo, para referirse a un bute de cosas o de personas se decían que eran chorrocientos o chorrocientos ventosiete. En los tiempos actuales, si esa cantidad es incontable, se manifiesta, con la palabra, que son un titipuchal, o bien por medio de una seña que se ejecuta poniendo los dedos de las manos hacia arriba, abriéndolos y cerrándolos varias veces. Por cierto que este ademán (que olvidamos incluir en el capítulo precedente) comprende no un significado sino tres: el antes enunciado, de expresar un titipuchal, o sea un resto o un chorro; el equivalente de "Yo puras habas" y el de tener cuscús, argolla, cero o cerote.


¿Alguien no ha comprendido, después de tan prolijas explicaciones, el valor de los guarismos? No debe apenarse, porque esta ciencia de la numerología es en verdad complicada.


(Tomado de: Jiménez, Armando - Picardía mexicana. Numerología. Editorial Diana, S.A. de C.V. México, D. F., 2000)

viernes, 14 de julio de 2023

Armando Jiménez y las ánimas en pena

 


Las ánimas en pena

Todos los pueblos han pasado por una etapa de supersticiones en que la gente cree en la existencia de fantasmas. Pocos países se han liberado totalmente de esas supercherías y México, por desgracia, no está entre ellos. Por desgracia, por una parte, pero por fortuna, por otra, pues estas creencias han dado y siguen dando, motivo a muy interesantes leyendas. La más popular era hasta hace pocos años "la Llorona"; antes fue "el Nahual"; en la actualidad han gozado sucesivamente de renombre distintos entes sobrenaturales, inventados por personas poco respetuosas que, aprovechándose del ascendiente que los espectros ejercen sobre las masas, los han utilizado para propaganda -¡hágame usted favor!- de sorteos de la Lotería Nacional.

A esa desatinada publicidad se debe que muchos creyentes hayan perdido el respeto de que los aparecidos gozaban en épocas idas. En efecto, por los incontables relatos de antaño que González Obregón y de Valle-Arizpe consignan en sus libros, tocante a espantosos seres de ultratumba, hemos de inferir que éstos tendrían asustados a nuestros asombradizos predecesores, en grado tal, que suponemos sería punto menos que desconocido, en aquellas épocas, el estreñimiento. Antes bien, con tantas terríficas brujas y ánimas del purgatorio nuestros infelices abuelos cumplirían esa humilde función fisiológica, sin la cual no hay dicha posible en este mundo, con más frecuencia que la estrictamente requerida.

Pero hagamos a un lado las impúdicas cuestiones escatológicas, que a nada bueno conducen, y continuemos con nuestros fantasmas.

las leyendas coloniales relacionadas con aparecidos son, en la gente de pueblo, continuación de las existentes entre los antiguos mexicanos y, en los habitantes de ciudad, reflejo o reproducción de tradiciones españolas. El mito de la Llorona tiene infinidad de versiones; una la relaciona con pronósticos que anunciaron a los aztecas el arribo de Cortés; otra la encarna en la Malinche; Sahagún la remonta a la tradición de la diosa Cihuacóatl. El propio Sahagún dice que unas estantiguas sin pies ni cabeza, que andaban rodando por el suelo y gimiendo como enfermo asustaban a los medrosos, pero que los indígenas valientes se enfrentaban a esos espíritus malignos y aún salían a su encuentro. Si alguno se topaba con el espectro arremetía y lo sujetaba fuertemente; el ánima le pedía libertad y el indio accedía a condición de que le proporcionara púas de maguey que, según nuestros antepasados, traían fortaleza y valor y hacían cautivar tantos adversarios cuantas espinas diese el aparecido. Otro espectro surgía en los tecorrales, en forma de mujer enana y con andar semejante al de un pato. Otro, con apariencia de calavera, saltaba como bola de hule del juego de pelota; uno más, que parecía difunto, tendido, amortajado, sin embargo se quejaba y gemía. Ellos eran hechura del maligno dios Tezcatlipoca, quien merece un voto de censura de todo buen mexicano por haber dejado transcurrir su vida sin provecho para él ni para la patria; carecía totalmente de sentido comercial: con la habilidad de que disponía habría conseguido en los días que corren cuando menos el cargo de jefe de publicidad de la Lotería Nacional y quién sabe si hasta el de gerente.


Ahora dejemos las cosas de la historia en santa paz e incursionemos en una popular narración, hecha en verso, que trata del espeluznante asunto de fantasmas. ¿Adivina usted, culto lector, cuál es? Claro que sí, ¡cómo no lo va a saber!: es la que escribió Margarito Ledesma, poeta ingenuo, con visión muy estrecha del mundo, dado que sólo en dos ocasiones abandonó Chamacuero, "la bendita tierra que lo vio nacer y donde vio la luz primera"; una para dirigirse a Celaya, con motivo de "un negocio del juzgado" y otra para ir a San Juan de los Lagos, a cumplir una manda por haber salido con bien cuando cayó en las profundidades de un excusado de pozo.

Seguramente que usted, culto lector, pensó en ella porque ha tenido gran divulgación.

Pues bien, esa poesía del genial Margarito no es a la que me refiero; no, sino a otra que aunque poco difundida entre gente refinada, tiene la virtud de ser más conocida en nuestro país que las de sor Juana, López Velarde, Amado Nervo y Antonio Plaza. Miles de hombres del pueblo la recitan de memoria, sin haber visto ni el forro de un ejemplar, y lo que es más, a pesar de que algunos no saben leer.

Está usted enterado, culto lector, que nos referimos a El ánima de Sayula, obra de Teófilo Pedroza cuyo original es punto menos que desconocido. Durante casi 13 lustros se han publicado muchas versiones; el autor del presente libro, por no quedarse atrás, ofrece la suya:


El siguiente cuaderno fue editado en 1947 para conmemorar el cincuentenario de la publicación del poema original.


Composición con grabados de José Guadalupe posada ilustraciones interiores de Alberto Beltrán.


En un caserón ruinoso,

de Sayula en el lugar,

vive Apolonio Aguilar,

trapero de profesión.


Hace tiempo que padece 

hambre voraz y canina 

y por eso está que trina 

contra su suerte fatal.


Cuatro tablas, dos petates,

un bacín roto, de barro, 

cuatro cazuelas y un jarro 

son de su casa el ajuar.


Su mujer y sus hijuelos,

macilentos, muy hambreados,

con semblantes demacrados, 

piden pan con triste voz. 


El pobre trapero esconde 

la cara entre la cobija 

por su suerte tan canija 

que el causa tal dolor. 


Y fijando en su consorte 

la penetrante mirada, 

con voz grave y levantada 

de esta manera le habló:


-Es preciso que ya cese 

esta situación horrible, 

vivir así no es posible,

harto estoy de padecer. 


"Me ocurre feliz idea 

que desde luego te explico; 

esta noche me hago rico 

o perezco en la función. 


"Tú sabes que en esta tierra,

entre la gente de seso, 

se cuenta cierto suceso 

que ha causado sensación. 


"Se dice, pues, que de noche, 

al sonar las doce en punto 

sale a penar un difunto 

por la puerta del panteón.


"Esto lo aseguran todos 

y mi compadre José 

me ha jurado por su fe 

que también al muerto vio. 


"Él afirma que ese muerto 

tiene la plata enterrada 

y busca gente templada 

con quien poderse arreglar. 


"Y que yo, me ha sugerido, 

deponiendo todo miedo, 

acometa con denuedo 

la empresa del fantasmón. 


"Pues bien, me siento con bríos 

para encarármele al diablo 

y ese muerto yo le hablo 

aunque fallezca después.


-Por Dios, mi esposo -le dijo 

su mujer muy afligida-, 

no juegues así la vida, 

deja a los muertos en paz. 


"Por tus hijos, Apolonio, 

no hagas caso a tu compadre 

te lo pido por tu madre, 

olvides esa cuestión.


-Aunque mi compadre tenga 

la mala fama que tiene, 

a mí nadie me detiene 

de hacer lo que quiera yo. 


"Señora: no retrocedo, 

es una cosa resuelta,

si pronto no estoy de vuelta, 

prepara mi funeral.


Exclamó, y con veloz paso,

pálido como un difunto 

salió de su casa al punto,

camino para el panteón. 


Muy lóbrega está la noche,

y al soplo del viento frío 

gimen los sauces del río 

con quejumbroso rumor. 


Camina, pues, atrevido, 

aquel hombre de faz yerta, 

y al fin se ve en la puerta 

del tenebroso panteón 


la silueta del trapero, 

que a la aventura de Dios 

va de la fortuna en pos 

hasta vencer o morir.


Por fin de repente suenan  

doce lentas campanadas,

cuyas notas alargadas 

vibran con sordo rumor.


Cruza la puerta el fantasma, 

mudo, rígido y sombrío, 

llenando de escalofrío 

al que lo mira pasar.


Tiene la cara cubierta 

con negro y tupido velo, 

y arrastrando por el suelo 

lleva un sudario también.


Aguilar, de espanto yerto, 

y erizado su cabello, 

con agitado resuello 

tras el ánima se va.


Haciendo un supremo esfuerzo, 

cual si jugara la vida,

con la voz despavorida 

en esta forma le habló:


-En nombre de Dios te pido 

me digas cómo te llamas,

si penas entre las llamas 

o vives aquí entre nos.


"¿Qué buscas en estos sitios 

donde a los vivos espantas?

Si tienes talegas, ¿cuántas 

me puedes proporcionar?"


-Me llamo Perico Surres 

-dijo el fantasma en secreto-, 

fui en la tierra buen sujeto,

mayate mientras viví.


"El favor que yo te pido 

es un favor muy sencillo: 

que me prestes el anillo 

tras el que ando siempre en pos. 


"Esas talegas soñadas 

aquí las traigo y son dos, 

y dale gracias a Dios 

que las cargo para ti." 


Al escucharlo Apolonio, 

lleva la mano al cuchillo, 

sin desatender su anillo 

que siempre cuidando está.


Al momento huyó el fantasma,

tan rápido como el viento,

tras las tapias del convento,

y allí desapareció.


Mudo de sorpresa queda 

el pobrecito trapero, 

y echando al suelo el sombrero, 

de esta manera exclamó:


-Por vida del Rey Clarión 

y por la madre de Gestas, 

¿qué chingaderas son estas 

las que me pasan a mí?


"Vengo lleno de esperanza 

a buscar aquí la vida, 

y la suerte maldecida 

me depara un lance atroz.


"No tengo yo más alhaja 

que la alhaja del fundillo,

¡y que me la pida un pillo 

que viene del más allá!


"Yo no sé lo que me pasa, 

pues ignoro con quién hablo, 

ese cabrón es el diablo 

o es mi compadre José.


"Esto que a mí me sucede 

es para perder el seso: 

si los muertos piden eso, 

los vivos ¿qué pedirán?"


Así se dijo el trapero

muy pensativo y mohino 

del pueblo tomó el camino 

y en sus calles se perdió.


Y es fama que cuando oía 

hablar del aparecido, 

receloso y precavido 

se ponía la mano atrás.


MORALEJA 

¡Ay!, lector, si alguna noche 

y por artes del demonio 

te vieres como Apolonio, 

en crítica situación,


y tropezares, acaso 

con algún ánima en pena,

aunque te diga que es buena, 

no te descuides lector, 


y para tu garantía 

pon el cuchillo delante 

y sin perder un instante 

repliégate a la pared.



Impreso por tipográfica mercantil, 1947.


(Tomado de: Jiménez, Armando - Picardía mexicana. Las ánimas en pena. Editorial Diana, S.A. de C.V. México, D. F., 2000)

lunes, 29 de mayo de 2023

Armando Jiménez y los desahogos de conciencia

 


DESAHOGOS DE CONCIENCIA

Armando Jiménez

“Aire por detrás, sólo el que sale es bueno”, reza el proverbio mexicano que hace notar lo pernicioso que resulta consentir chiflones por la espalda, en contraposición con otros aires, por demás benignos, de los cuales vamos a tratar, estimados lectores, con la venia de vuestras mercedes.

Si alguien libera los salubres vientos entre un grupo de circunstantes, éstos suelen darle al desaprensivo libertador buenos consejos, como los siguientes: “Cuando comas pinacates, quítales las patas”, o “cuando almuerces zopilote, chíspale las plumas”. No falta, tampoco, quien haga patente un amable elogio a su cocina: “¡Qué bien guisan en tu casa!!, o alguien que salga con preguntas que no vienen al caso como: “¿Qué no traes de pistache?”, o quien presente una oportuna advertencia: “Ya se te soltaron los siete machos”, ni tampoco un pedigüeño que venga con que: “Cuando se te acabe el perfume, regálame el frasquito”.

Pero si el tufo rebasa más allá de los términos que podríamos llamar normales, entonces el desapacible sujeto merece que le digan: “Cuando llegues al camposanto no necesitarás acta de defunción”, o “Si así vas a jieder cuando mueras, van a tener que velarte de cerro a cerro”.

Ahora, que si los benignos aires logran arrancar algún sonido a la trompeta posterior, los testigos auditivos dirigen al desahogado ejecutante locuciones muy variadas; unas formulan buenos deseos: “¡Salud!, venerable anciano” o “Con esa música te entierren”. Otras muestran resignada conformidad: “Así los acostumbro”, u ofrecen espontáneo consejo: “A ese culantro le falta una regadita”, “Esa barrica necesita un tapón de la misma madera” o “Ese jilguerito quiere su platanito”. Otras más, en cambio, constituyen francas provocaciones para iniciar un duelo de albures: ”A flojo nadie me gana”, “Zacualtipán, Estado de Hidalgo”, “Saco y pantalón son prendas de varón”, “Sacudió el pico y siguió volando”, o bien alguna mundana vanidad: “Esa boca me conoce y por eso me saluda”. En temporada de Santa Claus y Reyes Magos es tradición proponer: “Compro la trompetita para ni pelón”. Si entre los circunstantes hay gente culta, cuyos conocimiento hipocráticos desee lucir, externará: “Por la buena voz del paciente se advierte que ya puede comer chile”. Pero si entre ellos hay léperos –que por desgracia nunca faltan en las reuniones-, como algunos del gremio de camioneros, entonces dirán: “Saco, revoloteo y ataco, Tacuba, Azcapotzalco, Santa Anita, Merced e Ixtacalco”.

Hace treinta y tantos años alcanzaron renombre internacional dos anarquistas que en Nueva York fueron electrocutados por atribuírseles un crimen que nadie comprobó. Los nombres de ellos andaban en boca de nuestro pueblo cada vez que alguien roncaba por la retaguardia: “Saco y Vanzetti”; locución que corriendo el tiempo se transformó en “Saco y van siete”.

Durante el gobierno del general Cárdenas, el término de actualidad era: “¡Salud y revolución social!”; antes estuvo de moda decir: “Zacoalco le dijo a botas” o “Sacudo por no barrer”; posteriormente: “No cierres que ahí voy yo” o “No cierres que falta un piano”; “Despierta, pelón, que hay escándalo en tu casa” o bien una frase beisbolística: “¡Estrái guan!” Más adelante la que estuvo en boga fue ésta, pronunciada con un dejo de desengaño: “Eso saco por andar contigo”.

“¡Lástima de ropa!”, se expresa cuando alguien que viste elegantemente tira un trompetazo. De ahí que cierta ocasión en que uno de nuestros ameritados generales encontrándose en una fiesta, soltó un saludable aire, la dama que bailaba con él hizo alto, se desprendió de los brazos del militar y dijo:

-¡Lástima de uniforme!

El general, visiblemente extrañado, toma la parte posterior del pantalón, lo observa y luego pregunta:

-¡Qué!, ¿lo ensucié?

De todas las locuciones anteriores, sin embargo, las que se llevan la palma son las que manifiestan amables galanterías, como: “Esa voz me agrada”, “Dichoso túnel por donde salió ese tren”, “Bien haiga el pito d’esa caldera”. “Afortunado el clavo que ponchó esa llanta”.

A este respecto viene al caso un sucedido que puntualiza cómo, estando en elegante banquete, distribuidos alternadamente los caballeros y las damas, uno de aquéllos no pudo reprimir, en un momento de silencio, que se le escapara un sonoro efluvio. La estirada señora que se encontraba a un lado, en vez de disimular, como don Antonio Carreño hubiera recomendado, volvióse en forma despectiva a ver al causante de su desagrado. Éste, sin perder la serenidad, respondió con una sonrisa y le susurró, en voz muy baja, pero de modo que todos escucharon, una galantería digna de la esplendorosa corte versallesca, de la época de los Luises:

-Si quiere usted, señora, diga que fui yo.

Personas dignas de fe aseguran que tal suceso fue verídico, tanto como el siguiente; pero si algún lector duda de ello, con su pan se lo coma, que nadie está obligado a creer lo que no ha visto: 

En cierta ocasión rodeaban a la soberana de un poderoso país, nuestro representante diplomático y otros caballeros que lucían ostentosas condecoraciones, cuando de pronto aconteció algo...

Mas antes de continuar con el relato, permítaseme que señale, por ser de justicia, que los enviados mexicanos, si bien a veces han adolecido de escasa habilidad política, en cambio no desmerecen ante nadie por lo que respecta a educación y buenas maneras, como es el caso del embajador de nuestra historia.

La reina, según ya explicábamos, se encontraba rodeada de gentiles caballeros y, vayan ustedes a saber por qué, no pudo reprimir una silbante cornetilla; sin embargo no tuvo siquiera oportunidad de disculparse, pues el embajador de Francia se adelantó y dijo: “Pido indulgencia por mi falta incalificable; mas debo confesar que durante la guerra del catorce contraje en trincheras una enfermedad que me produce terribles bochornos como el de este momento.”

Transcurren pocos minutos y la soberana repite el acto. Esta vez se anticipa el delegado de España para solicitar disculpa: “Demando perdón de sus excelencias, pero mi salud se halla sumamente quebrantada; sólo el deber que he protestado cumplir con mi nación me ha hecho acudir a esta agradable tertulia.”

El digno representante mexicano, habiendo escuchado lo anterior -¿creen ustedes que podía ser menos?-, se dirigió a los circunstantes:

-El próximo pedo que se tire la reina corre a cargo, completamente, de la embajada de mi país.


(Tomado de: Jiménez, Armando - Picardía mexicana. Desahogos de conciencia. Editorial Diana, S.A. de C.V. México, D. F., 2000)