Las ánimas en pena
Todos los pueblos han pasado por una etapa de supersticiones en que la gente cree en la existencia de fantasmas. Pocos países se han liberado totalmente de esas supercherías y México, por desgracia, no está entre ellos. Por desgracia, por una parte, pero por fortuna, por otra, pues estas creencias han dado y siguen dando, motivo a muy interesantes leyendas. La más popular era hasta hace pocos años "la Llorona"; antes fue "el Nahual"; en la actualidad han gozado sucesivamente de renombre distintos entes sobrenaturales, inventados por personas poco respetuosas que, aprovechándose del ascendiente que los espectros ejercen sobre las masas, los han utilizado para propaganda -¡hágame usted favor!- de sorteos de la Lotería Nacional.
A esa desatinada publicidad se debe que muchos creyentes hayan perdido el respeto de que los aparecidos gozaban en épocas idas. En efecto, por los incontables relatos de antaño que González Obregón y de Valle-Arizpe consignan en sus libros, tocante a espantosos seres de ultratumba, hemos de inferir que éstos tendrían asustados a nuestros asombradizos predecesores, en grado tal, que suponemos sería punto menos que desconocido, en aquellas épocas, el estreñimiento. Antes bien, con tantas terríficas brujas y ánimas del purgatorio nuestros infelices abuelos cumplirían esa humilde función fisiológica, sin la cual no hay dicha posible en este mundo, con más frecuencia que la estrictamente requerida.
Pero hagamos a un lado las impúdicas cuestiones escatológicas, que a nada bueno conducen, y continuemos con nuestros fantasmas.
las leyendas coloniales relacionadas con aparecidos son, en la gente de pueblo, continuación de las existentes entre los antiguos mexicanos y, en los habitantes de ciudad, reflejo o reproducción de tradiciones españolas. El mito de la Llorona tiene infinidad de versiones; una la relaciona con pronósticos que anunciaron a los aztecas el arribo de Cortés; otra la encarna en la Malinche; Sahagún la remonta a la tradición de la diosa Cihuacóatl. El propio Sahagún dice que unas estantiguas sin pies ni cabeza, que andaban rodando por el suelo y gimiendo como enfermo asustaban a los medrosos, pero que los indígenas valientes se enfrentaban a esos espíritus malignos y aún salían a su encuentro. Si alguno se topaba con el espectro arremetía y lo sujetaba fuertemente; el ánima le pedía libertad y el indio accedía a condición de que le proporcionara púas de maguey que, según nuestros antepasados, traían fortaleza y valor y hacían cautivar tantos adversarios cuantas espinas diese el aparecido. Otro espectro surgía en los tecorrales, en forma de mujer enana y con andar semejante al de un pato. Otro, con apariencia de calavera, saltaba como bola de hule del juego de pelota; uno más, que parecía difunto, tendido, amortajado, sin embargo se quejaba y gemía. Ellos eran hechura del maligno dios Tezcatlipoca, quien merece un voto de censura de todo buen mexicano por haber dejado transcurrir su vida sin provecho para él ni para la patria; carecía totalmente de sentido comercial: con la habilidad de que disponía habría conseguido en los días que corren cuando menos el cargo de jefe de publicidad de la Lotería Nacional y quién sabe si hasta el de gerente.
Ahora dejemos las cosas de la historia en santa paz e incursionemos en una popular narración, hecha en verso, que trata del espeluznante asunto de fantasmas. ¿Adivina usted, culto lector, cuál es? Claro que sí, ¡cómo no lo va a saber!: es la que escribió Margarito Ledesma, poeta ingenuo, con visión muy estrecha del mundo, dado que sólo en dos ocasiones abandonó Chamacuero, "la bendita tierra que lo vio nacer y donde vio la luz primera"; una para dirigirse a Celaya, con motivo de "un negocio del juzgado" y otra para ir a San Juan de los Lagos, a cumplir una manda por haber salido con bien cuando cayó en las profundidades de un excusado de pozo.
Seguramente que usted, culto lector, pensó en ella porque ha tenido gran divulgación.
Pues bien, esa poesía del genial Margarito no es a la que me refiero; no, sino a otra que aunque poco difundida entre gente refinada, tiene la virtud de ser más conocida en nuestro país que las de sor Juana, López Velarde, Amado Nervo y Antonio Plaza. Miles de hombres del pueblo la recitan de memoria, sin haber visto ni el forro de un ejemplar, y lo que es más, a pesar de que algunos no saben leer.
Está usted enterado, culto lector, que nos referimos a El ánima de Sayula, obra de Teófilo Pedroza cuyo original es punto menos que desconocido. Durante casi 13 lustros se han publicado muchas versiones; el autor del presente libro, por no quedarse atrás, ofrece la suya:
El siguiente cuaderno fue editado en 1947 para conmemorar el cincuentenario de la publicación del poema original.
Composición con grabados de José Guadalupe posada ilustraciones interiores de Alberto Beltrán.
En un caserón ruinoso,
de Sayula en el lugar,
vive Apolonio Aguilar,
trapero de profesión.
Hace tiempo que padece
hambre voraz y canina
y por eso está que trina
contra su suerte fatal.
Cuatro tablas, dos petates,
un bacín roto, de barro,
cuatro cazuelas y un jarro
son de su casa el ajuar.
Su mujer y sus hijuelos,
macilentos, muy hambreados,
con semblantes demacrados,
piden pan con triste voz.
El pobre trapero esconde
la cara entre la cobija
por su suerte tan canija
que el causa tal dolor.
Y fijando en su consorte
la penetrante mirada,
con voz grave y levantada
de esta manera le habló:
-Es preciso que ya cese
esta situación horrible,
vivir así no es posible,
harto estoy de padecer.
"Me ocurre feliz idea
que desde luego te explico;
esta noche me hago rico
o perezco en la función.
"Tú sabes que en esta tierra,
entre la gente de seso,
se cuenta cierto suceso
que ha causado sensación.
"Se dice, pues, que de noche,
al sonar las doce en punto
sale a penar un difunto
por la puerta del panteón.
"Esto lo aseguran todos
y mi compadre José
me ha jurado por su fe
que también al muerto vio.
"Él afirma que ese muerto
tiene la plata enterrada
y busca gente templada
con quien poderse arreglar.
"Y que yo, me ha sugerido,
deponiendo todo miedo,
acometa con denuedo
la empresa del fantasmón.
"Pues bien, me siento con bríos
para encarármele al diablo
y ese muerto yo le hablo
aunque fallezca después.
-Por Dios, mi esposo -le dijo
su mujer muy afligida-,
no juegues así la vida,
deja a los muertos en paz.
"Por tus hijos, Apolonio,
no hagas caso a tu compadre
te lo pido por tu madre,
olvides esa cuestión.
-Aunque mi compadre tenga
la mala fama que tiene,
a mí nadie me detiene
de hacer lo que quiera yo.
"Señora: no retrocedo,
es una cosa resuelta,
si pronto no estoy de vuelta,
prepara mi funeral.
Exclamó, y con veloz paso,
pálido como un difunto
salió de su casa al punto,
camino para el panteón.
Muy lóbrega está la noche,
y al soplo del viento frío
gimen los sauces del río
con quejumbroso rumor.
Camina, pues, atrevido,
aquel hombre de faz yerta,
y al fin se ve en la puerta
del tenebroso panteón
la silueta del trapero,
que a la aventura de Dios
va de la fortuna en pos
hasta vencer o morir.
Por fin de repente suenan
doce lentas campanadas,
cuyas notas alargadas
vibran con sordo rumor.
Cruza la puerta el fantasma,
mudo, rígido y sombrío,
llenando de escalofrío
al que lo mira pasar.
Tiene la cara cubierta
con negro y tupido velo,
y arrastrando por el suelo
lleva un sudario también.
Aguilar, de espanto yerto,
y erizado su cabello,
con agitado resuello
tras el ánima se va.
Haciendo un supremo esfuerzo,
cual si jugara la vida,
con la voz despavorida
en esta forma le habló:
-En nombre de Dios te pido
me digas cómo te llamas,
si penas entre las llamas
o vives aquí entre nos.
"¿Qué buscas en estos sitios
donde a los vivos espantas?
Si tienes talegas, ¿cuántas
me puedes proporcionar?"
-Me llamo Perico Surres
-dijo el fantasma en secreto-,
fui en la tierra buen sujeto,
mayate mientras viví.
"El favor que yo te pido
es un favor muy sencillo:
que me prestes el anillo
tras el que ando siempre en pos.
"Esas talegas soñadas
aquí las traigo y son dos,
y dale gracias a Dios
que las cargo para ti."
Al escucharlo Apolonio,
lleva la mano al cuchillo,
sin desatender su anillo
que siempre cuidando está.
Al momento huyó el fantasma,
tan rápido como el viento,
tras las tapias del convento,
y allí desapareció.
Mudo de sorpresa queda
el pobrecito trapero,
y echando al suelo el sombrero,
de esta manera exclamó:
-Por vida del Rey Clarión
y por la madre de Gestas,
¿qué chingaderas son estas
las que me pasan a mí?
"Vengo lleno de esperanza
a buscar aquí la vida,
y la suerte maldecida
me depara un lance atroz.
"No tengo yo más alhaja
que la alhaja del fundillo,
¡y que me la pida un pillo
que viene del más allá!
"Yo no sé lo que me pasa,
pues ignoro con quién hablo,
ese cabrón es el diablo
o es mi compadre José.
"Esto que a mí me sucede
es para perder el seso:
si los muertos piden eso,
los vivos ¿qué pedirán?"
Así se dijo el trapero
muy pensativo y mohino
del pueblo tomó el camino
y en sus calles se perdió.
Y es fama que cuando oía
hablar del aparecido,
receloso y precavido
se ponía la mano atrás.
MORALEJA
¡Ay!, lector, si alguna noche
y por artes del demonio
te vieres como Apolonio,
en crítica situación,
y tropezares, acaso
con algún ánima en pena,
aunque te diga que es buena,
no te descuides lector,
y para tu garantía
pon el cuchillo delante
y sin perder un instante
repliégate a la pared.
Impreso por tipográfica mercantil, 1947.
(Tomado de: Jiménez, Armando - Picardía mexicana. Las ánimas en pena. Editorial Diana, S.A. de C.V. México, D. F., 2000)
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