viernes, 21 de julio de 2023

Fernando Benítez y Veracruz, 1950

(Viñeta por Alberto Beltrán)

V. Veracruz, la puerta estrecha de México

Veracruz es una ciudad y es un mar. Una ciudad colmada de aire marino y de gaviotas. También de salina claridad. Donde la calle termina, se abre la plazuela azul de la bahía. El cielo de la costa y el profundo cristal del mar la ciñen, otorgándole esa atmósfera celeste, de ámbitos sin fronteras, que la distingue.

El paisaje urbano está de tal manera contagiado del paisaje marítimo, que la perspectiva abarca por igual torres y mástiles, árboles y muelles. Esta convivencia estrecha del agua y de la piedra crea la sensación de que pisar Veracruz vale tanto como embarcarse. ¿En qué nave? En un balcón de madera, en una mesilla de los portales, mientras a nuestro lado fluye la rica onda de la vida porteña.

El primer acto que realizamos en Veracruz es renunciar a la circunspección de la meseta. Tiramos sobre la primera silla la chaqueta y la corbata. Luego nos desabrochamos la camisa, hecho natural que, de golpe, devuelve a nuestro cuello la libertad tan duramente regateada en las altas ciudades del interior de México.

Un vaso de cerveza helada permite saborear mejor la primera docena de ostiones en su concha que se nos sirve entre rodajas de limón. El menú, por sí solo, es una invitación a la sensualidad: jaibas, camarones, cangrejos, langostas. No faltan los percebes olorosos a plantas marinas. Los pescados más finos figuran también en la lista: huachinangos pequeños de escamas sonrosadas; pámpanos de carne tierna y sápida; suavísimas mojarras de río; róbalos y esmedregales. Faisanes y tórtolas baten sus alas sobre esta naturaleza muerta, necesaria prolongación de los caldos marineros y de las sopas de pescado con sus tonos ácidos, picantes, y su gama de sabores delicados. Los matices del ajo, del aceite de oliva, de la intervención de las salsas de tomate y de "chilpachole", de las especias ya aclimatadas en el trópico americano, unidos a la fragancia de la nieve de guanábana y del aromático café, forman las principales delicias de la cocina veracruzana.

Después de comer, el monótono bisbisear de los ventiladores nos sumiría en un blando sopor, si el discurrir de la vida no lo ahuyentara con sus imágenes novedosas. Un hombre jovial ofrece guacamayas. Otro, tocado con un sombrero de palma de alas arriscadas, vende traviesos monitos de manos inquietas. Un mercader cubierto de tatuajes lleva un pavo real, cuya larga y sedosa cola barre el suelo. La vieja mulata, fumando su puro desfila con un cargamento de camelias, gardenias y orquídeas; un chicuelo apela a todos los recursos de la elocuencia tropical para que se le compren sus cestas de vainilla. Al poco rato de permanecer en el portal, me doy cuenta de que soy propietario de una camelia roja, de un portamonedas de piel de serpiente, de cuatro ejemplares de la misma edición de un periódico local, de dos paquetes de puros y un sombrero de jipi tan útil para mí como los puros y los ejemplares del abominable diario adobado con artículos de algún plumífero superviviente de los tiempos de don Porfirio. Confieso que he estado a punto de sucumbir a la tentación de adquirir el pavo real, pero la melancólica reflexión de que no podría tenerlo como huésped en mi reducida habitación y la más grave de que mi estado financiero empeoraría notablemente, de seguir escuchando las insinuaciones de los vendedores, me obligaron a cerrar los oídos a sus ofrecimientos. 

La simpatía del veracruzano obra en mí como un poderoso reactivo. El aire fino del altiplano, lo mismo en México que en el Perú, crea seres graves, tristes y ceremoniosos, La cortesía es planta que florece a dos mil metros sobre el nivel del mar. Lo mismo podría decirse de la teología, al menos en tierras de América. Mientras en el altiplano la vida se matiza de una delicada dignidad, que ya encierra una roedora y activa propensión al misticismo, en la costa la vida se contagia de una despreocupada sensualidad, ruda quizá, pero inocente y dichosa.

¿En qué sitio de México es posible advertir las escenas que se desarrollan en la plaza de Veracruz? El palacio del Ayuntamiento, con sus blancas columnas y su airosa torre, es, en la tibia noche, bajo las estrellas resplandecientes, una decoración teatral, en la misma medida que lo son los portales vivamente iluminados y los árboles del jardín de recortados follajes. Suenan sin cesar las guitarras costeñas, los sones jarochos y las marimbas. La música en sordina, de la banda municipal, llega por rachas. En este aire estremecido se confunden los gritos de los vendedores, las conversaciones de los parroquianos, las disputas de los marineros, las charlas de los pájaros desvelados y de las muchachas que pasean devolviendo saludos y requiebros. Pero este bullicio no altera los sentidos, sino que los exalta, como el vino de las campiñas mediterráneas.

¡La serenata veracruzana! Necesaria cura de reposo para el triste hombre de la meseta. Se vive al aire libre, a medio vestir, con el apetito afilado y la cabeza trastornada, porque se ha recobrado plenamente la sensualidad y, con ella, la certeza de nuestra condición corpórea.

Abundan los cuadros pantagruélicos. Veracruzanos de enormes panzas y carrillos colorados no cesan de trasegar cerveza; gordas mujeres de comerciantes devoran descomunales fuentes de percebes y pescados; marineros negros y suecos atléticos de enmarañadas greñas rubias, se emborrachan hasta rodar bajo las mesas. En medio de esa humanidad glotona y bárbara, como aves que cruzan el pantano sin mancharse -emplearemos la imagen con el deliberado propósito de no abandonar el coto geográfico de la poesía veracruzana-, se mueven, llenas de gracia, las hijas de estas abigarradas y sudorosas matronas.

Rechazo escandalizado la idea de que tan prosaico destino aguarde a esos ángeles vislumbrados en una noche de magia. La ronda de mariposas, la recuerdo ahora, de vuelta a mi hotel, entre la luz verde que se cuela por el de enrejado morisco de las persianas, como un fragmento de ballet del que se hubieran desvanecido los rostros y las figuras del conjunto. Sólo una figura se destaca en forma inolvidable. Es la de una adolescente. Tenía de la infancia la gracia libre y segura de los movimientos pero la bañaba la luz misteriosa de la feminidad. Su vestido blanco, sin un adorno, insinuaba la curva de las caderas y la sombra de los pechos menudos. La línea del cuello frágil todavía, y la de la dulce curva de la barba, sostenían el rostro inocente y la mata de cabellos castaños anudada por una cinta de terciopelo azul.

Por desgracia sus palabras no llegaban hasta el banco bañado de sombra en que yo contemplaba la escena, pero alcanzaba a distinguir su voz limpia de entonaciones graves, un poco aguda y segura de su fuerza. A cada vuelta, su figura se me hacía más hermosa. Las piernas desnudas, ágiles y finas, apenas tocaban el suelo. La seguía entre las apretadas filas de paseantes, y esperaba con ansia que asomara su noble cabecita. Al fin, su vestido blanco no apareció más en el jardín, y yo me retiré guardando en mi cartera de viajero, como Antonio Machado, la gracia de esta rama florecida en los muros alegres del viejo puerto. Que su imagen cierre la visión de la moderna Veracruz; ella hace buena compañía a las gaviotas y al espacio del mar en que se desvanece. Después de todo, ¿qué figura podría simbolizar mejor la gracia salina de su gente? En la noche colmada de suavidad, en el día de sol ardiente, en medio de la risa de las mulatas y el paisaje de portales, anchos balcones de madera, mástiles y torres, quede la niña del vestido blanco. Ése es su paisaje. La expresión animada de una sonrisa del alma que penetra en el corazón con mayor eficacia que los sones jarochos y el murmullo capitoso de la marimba.


(Tomado de: Benítez, Fernando - La ruta de Hernán Cortés. Lecturas Mexicanas #7, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1983)

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