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jueves, 1 de julio de 2021

Leyenda de la calle de Donceles


LA CALLE DE LOS DONCELES
I
Con el séquito que trajo
un virrey a Nueva España,
llegaron ocho donceles
de indescriptible arrogancia.

Eran, al decir de todos, 
de distinguida prosapia,
con pergaminos y escudos
de la más brillante heráldica.

Mirábanlos las mujeres
como apolíneas estatuas,
pero esquivando gazmoñas
conversarles cara a cara.

Y era de verlos a todos
en palacio haciendo guardia
con vistosos uniformes
mitad nieve y mitad grana.

Juntos iban por la calle
a la iglesia y a la plaza
departiendo alegremente
al rumor de sus espadas.

Hablóse de todos ellos
con gran sigilo en las casas,
porque a padres y a maridos
pusieron en gran alarma.

Y más crecieron los sustos
de las gentes timoratas
sabiendo que todos eran
de Sevilla y de Granada.

Centinelas incansables,
habituadas a las zambras,
y perpetuos rondadores
de balcones y ventanas.

Tenores al aire libre
en alegres serenatas,
prontos a verter su sangre
por conquistar a una dama.

Hombres de angosta escarce:
y de conciencia muy ancha;
los miedos a Dios y al mundo
cargábanlos en la espalda.

Y en comidas y saraos,
como en religiosas pláticas,
a las más lindas doncellas
galantes ruborizaban.

De cada cual se decían
historias breves o largas
de infortunados amores
fuentes de dolor y lágrimas.

Quien con delicado tino
sedujo a discreta dama,
quien enamoró a una monja
y quien burló a una casada.
Y eran tales los embustes
y eran las consejas tantas
que no faltó quien dijese,
como una verdad sagrada,
que aquellos ocho donceles
dieron tal guerra en España
con sus cuitas amorosas
y sus riñas y asechanzas,
que por tener ascendientes
de Manresa y Calatrava
y ser hidalgos muy limpios
y mayorazgos sin tacha,
en vez de darles castigos
que su sangre rebajaran,
se creyó justo y prudente
pasar a todos por agua
volviéndolos edecanes
del virrey de Nueva España.

Y así a México vinieron
precedidos de gran fama,
y hubieran ido al palacio
a vivir como en su casa,
si el Virrey, hombre celoso
y de experiencia muy vasta,
no hubiera determinado,
por razones que se callan,
que aquellos mozos vivieran
lejos de la real estancia.

Y alegres y satisfechos
como antiguos camaradas
un mismo techo dio abrigo
a tan arrogantes guardias.

II
Es la juventud la fuente
de las más hermosas aguas
que fecundizan las flores
del amor y la esperanza.

Edad que nunca vacila,
ni teme, ni mide nada,
pues los más negros abismos
o los desdeña o los salva.

Radiante aurora de mayo
con nubes de armiño y gualda,
que incensan todas las rosas
y pueblan todas las auras.

¿Quién no se siente a su influjo
capaz de tender las alas
sobre los profundos mares
que sacude la borrasca?

¿Quién no rinde a la hermosura
ese amor que eterno irradia
un fulgor que envidiaría
la estrella que anuncia el alba?

Llenan de placer las horas
dulces e infinitas ansias,
que son de noche aventuras
y por la tarde esperanzas.

La nívea mano que arroja
desde el balcón una carta;
los negros ardientes ojos
que despiden vivas llamas;
el suspiro que despliega
al aire impalpables alas
al tenue rumor de un beso
que por tenue arrulla el alma;
la promesa no cumplida,
la nunca completa charla,
el infundado reproche
que las vigilias amarga;
la caricia que el armiño
de los recatos profana, 
el áureo rizo robado
a una frente pura y casta;
el lazo que cae al polvo
y la devoción levanta
y al cambiarlo en amuleto
como reliquia lo guarda;
los alardes de bravura,
los testimonios de audacia,
el odio a las mezquindades
y a las miserias humanas;
y los sueños de grandeza
con que el pensamiento abarca
todo el porvenir que ofrecen
la fe, el amor y la patria;
esto en raudo torbellino
en hirviente catarata,
se desborda de la vida
en las primeras mañanas.

Y nada oscurece el mundo,
y nada la dicha empaña,
porque como luz eterna
el amor alumbra el alma.

Y así soñando imposibles,
siempre entre ficciones vagas
y alegrando con cantares
las horas que breves pasan,
aquellos alegres mozos
turbaron juntos la calma
de una ciudad que dormía
entre lutos y plegarias.

Sus mandolinas sonoras
noche por noche poblaban
de alegres notas las calles
haciendo abrir las ventanas.

Y aunque el toque de la queda
en la catedral sonara,
y aunque llamase a sermones
en la torre la campana,
con alegres seguidillas,
o con peteneras lánguidas,
como buenos andaluces
libando sabrosas cañas,
lo mismo en anchos parajes
que en tristes encrucijadas,
iban derramando juntos
la sal, la vida y la gracia.

Y ni su paso cortóles
la austera ronda de capa,
ni les impuso silencio
la autoridad soberana.

Porque eran de sangre limpia,
todos la flor y la nata
de los bravos estudiantes
de la egregia Salamanca.

Porque los trajo en familia
quien más honores alcanza,
y porque eran por su lustre,
sus años y su arrogancia
los donceles escogidos
para hacer brillante guardia
en las reuniones selectas
del virrey de Nueva España.

III
No derramaron seis lunas
sus tibios rayos de plata
sobre la ciudad que fuera
rico emporio del Anáhuac,
cuando ya en todas las bocas
al par que en todas las casas,
era el obligado tema
la conducta de los guardias.
-Don Lope corteja a Luisa.
-Don Mendo vive con Juana.
--Don Gastón sedujo a Julia.
-Y don Baldomero a Ignacia.
-Y el Virrey disculpa todo.
-Y la Mitra no hace nada.
-Y todo se les tolera
y se les toma por gracia.
-¿El Santo Oficio qué dice?
-Como de nobles se trata,
el Santo Oficio está mudo
y sordo como una tapia.
-Pues por pecados veniales,
si a los de éstos se comparan,
a plebeyos infelices
se han arrojado a las llamas.

-La Inquisición, como todo,
tiene gran miedo al monarca
y cuentan que entre estos chicos
tiene un hijo el rey de España.
-¡Eso es imposible! ¡Nunca
un ser de estirpe tan alta
como un segundón sin lustre
viene a tierras tan lejanas!
-Nadie sabe si el rey quiere
más vástagos de su raza
en estos ricos dominios...
-El rey sabe lo que manda.
-¿Y quién es el misterioso
príncipe que se recata?
-Lo sabrá Dios solamente.
-O Julia tal vez, o Juana.
-Anoche en el Mentidero,
que así a los Plateros llaman,
cerca de la media noche
se cruzaron dos espadas:
llegó la ronda y hallóse
con donceles en campaña,
les saludó con respeto
y luego siguió su marcha.
-¿Y murió alguno?
-Lo ignoro;
pero al rayar la mañana
yo he visto sangre en las piedras
cuando fui a la misa de alba.
-Cuentan unos que estos mozos
viven en constante zambra,
y que con todo descaro
noche por noche en su casa
danzan y beben y juegan
con impuras cortesanas.
-¡Y nada dicen los curas
en la cátedra sagrada!
-¡Qué han de decir, si parece
que les aplauden sus faltas!
-Ya es justo poner remedio.
-En esto peca el que calla.
-Pensaremos en el modo,
porque ya es mucha la alarma.
-Los padres y los maridos
tenemos miedo en el alma.
-¿Qué haremos?
-Dios nos inspire.
-¡Un memorial!
-¿Quién lo calza?
-¡Una denuncia!
-Hay peligro.
-Démosles la cencerrada.
-Y nos dirán motineros
y la ronda nos atrapa.
-Pues estos chicos no deben
continuar su propaganda
de escándalos y vergüenzas...
-El diablo es quien los ampara.
-Será el Virrey.
-Es lo mismo.
-Detén la lengua.
-Me exalta
en estos tiempos tan tristes
lo que vemos, lo que pasa.
-Ya Dios nos dará el consuelo.
-Buena noche.
-Hasta mañana.

IV
Fueron tantos los abusos,
las víctimas fueron tantas,
de aquel grupo de Tenorios
impunes por su prosapia,
que al fin el Virrey se dijo
cuando meditó con calma
al saber que cien familias
se estaban ahogando en lágrimas:

~Si no puedo castigarlos
por no ofender al monarca,
lo más cuerdo y lo más justo
es ordenar que se vayan~.

Y con sutiles razones
preparó la pronta marcha
de los que al principio fueron
sus más consentidos guardias.

Alegráronse los hombres
de resolución tan sabia,
pero causó gran sorpresa
a doncellas y casadas.
-¡Pobrecillos! Porque visten
con gusto y con elegancia,
porque son mozos y alegres,
porque cortejan y cantan,
y en fin, porque cuanto sienten
ni lo fingen ni lo callan,
el Virrey como castigo
los vuelve a pasar por agua.
-¡Ay, quién pudiera con ellos
ir hasta tierras extrañas!
-¡Yo quisiera ser el puño
de sus hermosas espadas!
-Pues yo la hebilla que cierra
el encaje de sus calzas.
-Yo la pluma del sombrero.
-Yo el botón de su casaca.
-Las mujeres nos morimos
por salir a las ventanas
cuando en las noches de luna
juntos en la calle cantan.
-Con razón, si son tan guapos.
-Si son la flor y la nata.
-Yo voy a llorar por ellos.
-Viene tu padre, ¡silencio!
-Ya está tu marido, ¡calla!
-¡Pobrecitos!
-Pobrecitos.
-Los expulsan.
-Los arrancan.
-Que nos escuchan.
-Prudencia.
-Buena noche.
-Hasta mañana.
.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..
Y pasados unos meses
quedó desierta la casa
que fue durante algún tiempo
centro de amorosas ansias.

Y cuando de aquellos mozos
y sus aventuras raras
el pueblo que todo inquiere
forjó tragedias y dramas,
a la calle en que vivieron
los ocho arrogantes guardias
la llamó "de los Donceles"
para eternizar su fama.


(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)

jueves, 27 de mayo de 2021

Leyenda de la calle del Relox


El reloj de Palacio
Leyenda de las calles del Reloj

Lector, escúchame atento
esta tosca narración
y júzgala la tradición,
fábula, consejos o cuento.
En un libro polvoriento
la encontré leyendo un día,
y hoy entra a la poesía
desfigurada y maltrecha;
el verso es de mi cosecha
y la conseja no es mía.

Hubo en un pueblo de España
cuyo nombre no es del caso
porque el tiempo con su paso
todo lo borra o lo empaña,
un noble que cada hazaña
de las que le daban brillo,
celebraba en su castillo
dando dinero a su gente
construyendo un nuevo puente
o alzando un nuevo rastrillo.

Era el noble de gran fama,
de carácter franco y rudo,
con campo azul en su escudo
y en su torre un oriflama.
Era señor de una dama
piadosa como ninguna;
dueño de inmensa fortuna
por trabajo y por herencia
y tan limpio de conciencia
como elevado de cuna.

Una vez, para decoro
de sus ricas heredades
cruzó yermos y ciudades
para combatir al moro.
Llevóse como tesoro
y como escudo a la par,
un talismán singular
atado a un viejo rosario:
un modesto escapulario
con la Virgen del Pilar.

Era el precioso legado
de sus ínclitos mayores;
desde sus años mejores
lo tuvo siempre a su lado.
Y como voto sagrado
de cristiano y caballero
juzgó su deber primero
en el combate ceñido
llevarlo siempre escondido
tras de su cota de acero.

En ocasión oportuna
el noble llegó a creer
que ante el moro iba a perder
honra, blasón y fortuna.
Soñó que la media luna
nuncio de sangre y de penas,
en horas de espanto llenas
iba en sus feudos a entrar
y hasta la vio coronar
sus respetadas almejas.

Y no sueño, realidad
pudo ser en un momento,
pues fue tal presentimiento
engendro de la verdad.
Acércanse a su heredad
Muslef y sus caballeros;
mira brillar los aceros
al fulgor de alta linterna
y sale por la pierna
en busca de sus pecheros.

Anda con paso inseguro
de un hachón a los reflejos;
"alarma", grita a lo lejos
el arquero sobre el muro.
Como a la voz de un conjuro
del noble a los servidores
surgen entre los negrores
de aquella noche maldita
y lo siguen cuando grita:
"¡Sus!¡a degollar traidores!"

Corren y en breves instantes
terror y el espanto difunden
y en una masa se funden
asaltados y asaltantes.
Los cascos y los turbantes,
revueltos y confundidos,
entre quejas y alaridos
vense en las sombras surgir,
sin lograrse distinguir
vencedores y vencidos.

El noble señor avanza
en pos del blanco alquicel
de un moro que en su corcel
huye blandiendo su lanza.
Resuelto a asirlo le alcanza
por ciega rabia impelido,
y cruel y enardecido
le mata con gran fiereza
y le corta la cabeza,
pues Muslef era el vencido.

Al tornar lleno de gloria
a su castillo feudal
dijo: "Es un ser celestial
el que me dio la victoria.
El que ampara la memoria
y el lustre de mis abuelos;
el que me otorga consuelos
cuando vacila mi planta;
es... ¡la imagen sacrosanta
de la Reina de los Cielos!

"Siempre la llevé conmigo
y hoy de mi fe como ejemplo
he de levantarle un templo
donde tenga eterno abrigo.
El mundo será testigo
de que ferviente la adoro,
y cual reclamo sonoro
de su gloria soberana
daré al templo una campana
hecha con armas del moro."

El tiempo corrió ligero
y el templo se construyó,
como que el noble empeñó
palabra de caballero.
Sobre su recinto austero,
todo el feudo acudió a orar
venerando en el altar
en lujoso relicario,
un modesto escapulario
con la Virgen del Pilar.

Los siglos, que todo arrasan,
lo más sólido destruyen,
los hombres llegan y huyen
y los monumentos pasan. 
Templos que en la fe se abrasan
ceden del tiempo al estrago;
todo es efímero y vago
y en las sombras del no ser
lo que vistió el oro ayer
hoy lo encubre el jaramago.

Quedóse el templo en ruinas,
sus glorias estaban muertas
y ya en sus naves desiertas
volaban las golondrinas.
Sobre sus muros, espinas;
verde yedra en la portada;
la virgen, abandonada
por ley aciaga e injusta,
y la campana vetusta
eternamente callada.

En cierta noche el horror
de algo extraño se apodera
de aquel pueblo cuando oyera
de la campana el rumor.
Desde el más alto señor
al pobre y al pequeñuelo,
acuden con vivo anhelo
a mirar quién la profana
y se encuentran la campana
sola, repicando a vuelo.

Asaltan con gran trabajo
la torre donde repica
y su espanto multiplica
ver que toca sin badajo.
El noble, el peón del tajo,
el alcalde, el alguacil,
con agitación febril
y con ánima turbada
exclaman: "¡Está hechizada
por los siervos de Boabdil!"

Entre temores y enojos,
propios de aquellos instantes,
los sencillos habitantes
ya no pegaron los ojos.
Con sobresalto y sobrinos
el temor al pueblo excita;
lleva el cura agua bendita
y como todos, temblando,
comienza a rezar, regando
a la campana maldita.

A medida que mojaba
el agua bendita el hierro,
cual diabólico cencerro
más la campana sonaba.
La gente se santiguaba
triste, amedrentada y loca;
el cura a Jesús invoca
y por fin llega a exclamar:
"No la podemos callar
porque el diablo es quien la toca".

Tras esa noche infernal
se dio cuenta al nuevo día
de aquella aventura impía
al consejo y al fiscal.
Éste, en tono magistral,
bien estudiado el conjunto,
resolvió tan grave punto
y por solución perfecta
dijo: "Que tuvo directa
parte el diablo en el asunto."

Y como sentencia sana,
poniendo al espanto un dique,
declaró nulo el repique
de la maldita campana;
que cualquier mano profana
con un golpe la ofendiera;
que el pueblo la maldijera,
siendo el alcalde testigo
y desterrada, en castigo, 
para las Indias saliera.

Cumplida aquella sentencia,
maldecida y sin badajo,
a México se la trajo
antes de la Independencia.
de algún Virrey la indolencia
la dio castigo mayor
quedando en un corredor
del Palacio abandonada,
por ser campana embrujada
que a todos causaba horror.

Alguien la alzó en el espacio,
le dio voz y útil empleo,
y fue un timbre y un trofeo
en el reloj de palacio.
El tiempo a todo reacio
y que méritos no advierte,
puso un término a su suerte
cambiando su condición
y encontró en la fundición
metamorfosis y muerte.

En el libro polvoriento
que al acaso registré,
la descripción encontré
de tan raro monumento.
Tuvo como un ornamento
de sus nobles condiciones,
de su abolengo pregones
en la parte principal,
una corona imperial
asida por dos leones.

En el cuerpo tosco y rudo
consagrando sus sonidos,
se miraban esculpidos
un calvario y un escudo;
y como eterno saludo
de la tierra en que nació
en sus bordes se grabó
una fecha y un letrero:
"Maese Rodrigo" (el obrero
que la campana fundió).

Produjo tal sensación
entre la gente más llana
ver un reloj con campana
en la virreinal mansión,
que son eterna expresión
de aquel popular contento
las calles que el pueblo atento
"del Reloj" sigue llamando,
constante conmemorando
tan fausto acontecimiento.

Dos centenares de auroras
la campana de palacio
lanzó al anchuroso espacio
sus voces siempre sonoras.
Después de marcar las horas
con solemne majestad,
dejole a nuestra ciudad
recuerdo imperecedero,
que es su toque postrimero
vibrando en la eternidad.


(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006).

viernes, 14 de agosto de 2020

Leyenda de la Plazuela de Santo Domingo


EL VIRREY EN LA INQUISICIÓN
Leyenda de la plazuela de Santo Domingo

En los más favorecidos
y más populosos centros
de la muy rica, famosa
y noble ciudad de México

corren ya de boca en boca
los más infundados cuentos
que a pisaverdes y ociosos
están de pasto sirviendo;

en los portales, de noche,
por la mañana en los templos
y por la tarde en las calles
del Refugio y de Plateros,

escúchanse las consejas,
las fábulas, los enredos
que componen y entretejen
al par los nobles y el pueblo.

Con razón a tales sitios,
la gente que tiene seso,
en toda ocasión les llama
corrales del Mentidero.

Gobierna con gran pericia,
de la Nueva España el reino,
un militar aguerrido,
inteligente y enérgico.

El marqués de Croix, famoso,
hombre de origen flamenco,
y que brilla y sobresale
por elegante y apuesto.

el año sesenta y seis,
del siglo anterior al nuestro,
tomó el veintitrés de agosto
en Otompan el gobierno.

Y con previsión y tacto
quiso imponer desde luego
la disciplina que entonces
faltaba tanto al ejército.

Enemigo de la leva,
pronto decretó el sorteo
y señaló los jornales
debidos a los mineros.

Oponiéndose a esas leyes
nuevos disturbios surgieron
y en Valladolid y Pátzcuaro
hubo motines muy serios.

Quejóse el virrey al trono
con humildad exponiendo,
que necesitaba tropas
para no mirarse en riesgo.

Ya en el Mineral del Monte
un alboroto tremendo
había orillado a la muerte
a don Pedro de Terreros.

A rico tan bondadoso,
tan filántropo y tan tierno,
que cifraba su ventura
en curar males ajenos,

salió don Ramón de Coca
a defenderle, y fue muerto,
causando luto a Pachuca
dónde era alcalde primero.

El Rey, sabedor de todo,
del Marqués cedió al deseo
y mandó en respuesta infantes
y dragones y artilleros.

Guadalajara y Castilla,
Granada y Zamora dieron
lo más útil de sus tropas
para guarnecer a México.

La expulsión de los jesuitas,
preparada en el misterio,
y en toda la Nueva España
hecha en un mismo momento,

inquietó todos los ánimos, 
encendió todos los pechos
y al Marqués le fue preciso
ser con todos muy discreto.

Al comentarse en el vulgo
tan alarmante suceso,
no faltó quien acusara 
de hereje a Carlos Tercero,

ni quien sin temor dijera
que por Dios, pedazos hecho,
iba a derrumbarse el trono
en que tanto ofendió al cielo.

Más nada pasó al monarca,
quedó en paz su vasto imperio
y al marqués de Croix ninguno
lo vio débil y con miedo.

Entretanto, de este modo
se hablaba en el mentidero
por los ricos y los pobres, 
los nobles y los plebeyos:

-Ya tiene muchos soldados
el desalmado extranjero.
-Quien no respeta a la iglesia,
no ha de respetar al pueblo.

-Dicen que su soberano
le tiene cariño inmenso.
-Como que ha de acompañarle
alguna vez al infierno.

-Eso es tan claro y seguro
cómo el sol
-Ya lo veremos
si no llama a los jesuitas
llegando a su último extremo.

-Pero señor, quién diría,
y todos lo estamos viendo,
que se mandara a un hereje
a gobernarnos en México.

-En San Luis y en Guanajuato
están las cosas ardiendo.
-Hubo un motín en Uruapam.
-Y en Valladolid no menos.
San Luis de la Paz ya tiene
sobre las armas...
-¡Silencio!
allí vienen dos esbirros
que también irán al fuego.

-Dicen que el marqués no gusta
de hacer visitas al templo.
-Con razón; se le aparece
en cada altar un espectro.

Ojalá lo trasladaran
a otra parte...
-No está lejos
el instante de ordenarle
que a alguno le deje el puesto.

-Un gran escándalo ha habido
en el palacio.
-Sabremos.
-Hoy, miércoles de ceniza
temprano al palacio fueron

dos canónigos llevando
a su excelencia el memento.
-Y bien...
-Los tuvo dos horas 
esperando...
-¿Será cierto?

-Dos horas lo han esperado
cómo si fueran dos legos.
-Algún asunto muy grave.
-¡Qué asunto ni niño muerto!

-¿No recibió la ceniza?
-De mal talante y mal gesto.
-Pero ya lo han castigado.
-¿Lo han castigado?
-Y bien presto.

-Ya lo citó el Santo Oficio.
Y hoy mismo allí lo veremos.
. . . . . . . . . . . 
Con semejantes rumores
de que el Virrey era un reo
que la Inquisición llamaba
como al más triste perchero,

acudió en masa la gente
llenando en muy poco tiempo
la plaza y calles vecinas
del edificio siniestro.

No se dejó esperar mucho
el Virrey; todos oyeron
los toques que eran anuncio
de su salida, y contentos

se dijeron en voz baja:
-"¡Ya viene! lo pondrán preso
o tal vez arda en la hoguera
de sus pecados en premio".

Llegó el marqués escoltado
por dragones y artilleros,
que abocaron los cañones
en determinados puestos;

y entró el de Croix al edificio,
alegre, altivo, sereno,
y subió a la oscura sala
do juzgaban a los reos.

Halló en torno de una mesa
a los oidores severos,
con dos velas frente a un Cristo
y todo entre paños negros.

-Señores, vengo a la cita
y no he de robaría tiempo,
pues bastarán diez minutos
para que todo arreglemos.

-Es que es largo...
-Nada importa;
diez minutos... ya he dispuesto
que si al pasar ese plazo
a mí palacio no he vuelto,

los cañones que he traído,
sobre está casa hagan fuego
hasta derribar los muros
y sepultarnos en ellos.

-Si Excelencia obró con juicio.
-¿Qué me queréis?
-Gran acierto
tiene en todo su Excelencia...
-Hablad...

-Os agradecemos 
que hayáis venido, y sois libre
de retirados...

-Yo tengo
que saber a qué me llaman.
---Pues... por el gusto de veros.

-Es decir,cqué ha terminado 
la audiencia...
-Desde el momento,
señor, en que habéis venido
con abogados tan buenos.

Les volvió el Marqués la espalda,
ganó la calle ligero
y se regresó a palacio
tranquilo, sano y risueño.

Cuentan que al subir al coche
encontró a sus artilleros
con las mechas preparadas
para comenzar el fuego.

Tanta burla al Santo Oficio
llenó de placer al pueblo,
que vio al Marqués desde entonces
con cariño y con respeto.

Y que más tarde su nombre
repitió con leal afecto,
pues el de Croix fue tan hábil
cómo honrado y como enérgico.

(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)