jueves, 18 de octubre de 2018

Agustín de Iturbide

Agustín de Iturbide 1783-1824



El hecho de haber consumado la independencia es indestructible, y el nombre de quien la realizó bajo los más felices auspicios, no merece quedar en la historia como un criminal, sino como el de una persona ilustre que hizo bien a su patria y a quien sus conciudadanos deben un recuerdo constante de justa gratitud.

Enrique Olavarría y Ferrari


Agustín de Iturbide ingresó a la milicia como alférez del regimiento provincial de Valladolid. Al ocurrir la escandalosa conspiración contra el virrey Iturrigaray prestó sus servicios para acabar con el motín de Yermo, aunque no tuvo éxito. En 1809 participo en la represión contra los conspiradores Michelena y García Obeso en Valladolid, de cuyo grupo había formado parte antes de denunciarlos.


Alguna vez escribió –en su Manifiesto de Liorna- que Miguel Hidalgo le ofreció el grado de general en las filas insurgentes, cargo que rechazó por parecerle que el plan del sacerdote estaba tan mal trazado que sólo produciría desorden, derramamiento de sangre y destrucción. En cambio, enlistado en las huestes realistas Iturbide combatió con ferocidad a los insurrectos, contra quienes llevó a cabo un desmedido número de ejecuciones, dejando a su paso un torrente de sangre.



Su dureza no sólo era evidente en los campos de batalla o con los prisioneros de guerra: también con los pacíficos pobladores que simpatizaban con la causa de la Independencia. “No es fácil calcular el número de los miserables excomulgados que de resultas de la acción descendieron ayer a los abismos”, escribió luego de enviar a mejor vida a varios de sus enemigos.



Como comandante del Bajío, en 1815 fue acusado de comercio abusivo, especulación y monopolio de granos. Estas imputaciones llegaron a oídos del virrey Calleja, quien en 1816 se vio obligado a remover a uno de sus jefes más estimados. Aunque absuelto, su reputación se vio seriamente dañada, por lo que Iturbide se retiró a la ciudad de México por algún tiempo.



En 1820 se restableció la constitución española de Cádiz, que no fue bien acogida en México. Los peninsulares residentes en la Nueva España, partidarios del absolutismo, se reunieron para intentar independizarse de la Corona –en lo que se conoció como la conspiración de La Profesa- y para ello consideraron necesario terminar con la guerrilla de Vicente Guerrero.



El virrey Apodaca puso al frente de las tropas del sur al comandante Agustín de Iturbide, quien el 16 de noviembre de 1820 salió de la capital, instaló su cuartel en Tololoapan y, después de varios reveses propinados por guerrero, prefirió elaborar un plan distinto al de La Profesa. El 10 de enero de 1821, Iturbide escribió una carta al insurgente en la que lo invitaba a terminar con la guerra. Guerrero aceptó que unieran sus fuerzas si con ello se lograba la Independencia.



El 24 de febrero de 1821 se proclamó el Plan de Iguala e Iturbide se convirtió en jefe del Ejército Trigarante. De inmediato logró la adhesión de casi todos los mandos y las tropas realistas e insurgentes. El 24 de agosto, don Juan de O’Donojú –el último gobernante que envió España- firmó con Iturbide los tratados de Córdoba, reconociendo la Independencia de México. El 27 de septiembre de 1821, en medio de gran algarabía, el libertador, al frente del Ejército Trigarante, hizo su entrada triunfal a la capital mexicana, donde se vio consumada la Independencia de la nación.



Iturbide tomó a su cargo la dirección de los asuntos públicos. Entre sus primeros actos, nombró una junta de gobierno, que a ojos de todos pareció sospechosa, para redactar el Acta de Independencia y organizar un Congreso; la junta lo designó su presidente, y después fue nombrado presidente de la Regencia y, convenientemente, la regencia decretó para él un sueldo de 120 mil pesos anuales retroactivos al 24 de febrero de 1821, fecha en que promulgó el Plan de Iguala. Además, excluyó a los veteranos de la insurgencia, a quienes Iturbide veía con desprecio.



El libertador movilizó a sus partidarios para que su ascenso al trono pareciera una exigencia popular. El 18 de mayo de 1822, el sargento Pío Marcha lo proclamó emperador y, acompañado por una gran multitud, fue hasta su casa para de ahí llevarlo en andas al Congreso. Un par de meses después, el 21 de julio, Iturbide fue coronado.



El imperio de Agustín I fue hostilizado por republicanos y liberales. Las dificultades se hicieron evidentes en el Congreso; Iturbide lo disolvió y aprehendió a muchos de sus miembros, pero no logró restablecer la estabilidad política de su gobierno. Reinstaló el Congreso, y entonces no supo defender fehacientemente su corona: los rebeldes le ganaron terreno y lograron que abdicara. Iturbide salió de la ciudad de México con su familia y marchó a Veracruz para embarcarse a Europa.



Instalado en Londres, le llegaron noticias de que la independencia de México peligraba. Instado por algunos de sus partidarios –quienes le aseguraban que en México la opinión pública estaba a su favor- se embarcó de regreso. Desconocía que el Congreso lo había declarado traidor y que se le consideraba fuera de la ley.



Después de sesenta y nueve días de viaje, desembarcó en Soto la Marina, Tamaulipas, donde fue descubierto. Ser el consumador de la Independencia no fue suficiente para salvarle la vida: el gobierno había puesto precio a su cabeza y se ensañó con el libertador, quien fue fusilado en Padilla, Tamaulipas, el 19 de julio de 1824.



Casi inmediatamente después de muerto, el gobierno decidió desterrar a Iturbide del recuerdo de sus conciudadanos y negarle sus méritos como libertador. Aún hoy es considerado uno de los más grandes villanos de la historia mexicana.


(Tomado de: Sandra Molina – 101 villanos en la historia de México. Grijalbo, Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F. 2008)



Agustín Primero

Una figura torva recorrió durante una década el Bajío, dejando a su paso la huella imborrable de su acérrima enemistad hacia los insurgentes y su causa, a los que persiguió con saña y crueldad. Conoció a Hidalgo en Valladolid y le prometió seguirlo en su lucha para independizar a la patria en formación y faltó a su palabra. A tal grado llegaron sus desmanes, que los propios jefes realistas tuvieron que aplicarle medidas correctivas. Criollo terrateniente, desbocó su ambición, pues carecía de grandeza, como lo probó en el triunfo y en la derrota; no tuvo escrúpulo alguno, y si lo tuvo, lo acalló siempre; introdujo el cuartelazo en el sistema político mexicano, para nuestra desgracia y, con todos esos antecedentes, un día se hizo llamar nuestro libertador. Hasta que cayó bajo las balas republicanas en Padilla, Tamaulipas, hasta entonces, decimos, respondió al nombre de Agustín de Iturbide.


En 1809 estuvo inmiscuido en la conspiración de Michelena para proclamar la Independencia, pero huyó cuando el cura hidalgo se acercaba a Valladolid después de haber dado el Grito de Dolores y rehusó el grado de capitán que le ofreció el auténtico y verdadero Libertador; Iturbide ordenó fusilar a María Tomasa Estevez, la seductora insurgenta. Su biógrafo José Olmedo y Lama dice de nuestro primer Emperador: “En una ocasión interceptó una carta dirigida a un jefe insurgente por don Mariano Noriega, vecino distinguido de Guanajuato y con sólo esto, dio orden desde su cuartel de Irapuato para que Noriega fuese inmediatamente fusilado, como se verificó, sin que siquiera se le dijese el motivo; cuyo crimen llenó de horror a los habitantes de Guanajuato. Otra vez fue hecho prisionero el padre Luna, su condiscípulo en el colegio y que había tomado partido por la insurrección. Presentado a Iturbide, éste le recibió como quien recibe a un amigo antiguo, mandó que le sirvieran chocolate y luego ordenó que lo fusilasen. Entre las innumerables ejecuciones que dispuso, se recuerda todavía con horror en Pátzcuaro la de don Bernardo Abarca, vecino pacífico y distinguido, quien no tenía más delito que haber admitido, a instancias del doctor Cos, un empleo en un regimiento de dragones que intentó levantar allí para resguardo de la población.”



Gracias al desprendimiento sin precedente de don Vicente Guerrero, a su hombría de bien sin límites y a su buena fe tan grande como su generosidad, Iturbide pudo engañarlo escamoteando a la insurgencia sus ideales y liquidando la lucha armada para burlar las esperanzas de los irredentos sojuzgados, que con estupor y asombro, vieron cómo los que ayer los combatían ahora pisoteaban sus banderas en verdad, bajo la apariencia de empuñarlas.



Cuando Iturbide envió al virrey una comunicación para darle cuenta del Plan de Iguala, afirmó con enorme sorpresa de los insurgentes: “La revolución que tuvo principio la noche del 15 al 16 de septiembre de 1810, entre las sombras del horror, con un sistema (si así puede llamarse) cruel, bárbaro, sanguinario, grosero e injusto, no obstante lo cual, aun subsistían sus efectos en el año de 1821, y no sólo subsistían, sino que se volvía  a encender el fuego de la discordia, con mayor riesgo de arrebatarlo todo”. Antes de morir, escribió en sus “Memorias”: “La voz de insurrección no significaba independencia, libertad justa, ni era el objeto reclamar los derechos de la nación, sino exterminar a todo europeo, destruir sus posesiones, prostituirse, despreciar las leyes de la guerra y hasta las de la religión: las partes beligerantes se hicieron la guerra a muerte: el desorden precedía a las operaciones de americanos y europeos; pero es preciso confesar que los primeros fueron culpables, no sólo por los males que causaron, sino porque dieron margen a los segundos, para que practicaran las mismas atrocidades que veían en sus enemigos”.



Y por si fuera poco, en su Manifiesto de Liorna estampó: “El Congreso Mexicano trató de erigir estatuas a los jefes de la Insurrección y de hacer honores fúnebres a sus cenizas. A estos mismos jefes yo los había perseguido y volvería a perseguirlos si retrogradásemos a aquellos tiempos, para que pueda decirse quién tiene razón, si el Congreso o yo. Es necesario no olvidar que la insurrección no significaba Independencia, Libertad y Justicia, ni era su objeto reclamar los derechos de la nación, sino exterminar a todo europeo, destruir posesiones, prostituirse, despreciar las leyes de la guerra y hasta las de la religión. ¿Si tales hombres merecen estatuas, qué se reserva para los que no se separaron de la senda de la virtud?”, se pregunta Iturbide. Y el 19 de julio de 1824 encontró la respuesta, quien se colocó asimismo primero y por encima de su partido y de su patria. No tendrá nunca un lugar junto a sus libertadores. Jamás lo mereció.



(Tomado de: Florencio Zamarripa M. – Anecdotario de la Insurgencia. Editorial Futuro, México, D.F., 1960)

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