jueves, 17 de octubre de 2024

Noche Triste: victoria y duelo

 


XIX. Victoria y duelo 

Los días que siguieron a la huída de la Noche Tenebrosa fueron de victoria y duelo para los mexica. Durante varias semanas resonaron los atambores y teponaztles de las pirámides convocando a tlatelolcas, tenochcas y a sus aliados. Tres ceremonias embargaron a los de México: el sacrificio de los prisioneros teules; el duelo de los caídos, de los muertos en el canal de los Tolteca y de los llanos de Otumba; y la elección y consagración del nuevo señor. Finalmente trataron de reconstruir su ciudad y rehacer la moral del Imperio mexicano ganando aliados en las tribus neutrales. Una versión española pretende que un corto grupo de españoles cortados del núcleo de Cortés volviera sobre sus pasos y se hiciese fuerte en el Palacio de Axayácatl, en donde fueron lentamente exterminados.

Las versiones indígenas no mencionan el hecho, siendo además improbable si atendemos a la imposibilidad material de atravesar la erizada ciudad y el hecho de que los caballos y cadáveres rellenaron los tajos y sobre muertos pasaron las columnas de la retaguardia. El problema, pues, al que se enfrentaron los mexica al día siguiente fue el de limpiar de cadáveres la laguna. El informante de Sahagún nos dice que lo sacaron en lanchas y los regaron en los cañaverales; se les despojó del oro y del jade. A los españoles muertos los pusieron en lugar especial, "los retoños blancos del cañaveral, del maguey, del maíz, los retoños blancos del cañaveral son su carne", sacaron los caballos y las armas, la artillería pesada, arcabuces, ballestas, espadas de metal, lanzas y saetas, los cascos y las corazas de hierro, los escudos. También se recogió el oro disperso. 

Pero quienes no habían muerto en combate, quienes no habían perecido ahogados en la laguna sino que habían sido arrancados de la columna de fugitivos y hechos prisioneros, fueron sacrificados. Durante varios días resonaron lúgubremente los huéhuetl del templo mayor convocando a tlatelolcas y a tenochcas a presenciar el sangriento rito destinado a aplacar la cólera de los dioses ofendidos; grupos de españoles y tlaxcaltecas fueron llevados al recinto del Coatepantli, se les hizo escalar las graderías de la pirámide y colgados en el área de los sacrificios (techácatl) se les abrió el pecho para ofrecer el corazón a Huitzilopochtli, el dios solar y de la guerra. Sus cráneos -el despojo y trofeo que recordaba su época de cazadores de cabezas- fueron colocados en el andamio de cráneos, el Tzompantli

Del hacinamiento de muertos de la laguna y calzadas separaron a los suyos. Buscaron a los nobles y a los sacerdotes, los condujeron en medio del llanto de los deudos, los ataviaron con sus plumas y joyeles. Entonces fueron incinerados sus cuerpos y la pira flameó en medio del llanto de la tribu.

Muchos eran los caciques muertos, muchos los guerreros de Tenayuca, de Cuautitlán, de Tula, de Tulancingo, de Texcoco. 

La ciudad de México contempló la cremación de los suyos y lloró amargamente. Creyeron que los españoles "no regresarían jamás”.

Habían huido el mes Tecuilhuitontli. Pero había que restaurar el brillo de las ceremonias de los meses: se barrió el templo, se colocaron los ídolos en los altares, se les adornó con plumas de quetzal y con collares de jade y turquesa, se les engalanó con sus máscaras de mosaico de piedras preciosas y se les atavió con florido ramos.

También la ciudad fue lentamente reconstruida; se limpiaron las calles de tierra, se quitaron los obstáculos en las calzadas se repararon los puentes. Pero las casas y los palacios quemados y derruidos quedaban como un mudo testimonio de la fuerza implacable de los blancos los "irresistibles”.

Algo que preocupó de inmediato al consejo de la tribu fue la elección del nuevo señor. El consejo electoral, sin el fausto y grandeza de antaño, señaló a su nuevo caudillo: Cuitláhuac, el animoso señor de Iztapalapa al que Gómara llama "hombre astuto y valiente"; era el noble afrentado que Cortés retuviera prisionero y sólo dejara libre a instancias de Moctezuma para pacificar a los suyos, pero en realidad el hombre que dejara los grilletes no para obedecer a su rey sino para conducir a su pueblo. Éste fue el elegido, el Huey tlatoani nuevo de México. Cuauhtémoc, el otro mancebo héroe de la resistencia, dio su voto por el valeroso señor de Iztapalapa. 

Ahora no habría caravanas de víctimas precediendo la exaltación. Pero es seguro que algunos prisioneros blancos fueron utilizados en las ceremonias propiciatorias. Cuitláhuac pudo contemplar a su alrededor a los caciques de su mermado imperio jurando fidelidad: allí estaban los caudillos del valle mexicano, del hoy Guerrero, parte de Veracruz y de Morelos. 

Otro príncipe fue ungido como Tlatoani:  Coanacochtzin. Texcoco pudo saludar a un descendiente de Nezahualcóyotl como su nuevo señor. Volvían así a quedar integradas las cabezas de la triple alianza: Cuitláhuac, Coanacoch y Tetlepanquetzal; los señores de México, Texcoco y Tacuba. 

Pero cuando el Imperio empezaba a incorporarse de su pasada ruina, cuando los mensajeros de México recorrían el país buscando la alianza de las tribus, se extendió una epidemia. Reinó un calor sofocante, llegó un temible y desconocido mal, las viruelas. Un soldado negro de Narváez había contagiado a los costeños, a los totonacas, y desde allá se propagó el mal; caía sobre una humanidad no vacunada por el mal, sobre hombres sin resistencias naturales, y el país entero fue víctima de la enfermedad. Los indios La llamaron huezáhuatl. Como lepra cubrió a los enfermos: 

"Mucha gente moría de ella, y muchos también morían de hambre; la gente, en general, moría de hambre, porque ya nadie se preocupaba de la gente [enferma], nadie se dedicaba a ellos. A algunos la erupción sólo acometía en lugares aislados [con pústulas] a grandes distancias y no los hacía sufrir mucho, ni de ella morían tampoco muchos. Y en muchos hombres se afeaba la cara, recibían manchas en la cara o en la nariz, algunos perdían un ojo [o] cegaban completamente.”

Y en el duelo de la epidemia, México hubo de llorar una pérdida: Cuitláhuac, el señor de México, quien murió a los ochenta días de su exaltación, víctima del maldito huezáhuatl, terminando así el caudillo de la expulsión de los teules. 


Tomado de Toscano, Salvador (prólogo de Rafael Heliodoro Valle) - Cuauhtémoc. Lecturas Mexicanas, número 20, CFE/SEP, México Distrito Federal, 1984)

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