jueves, 3 de enero de 2019

El monasterio oaxaqueño

 
No ofrece más diferencia característica respecto de sus semejantes de otros sitios sino su fortaleza, mayor, si cabe, que todos los monasterios son fortalezas; sus dimensiones no son desmesuradas, salvo en el caso prócer de Santo Domingo.

Los hay humildes, como el de San Francisco, perdido en un barrio remoto, de una pequeñez, de una miseria digna del poverello asceta. Los hay intermedios, como el de San Agustín, como el de la Soledad, éste sin vigoroso carácter arquitectónico, con un claustro de pilares piramidales, y que en el abandono y ruina en que yace, vese más miserable que un edificio paupérrimo pero gozoso de su limpieza y culto. Los hay suntuosos como el grande, majestuoso palacio o castillo de Santo Domingo, en el cual, en un momento, ha hallado hospedaje todo un ejército: diez mil soldados que mandaba el general Porfirio Díaz.

El convento de Santo Domingo parece haberse ido formando por agregación de sucesivos edificios; primero un patio, luego otro, luego otro. El claustro principal es de las obras coloniales más conocidas de Oaxaca, con el interior del templo de Santo Domingo y la fachada superpuesta al de la Soledad. Hay en su centro una fuente que en un tiempo estuvo adornada de columnas; sus corredores están formados por arcos de medio punto que descansan en medias muestras adosadas a pilares. Estos pilares por el exterior hacen de contrafuertes y por dentro sobresalen en grandes resaltos rectangulares en los que hubo retratos pintados. Tiene el claustro bajo bóvedas nervadas y el alto vaídas. La gran escalera que sube al convento está cubierta con una rica bóveda decorada como la del crucero del templo. ¿Qué más? El patio llamado de la torrecilla evoca en sus gruesos bloques el aspecto de un medieval castillo; en dos de sus ángulos hay pasadizos apoyados sobre trompas… Y esta enormidad de convento ruinoso, donde resuena ahora la resolana de la escoleta; abandonado, sumergido en el polvo y en la desgracia, paciente como el más miserable Job, cuya pena, interminable, lenta, viene apenas a turbar uno que otro viajero curioso y atrevido ha visto repetidas veces manos codiciosas hurgar sus entrañas en busca de fantásticos tesoros. La ignorancia se ha cebado en él sin comprender que es él mismo el tesoro de que habla la leyenda. Veneremos sus piedras grises, bruñidas en admirable desgaste por el tiempo.

(Tomado de: Toussaint, Manuel - Oaxaca y Tasco. Grabados de Francisco Díaz de León. Lecturas mexicanas, primera serie, #80. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1985)
 

 

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