jueves, 31 de enero de 2019

Luis Cabrera, La Revolución de entonces y la de ahora

En el año de 1937 apareció un libro de título homónimo al de Alejandro Dumas: Veinte años después. Se hacía en él un balance de lo acontecido veinte años después de que Huerta usurpara el poder tras el asesinato de Madero, y veinte años después de haber sido promulgada la constitución de 1917. Su autor era el ya sexagenario Luis Cabrera, quien a partir de 1908 se distinguiría como periodista de oposición al régimen de Porfirio Díaz; en 1911 como ideólogo  de la revolución naciente; en 1912 como parlamentario revolucionario y, años más tarde, al lado de Venustiano Carranza, como ideólogo de la reforma agraria y hacendista notable. Cabrera, después de la tragedia de Tlaxcalantongo, decidió retirarse al ejercicio de su profesión de abogado.

Su reaparición en los medios políticos causó revuelo. Dictó una conferencia en la biblioteca Nacional titulada “El balance de la Revolución”. En ella hacía un análisis sociológico de lo que debe ser una revolución y aplicó sus criterios al caso mexicano. Mostró a quienes lo escucharon y a los lectores de El Universal, diario en que se publicó el texto político de la conferencia, que la “revolución hecha gobierno” no había satisfecho las demandas económicas, políticas y sociales que impulsaron a las masas a luchar por sus reivindicaciones. Tal cosa fue entendida en los círculos oficiales como un ataque al gobierno del presidente Pascual Ortiz rubio, quien, en los discursos de un banquete celebrado en Texcoco, tachó a Cabrera junto con Antonio Díaz Soto y Gama, antiguo ideólogo zapatista y agrarista, de “tránsfugas de la Revolución”.

La reprimenda a Cabrera –el viejo “Blas Urrea”- no quedó en discursos. También le costó “un viaje a Guatemala sin boleto de regreso”. Y el presidente Ortiz Rubio no sólo se dedicaría a responder a los conceptos de Cabrera, sino que lo hicieron también altos funcionarios del Partido Nacional Revolucionario, como Lázaro Cárdenas y Manlio Fabio Altamirano, que señalaron los aspectos negativos de la administración carrancista.

Hicieron ver que el Primer Jefe no puso atención en el problema agrario ni ofreció reformas sociales, sino que fue Obregón quien realmente emprendió un programa de acción tendente a hacer efectivos los principios consagrados por la Constitución de 1917. Asimismo recordaron que Carranza obstruyó el proceso democrático cuando trató de imponer como candidato oficial al ingeniero Ignacio Bonillas frente a Obregón, quien contaba con el apoyo popular.

Estos señalamientos trataban de descalificar a Cabrera como autoridad para juzgar lo que se había hecho en el proceso revolucionario. Pero el hecho de que fuera deportado del país implicaba inseguridad por parte del gobierno ortizrubista.

Cabrera siguió criticando a la administración pública mexicana, en especial a la de Lázaro Cárdenas. El viejo ideólogo agrarista reaccionó frente a las ideas y acciones de Cárdenas, particularmente en materia agraria. Cárdenas repartió grandes extensiones de tierra cultivable en regiones como La Laguna, el valle del Yaqui y la Nueva Italia en Michoacán, terrenos henequeneros en Yucatán. No lo hizo para fraccionar terrenos otorgando pequeñas propiedades privadas, sino ejidos colectivos. En una mentalidad liberal como la de Cabrera, esto se le antojaba como “un ensayo comunista en México” aduciendo que el ejido colectivo era una imitación del koljos soviético
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Posteriormente, ideólogos cardenistas como Luis Chávez Orozco han tomado argumentos del propio Cabrera para explicar que, en realidad, Cárdenas estaba reviviendo instituciones que habían dado buen resultado en Nueva España y que el ejido colectivo no era imitación de instituciones extranjeras.

El problema, en realidad, era la vieja polémica entre liberales y radicales, que tuvo su mayor enfrentamiento en el seno del Congreso Constituyente  de 1916-1917. Para los liberales, el Estado sólo debía regular y no intervenir, mientras que para los radicales el Estado debía ser el medio propulsor y efectivo de las nuevas reformas. De ahí su fuerza y su participación legalmente sancionada.

En suma, se trata de dos maneras de entender la revolución. La del viejo precursor que contempla hechos que no previó, frente a la del nuevo revolucionario, que busca nuevas fórmulas para acelerar el proceso social de una revolución que amenazaba estancarse bajo la política del maximato. De ahí que el lector de la polémica encuentre razones fundamentadas en ambos bandos. Todo estriba en comprender las diferentes ideologías.

Por otra parte, la cada vez mayor participación del Estado en los aspectos economicosociales no es un fenómeno privativo del México de los años treinta. En la Unión Soviética se forjaba un estado socialista; los Estados Unidos, con el new deal de Roosevelt, dejaban atrás al liberalismo clásico, y Alemania, Italia y Japón se organizaban bajo la guía del nacionalsocialismo. La política del laissez-faire se antojaba por entonces como una cosa del pasado.
(Tomado de: Álvaro Matute – La Revolución de entonces y la de ahora. Historia de México, tomo 11, Etapa La Revolución Mexicana; Salvat Mexicana de Ediciones, S.A. de C.V. México, D.F., 1978)

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