viernes, 1 de marzo de 2024

El caracol y el sable VII

 


La burguesía, su orden y sus intelectuales

La ideología del porfiriato fue la de la burguesía mexicana. El propósito fundamental de sus expositores: Justo Sierra, Jorge Hammeken Mejía, Santiago Sierra, Justo Benítez y Telésforo García es la enmienda de la Constitución de 1857 y la crítica del liberalismo. En 1878, bajo el patrocinio de Porfirio Díaz, el grupo mencionado funda una revista política: La Libertad, en la que divulgan, tenazmente, las ideas de la nueva dictadura.

La Constitución de 1857 fue el tema principal de la crítica de los porfiristas. La consideraban antigua y utópica. "Sus autores -escribe con juvenil pedantería Justo Sierra- en gran parte estaban imbuidos en las falacias filosóficas ya añejas en 57." Los ideales de los reformadores, afirmaban, habían sido desvanecidos como el humo por la filosofía alemana, la aplicación del método experimental de los ingleses y la escuela positivista de Comte. En realidad, trataban de abolir un código cuyo acatamiento impedía el ejercicio de la tiranía.

La Constitución  de 1857 no era obra acabada. La aspiración de los reformadores no llegó a cumplirse. La guerra de intervención, el exilio y la muerte, hicieron imposible la reforma pacífica de la Constitución. No fue, por tanto, mayor obra la del grupo porfirista abolir las leyes fundamentales de la Constitución. Con el poder en manos de Porfirio Díaz, los soldados apercibidos en los cuarteles, el terror como arma política y las concesiones otorgadas a los empresarios norteamericanos, la burguesía necesitaba de un ideario que la justificara y que impidiera, jurídicamente, la disputa del poder por las clases a las que sometería. "La insensata aspiración de mando a favor de un motín de cuartel, simbolizado por don Porfirio Díaz -escribió Guillermo Prieto en 1877-, escindió en dos partes a los mexicanos: los que buscaban, en la la práctica del derecho, el progreso y la libertad dentro del orden legal, frente a los que pretendían derribarlo todo y erigirse en árbitros del país." La espada de Díaz había de lograr que la nación retrocediera, políticamente,a los días de la dictadura de Santa Anna. De la Reforma habría de conservar la separación de la Iglesia y el Estado -la desamortización, al fin, había servido para el enriquecimiento inicial de la burguesía- el culto retórico por la independencia y la orientación educativa. "La burguesía -dijo Justo Sierra- hace todos los días prosélitos, asimilándose a unos por medio del presupuesto, y a otros por medio de la escuela."

La ideología de la dictadura se sustentaba en un principio fundamental: salvar al país de la absorción por Estados Unidos. No era una idea nueva. Paredes y Arrillaga también la había expuesto a su manera. El grupo porfirista le da otra interpretación, ante la obra de Juárez y Lerdo: evitar la influencia norteamericana y procurar la inversión europea sin excluir el concurso de los burgueses mexicanos. La amenaza norteamericana "obligaba" a los porfiristas al asalto del poder. A partir de entonces, la burguesía amedrentaría al pueblo con la anexión, la conquista militar y la imposición de Estados Unidos. La "penetración pacífica", se pensó, era preferible a la dominación militar y a la pérdida de la nacionalidad. Parecía que la guerra de intervención no hubiera sido ejemplo de cómo un pueblo armado era capaz de derrotar a militares profesionales y hacer imposible la conquista de la República. La enseñanza de Juárez: Fe inquebrantable en el pueblo que lucha por su independencia, fue borrada por los cuentos en que Porfirio Díaz era la fuerza providencial. A partir de entonces la burguesía mexicana, disfrazando sus intenciones de patriotismo, enajena el país a los inversionistas extranjeros, se confabula con ellos para la explotación de los recursos naturales y afirma que lo hace para salvarlo de los generales.

La convicción de que el mestizo era indolente, soñador, romántico, despilfarrador, irreflexivo, favoreció la tendencia a entregar los recursos naturales a los extranjeros. El pueblo era anárquico -aunque en la paz de los días del gobierno de Lerdo de Tejada, precisamente el grupo porfirista haya sido el organizador de revueltas, motines y asonadas- y las libertades individuales perjudiciales a la sociedad. El mexicano, "que mandar no sabe; obedecer no quiere", iba fatalmente a ser absorbido por los norteamericanos; la libertad de expresión, en tales condiciones era temible. A un pueblo anárquico, debía corresponder un gobierno fuerte; la ley debía amoldarse a los dictados de esa fuerza, cuyo poder era una delegación voluntaria de todos los individuos para procurar el orden político dentro de la libertad económica; la evolución impediría la revolución; el partido conservador, redimido por la "ciencia", era parte importante de la sociedad y su concurso indispensable; la paz, por sobre todo, garantizaba la colaboración de las fuerzas vivas del país; los pueblos tienen los gobiernos que merecen; en naciones como México, las tendencias disolventes son más enérgicas que las de cohesión y éstas son las únicas que pueden detener el progreso de la anarquía; los indios son "razas atrasadas", inferiores, que carecen de sentimientos patrióticos y mal pueden, alcoholizados como lo están, reclamar tierras y luchar por ellas; su amor a la tierra es el de los hombres primitivos; como seres inferiores, sin derechos, están incapacitados para sostenerlos; la tierra, por tanto, debe estar en manos de los que la hagan progresar; el beneficio de latifundista es el de la patria; los desórdenes se deben a la renovación frecuente de los funcionarios; la reelección es excepcionalmente recomendable y Díaz -y los gobernadores de los estados- eran hombres excepcionales; solo Díaz podía dar cima -la teoría del hombre necesario- a una obra compleja: la consolidación del crédito, factor de prosperidad; la organización fiscal, garantía de crédito; el progreso material, fuente de fortuna pública y de la potencia financiera. Todos los problemas, afirmaban los ideólogos porfiristas, dependen de uno solo: la paz. Porfirio Díaz explicaría en las siguientes palabras -no estrictamente suyas- el secreto de su gobierno: "No bien comenzaron a tenderse por los campos de la República Los rieles de los ferrocarriles y los alambres de los telégrafos, a mejorarse los puertos, a abrirse canales de riego, a deslindarse y adjudicarse las tierras baldías, la fuerza pública a acudir rápidamente a garantizar la vida y la propiedad y a perseguir y escarmentar el bandidaje; a fundarse colonias, a favorecer la explotación de nuevas culturas y el planteamiento de nuevas industrias; y, en suma, a desenvolverse todos los intereses y abrirse a nuevas perspectivas al trabajo perseverante y honrado, los estados comprendieron la misión del gobierno federal, sintieron su influencia bienhechora, palparon su afán por el bien público, lo reconocieron, no sólo como útil, sino como necesario, y desapareciendo las antiguas rencillas y los añejos antagonismos, se sintieron estimulados a colaborar, como han colaborado, a la conservación del orden. Tal es fundamentalmente, el secreto de la paz que impera en todo el territorio desde hace veinte años."

En los principios de la pacificación, hacia 1878, varias comunidades indígenas del Estado de Hidalgo se opusieron a la apropiación de sus tierras por particulares. Lucharon contra el despojo. Díaz hizo sentir su autoridad con violencia. Los redactores de La Libertad calificaron a los indios de trastornadores del orden público y comunistas. Los indios, que en conjunto eran juzgados como razas inferiores, al demandar la protección de la ley eran alborotadores, y al defender sus tierras, salteadores y comunistas. Francisco Islas, abogado defensor de los indios de Hidalgo, dirigió una carta a los redactores de La Libertad, explicándoles la actitud de las comunidades: "...lo que deseaban los pueblos del estado de Hidalgo no es más que justicia, y piden ante quien únicamente puede impartirla: los jueces de Hidalgo. ¿No creen ustedes, los redactores, que ya se hacen sospechosos los que para defender su causa, desfiguran los hechos y lastiman la honra, no ya de los individuos sino de los pueblos?"

Las respuestas de los redactores de La Libertad fue elaborar la teoría de la inferioridad de los indios y calificar todo acto lesivo a los latifundistas de comunismo.

A los obreros les fue aplicada una teoría semejante. Alcoholizados e ignorantes, era obra lenta, evolutiva, redimirlos por la escuela y la alimentación. 

Al consumar su obra el porfirismo, la burguesía juzgaba, no sin optimismo, ante la represión de las huelgas en Río Blanco y Cananea, que los trabajadores mexicanos eran resignados y sumisos y que, por temperamento, carecían de ambiciones: eran conformes y despreocupados. "¿Prospera el socialismo en México?" preguntaba El Imparcial el 22 de julio de 1906. Y respondiéndose a sí mismo el articulista, afirmaba: "...no puede existir el socialismo sino ahí donde el obrero tiene aspiraciones, en donde la competencia entre trabajadores es muy ruda y en donde la instrucción se ha difundido entre las clases laboriosas a un grado bastante para darles a conocer y hacerles comprender las teorías de los doctrinarios y los sistemas políticos y sociales de los reformadores." No era el caso de los obreros mexicanos. La mano de obra abundaba y no aspiraban a cambio social alguno. Los trabajadores eran vistos por la burguesía en actitud pasiva. "Esa paz de los espíritus -concluían los de El Imparcial- y ese modus vivendi a que hemos llegado entre el capital y el trabajo, deja, delante de nosotros, tiempo bastante para dar cima a nuestra reorganización económica."

El Estado había renunciado a intervenir en las relaciones del trabajo, a ser árbitro en los conflictos derivados de la apropiación de tierras. El sueño dorado de la burguesía: confinar al Estado al papel protector de sus intereses, con exclusión de las otras clases, se aceptó como una de tantas teorías de los redactores de La Libertad. Años más tarde El Imparcial calificaba las peticiones de los trabajadores, de que el gobierno federal interviniera, en estos términos: "Esta forma de intervención -la del arbitraje- de las autoridades en asuntos de esta índole [los del trabajo] sería la fórmula del más estupendo de los socialismos de Estado; sería la absorción de todas las libertades y de todos los derechos del hombre por las autoridades políticas y administrativas..." Los desvelos de Sierra, Hammeken, García, Limantur... habían tenido fruto en la educación de otras generaciones. Su ideología era la de la clase gobernante.

La burguesía fue obra de Porfirio Díaz y éste de la burguesía. La compenetración de uno y otra fue tarea del grupo científico, que hábilmente creó la doctrina indispensable para hacer frente a los problemas derivados de la consolidación de sus intereses. Su visión de la realidad mexicana sostuvo la dictadura. Las teorías descendieron de la redacción de La Libertad a los ministros -los más connotados de sus redactores fueron secretarios de Estado- y de ahí a las escuelas y a las oficinas públicas. Cada una de las teorías elaboradas por los científicos las traducía Porfirio Díaz en apotegmas. En el curso de la dictadura habrían de ser el código político del país. No pudo darse, en verdad, mejor ejemplo de afinidad entre la burguesía y el gobierno. El orden político dentro de la libertad económica se traduce en "Poca política y mucha administración"; los indios, raza inferior, en "El mejor indio es el que está a cuatro metros bajo tierra"; la asociación libre a Estados Unidos, en "Un buen embajador en Washington y los demás, sobran"; la autoridad ilimitada, en "Mátalos en caliente"; la obediencia lograda por el escarmiento, en "No me alboroten la caballada". La certidumbre de que el gobernante era un instrumento lo llevó a afirmar, ante la reiterada petición de que fuera Teodoro Dehesa el candidato a la vicepresidencia y no Ramón Corral, uno de sus epitafios: "En política no siempre puede hacerse lo que se quiere."

La identificación de la burguesía y Díaz fue madurando al paso de los años de su administración. Los estados de la República -imaginó Alfonso Reyes- eran como circunvoluciones de su cerebro. "Me duele Tlaxcala", gemía, llevándose la mano a alguna región de la cabeza, y una hora después, como traído por los aires, el gobernador de Tlaxcala estaba temblando frente a él. Los científicos, al ver consumada su obra, no dudaron al afirmar que Díaz había creado la condición esencial de la organización económica, social y política de la burguesía, como ésta había delegado, en Díaz, la suma de autoridad que permitió el desarrollo de una clase a costa de la miseria, la ignorancia y la muerte de millones de seres humanos.

El derrumbe

Hacia 1912 Dehesa observaba, con zozobra, los hechos políticos del país. Desaparecido el porfirismo había que recopilar los episodios para formarse un juicio sobre el derrumbe. No era el único propósito de Dehesa. Su polémica por carta con Limantour, respecto de las responsabilidades de uno y otro, la inspiraba el deseo de dictar un fallo contra los culpables. Dehesa representó, al fin de sus días de gobierno, al partido tuxtepecano; al porfirismo que calificara de "rojo" Mariano Cuevas; al grupo que no pocos consideraban, ingenuamente, que había corrompido Limantour con sus finanzas. Dehesa era uno de los mexicanos -acaso como disculpa de sus mismos actos de gobernante- que admiten la pureza de los actos de la autoridad y la vileza de quienes le rodean, como si el Estado dependiera de actos iluminados a salvo del acoso de los perversos. En sus cartas a Limantour  le hace reproches y lo inculpa. Limantour da por terminada la discusión en carta del 12 de febrero de 1912. "Se equivoca usted -le escribió- completamente, al creer que la "atmósfera de bienestar" que mis amplios recursos económicos me proporcionan, medios que no adquirí, como otros, después de haber desempeñado un puesto público, me impiden darme cuenta de las consecuencias que la interrupción de la paz puede tener para el progreso del país o de su subsistencia como nación independiente". Dehesa no le contesta y pide por carta a Francisco de P. Sentíes que le relate la conferencia que Díaz tuviera con Huerta y otros colaboradores al caer Ciudad Juárez en poder de las fuerzas revolucionarias de Villa y Orozco, el 10 de mayo de 1911. Sentíes, casi un mes más tarde, responde a Dehesa. Había que verificar cuidadosamente los sucesos y escarbar en la memoria hasta el último detalle. Su carta pertenece por entero a la anecdótica de los desastres políticos.

En la conferencia en casa de Díaz, estaban su hijo Porfirio, Limantour y los generales Huerta y González Cossío. Huerta encuentra al Presidente de la República, "vendado del cráneo a la mandíbula, que le habían fracturado, y visiblemente abatido por Los crueles dolores que sin duda le producía la fractura. Este daño tal parecía que aumentaba la sordera que padece como antiguo soldado acostumbrado al estruendo de los cañones. Indudablemente que el señor general Díaz, sordo y abatido por los crueles dolores que con toda seguridad  le afectaban todo el organismo y especialmente la cabeza, tenía la imperiosa necesidad de entregarse por completo a sus consejeros, observándose que, de éstos, al parecer, el señor Limantour era el que ejercía predominio e influencia decisiva. Y tan esto es así, que fue el señor Limantour quien, haciéndose cabeza, interrogó al general Huerta pidiéndole su opinión, en aquel entonces, sobre los últimos acontecimientos.

"El señor general Huerta, según ratificó, con toda intención se dirigió al señor general Díaz, gritándole al oído, que se auxiliaba acercando su mano al pabellón de la oreja, y le dijo: El señor Limantour me pide mi opinión sobre los últimos acontecimientos, pero yo pregunto: ¿a qué acontecimientos se refiere? El señor Limantour, visiblemente nervioso, respondió: ¿Cómo que a qué acontecimientos? ¡Pues al decisivo, a la caída de Ciudad Juárez!"

Huerta -y en su relato a Sentíes es probable que enalteciera su participación en la conferencia- no consideraba "acontecimiento decisivo" la ocupación de Ciudad Juárez. Como en los días de su bárbara campaña contra los indios mayas, Huerta afirma que si rechazaban una columna se mandaría otra y otra y otra hasta desalojar la plaza y hacer huir a los revolucionarios a Estados Unidos para que allí los capturaran. Según Huerta, Limantour respondió que no había elemento. Huerta le replica si no había dinero; Limantour le responde que había 70 millones de pesos. Huerta insiste, sin ironía alguna, que era mucho dinero "para tan poca cosa". Y así el diálogo, de absurdo en absurdo. No había caballos para el ejército federal en su imaginaria campaña contra la caballería de Villa y Orozco. Huerta, anticipándose a los revolucionarios de Pablo González, le dice que había que requisar todos los caballos, empezando por los de Limantour. También se habló de los zapatistas. Díaz, deteniéndose la mandíbula, pregunto a Huerta si podía salir a batir a los sureños. Salió Huerta, y ya en la zona de Zapata se enteró de que, "a puerta cerrada", había entregado Limantour al gobierno con enseres, dinero, y el propio dictador, a los revolucionarios.

¡De modo que la mandíbula, la firme mandíbula de don Porfirio, que parecía, como todo él, una parte de la geografía política del país, fue la causa, rota y doliente, del derrumbe de su dictadura! La conferencia evocada por Sentíes parece un grabado de Posada. El viejo dictador, vendado, sordo, quejoso, no oye lo que se le dice; le gritan y no entiende. ¿Caballos? ¿Villa? ¿Zapata? ¿Panchito? Acaso ya se iba cayendo desde la piel al alma.

Al subir por la escalerilla del Ipiranga alguien, contenido por la escolta militar, lo vio llorar. "¡Lágrimas de cocodrilo!", le gritó. Gimió Porfirio Díaz. Su mandíbula estaba rota.


(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)

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