viernes, 19 de julio de 2019

Chinches como alfombra


1883
Chinches como alfombra


[Escrito a partir de una breve nota aparecida en el periódico El Tiempo, 8 de agosto de 1883]


Por las noches, las calles de la Ciudad de México se ven invadidas por un pequeño insecto que no distingue clases sociales, ni sexos o edades. La chinche, ese insecto fétido que se cría y reproduce en casas viejas y en camas sucias, que llegó como una peste a una ciudad pobre, infortunada y andrajosa.
Las casas viejas, sin remozar desde siglos atrás, sin agua, a veces ni siquiera para tomar, han sido el mejor lugar para la reproducción de estos miserables bichos.
Un testigo señala que hay tal cantidad de chinches, sobre todo en sitios lúgubres como, por ejemplo, la cárcel de distinción de la Callejuela, que por las noches se forman, en el paraninfo, una especie de alfombra movediza y las chinches tapizan las paredes completamente, cayendo del techo una lluvia de esos repugnantes insectos.
Los pobres y los vagabundos que duermen en la calle suelen ser devorados por esas alimañas que cubren enteramente s cuerpos. ¡Qué decir de los borrachines, chupados hasta el agotamiento por los bichos, cuando bajo el influjo del pulque quedan tirados por doquier!
La gente pobre, acostumbrada a ello, ya ni siquiera hacen nada para evitar que se paseen por su organismo. Las chinches se han convertido en minúsculos vampiros que chupan la sangre de la sociedad hasta saciarse y la gente no tiene ninguna posibilidad de evitarlas.
Es por demás tratar de hacer algo en contra de ellas pues, como es de todo mundo sabido, si no hay agua para beber, mucho menos la hay para limpiar.
A la cárcel de Belén, y a todos los presidios de este país, suelen llamarlos la Chinche. Obvio es decir que quien ingresa a presidio acepta, tácitamente, como única compañía, a estos feroces insectos.
Decenas de testimonios han quedado de la vida en esos lugares durante el porfiriato. Alfonso Cravioto señala que fue llevado a la Tercera Comisaría, conocida con la del Tequexquite y fue encerrado en un separo. En ese lugar, al encender un cigarro:
Noté que el piso estaba inmundo y que en un ángulo había un montón de piedras y ladrillos. Me trepe en él para dormir agazapado, pues siempre tuve la virtud militar del sueño en cualquier posición. Empezaba a dormirme cuando una picazón radiada y truculenta me despertó. Encendí un fósforo y miré que el jacuecito que yo llevaba era una sola mancha amarillenta y movediza: me había invadido una verdadera llamarada de chinches brotada de los equívocos ladrillos. No prendía ya más luz en toda la noche, que pasé en constante lucha a manotadas contra los agresivos insectos. La peculiar batalla dejóme con tan sangrienta facha de cara y de vestido, que al día siguiente el gendarme que me llevaba rumbo a Belén, me dijo contemplándome: “Oiga, amigo, ¿usted va preso por riña, verdad?” Las huellas abultadas de las picaduras quedaron en la fotografía antropométrica que me sacaron y que conservo. Esta vez comprendía de manera ultrarrealista por qué nuestro pueblo le decía la Chinche a nuestras cárceles.



(Tomado de: Sánchez González, Agustín - Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX. Ediciones B, S.A. de C.V., México, D.F., 2006)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario