sábado, 24 de agosto de 2019

Ley de Desamortización, 1856


Un economista irlandés de origen, Bernardo Ward, que pasó la mayor parte de su vida en España, que fue consejero de Fernando VI y ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda, decía en su libro titulado Proyecto económico que la medida más importante para resolver los problemas de América, consistía en dar en propiedad tierras a los indios para que así gozaran de la plena y pacífica posesión de todo el fruto de su trabajo. Pero las opiniones de Ward, del hombre de ciencia desinteresado, no fueron atendidas por los gobernantes y políticos españoles, y la realidad se impuso decenios más tarde al desgajarse de España sus vastos y ricos territorios de América. Claro está que de todos modos no era posible evitar la independencia de los pueblos sojuzgados; mas la lucha hubiera sido distinta si las tierras se hubieran repartido con inteligencia y equidad, creándose así intereses vitales entre un gran número de pobladores. La pequeña propiedad -dice un autor- es la espina dorsal de las naciones.
Entre los caudillos de la Independencia no faltaron quienes vieron con claridad la cuestión relativa a la tierra. Morelos pensaba que debía repartirse con moderación, “porque el beneficio de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo”. Pero como la Independencia la consumaron los que combatieron a Morelos, los criollos acaudalados que llegaron a comprender las ventajas económicas y políticas que obtendrían con la separación de España, nada hicieron para resolver el problema fundamental y de mayor trascendencia para el nuevo Estado. De 1821 a 1855 no se puso en vigor ninguna medida de significación tendiente a encontrarle solución al serio problema de la tenencia de la tierra. Por supuesto que durante ese tercio de siglo no faltaron hombres preocupados y patriotas que se dieron cuenta de la mala organización de la propiedad territorial. El doctor Mora fue siempre adversario de las grandes concentraciones territoriales y siempre se pronunció a favor de la pequeña propiedad. Pensaba que nada adhiere al individuo con más fuerza y tenacidad a su patria, que la propiedad de un pedazo de tierra; y Mariano Otero, el notable pensador cuyo pulso dejó de latir prematuramente, decía en 1842: “Son sin duda muchos y numerosos los elementos que constituyen las sociedades; pero si entre ellos se buscara un principio generador, un hecho que modifique y comprenda a todos los otros y del que salgan como de un origen común todos los fenómenos sociales que parecen aislados, éste no puede ser otro que la organización de la propiedad”. Así, Otero, por estas y otras de sus ideas cabe ser catalogado entre los que se anticiparon a la interpretación materialista o económica de la historia.
El problema más grave de México en cuanto a la propiedad territorial, desde principios del siglo XVIII hasta mediados del XIX, consistía en las grandes y numerosas fincas del Clero en aumento año tras año y sin cabal aprovechamiento. Propiedades amortizadas, de “manos muertas”, que sólo en muy raras ocasiones pasaban al dominio de terceras personas; constituían, pues, enormes riquezas estancadas sin ninguna o casi ninguna circulación. El doctor Mora planteó con erudición, valentía y claridad el tremendo problema en su estudio presentado a la Legislatura de Zacatecas en los comienzos de la cuarta década del siglo pasado. El trabajo de Mora fue visto con disgusto por las autoridades eclesiásticas, puesto que implicaba amenaza de pérdida de tan cuantiosos bienes, probablemente necesarios para dominar en la conciencia de los fieles. Las opiniones del distinguido polígrafo, y de otros mexicanos progresistas, se abrieron camino lentamente, se filtraron en el ánimo de los ciudadanos más alertas, hasta transformarse en firme convicción de que el país no podía avanzar y constituirse definitivamente como nación, si no se desamortizaban las propiedades del Clero.
Por fin, el 25 de junio de 1856 se promulgó la Ley de Desamortización. Sus preceptos y tendencias fundamentales pueden resumirse de la manera siguiente:


1° Prohibición de que las corporaciones religiosas y civiles poseyeran bienes raíces, con excepción -tratándose de las del Clero- de aquellos indispensables al desempeño de sus funciones.
2° Las propiedades del Clero debían adjudicarse a los arrendatarios calculando su valor por la renta al 6% anual.
3° En el caso de que los arrendatarios se negaran a adquirir tales inmuebles, éstos quedarían sujetos a denuncio, recibiendo el denunciante la octava parte del valor.
4° El Clero podía emplear el producto de la venta de sus fincas rústicas y urbanas en acciones de empresas industriales o agrícolas.


Como lo habrá advertido el lector, la Ley no trataba de despojar al Clero de su cuantiosa riqueza sino sólo de ponerla en movimiento para fomentar la economía nacional. Sin embargo, el Clero estuvo inconforme y amenazó con la excomunión a quienes se atrevieran a adquirir sus bienes raíces por cualquiera de los dos procedimientos que la Ley señalaba. Además, tal vez por no confiar demasiado en la eficacia de la excomunión, provocó las guerras más sangrientas que registran las páginas de la historia mexicana, y tan largas como las de la Independencia, puesto que duraron también once años, de 1856 a 1867. Terminaron con la prisión y fusilamiento de Maximiliano y el triunfo de los ejércitos liberales.
Pío IX estimuló la intransigencia del Clero mexicano, lo mismo que la de todos los fieles, ordenándoles desobedecer no sólo la Ley de 25 de junio, sino también la Constitución de 1857, condenándolas, reprobándolas y declarándolas írritas y de ningún valor. Sin los anatemas del Papa, cargados de odio anticristiano, quizás no hubiera estallado la guerra de Tres Años y no hubiera sido tal y como fue, por lo menos en parte, la historia de México de aquel periodo sangriento y cruel.
Por otra parte, los resultados de la Ley de Desamortización no coincidieron con los propósitos del legislador. Los arrendatarios, en su mayor parte de escasa cultura y de más escasos recursos, no se adjudicaron las fincas del Clero. En cambio, no faltaron denunciantes, propietarios de extensos terrenos que agrandaron sus ya vastos dominios con los bienes de “manos muertas”. Mientras tanto, la Iglesia de Cristo utilizaba el dinero producto de tales ventas para intensificar la lucha en contra del Gobierno de la República, para que fuese más enconada y sangrienta la guerra entre hermanos. Había que defender sobre todas las cosas los bienes temporales.


(Tomado de: Silva Herzog, Jesús - Breve historia de la Revolución Mexicana. *Los antecedentes y la etapa maderista. Colección Popular #17, Fondo de Cultura Económica; México, D.F., 1986)

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