miércoles, 21 de agosto de 2019

El primer sismo, 1985



Sala 1


El primer sismo


Bostezando, con piyama y bata salgo de mi recámara a la terraza descubierta (cielo nubloso), abro la puerta del baño y entro. Descubro en un rincón a mi nieta Belit sentada en su baciniquita.
Dentro de tres meses cumplirá tres años. Me sonríe y me acerco a ella.
-Buenos días, mi niña.
Afuera el aire está un poco frío.
-Tito -vuelve a sonreír y agita su melena rubia.
Me inclino a besarla y precisamente entonces, a las 7 y 19 del jueves 19 de septiembre de 1985 (el desastre de San Juan Ixhuatepec ocurrió también en un 19, el 19 de noviembre de 1984), se inició el balanceo. “Es un temblor”, me digo de inmediato, apoyando la mano izquierda sobre la pared y tomando con la derecha un brazo de la niña, para que no se derrumbe: “Eso resultaría desastroso”, pienso.
En principio, divierte a Belit el extraño movimiento. Pero el mismo, aumentando segundo a segundo de intensidad, se alarga. Ella me mira con sus azorados ojos garzos, nota en mi rostro una angustia creciente y entonces gime y rompe en llanto. Dificultosamente trato de calmarla, sin pasar por alto que estoy en una situación tan ridícula como peligrosa. Ya luego, cuando el sacudimiento amaina y se desvanece, más o menos a los cinco minutos, logro por fin besar la frente de Belit y ella deja de llorar.
-No ha pasado nada, chiquita.
Así lo deduzco cuando, tras de enderezarme un poco aturdido, recorro el resto del segundo piso de mi casa, ya con medio siglo de antigüedad, mirando paredes y techos. Bajo al primero: cocina, pasillo comedor, estudio, baño, sala zaguán, covacha… Toda la construcción está intacta y ni siquiera una leve fisura ha dejado atrás el temblor. Reviso los muros del patio y también la fachada: nada han sufrido.
Sin embargo me sorprende que, aparte del corte de la corriente eléctrica, se ha suspendido el servicio de agua potable: ni una gota viene de la calle. No había ocurrido esto al concluir pasados temblores (posteriormente me enteraré de que a la red de tuberías la afectan tremendos destrozos -y tantos, que las deficiencias de ese servicio durarán meses en las zonas más castigadas por los sismos, mientras en las intactas los ricos derrocharán agua lavando a sus caballos y a sus autos, a la vez que van llenando sus albercas donde se meterán con juguetonas putas-).


(Instalaciones del Centro Médico, tras derrumbarse varios edificios, 1985)

Suena el teléfono.
-¿Cómo están tú y tu familia?
-Sin novedad -respondo. Y añado: -¿Te das cuenta? Es el temblor oscilatorio más prolongado y fuerte del siglo.
-No -replica mi interlocutor-, acuérdate del de 1957. Yo no podía levantarme de la cama, estuvo durísimo… Por eso se cayó el Angelito.
La posición de la escultura dorada, en la cima de la columna de la Independencia (no un ángel, sino la representación de la Niké griega: la victoria alada), se había vuelto insegura al elevarse los cimientos de la columna, junto con ésta, por la presión de las nuevas casas construidas en torno de la glorieta respectiva y las vibraciones que en el pavimento inmediato del Paseo de la Reforma causaba el paso constante de vehículos. Lo cierto es que aquella estatua, casi roto su equilibrio y fuera de su punto ideal de estabilidad, prácticamente se encontraba bailando en la punta de la columna al producirse el movimiento telúrico que la hizo caer de cabeza abajo. Hubo quien lloró viendo al Angelito maltrecho en el suelo, tras de estrellarse.
También con el temblor de 1957 se derrumbó el edificio de departamentos que un arquitecto judío les levantó a unos paisanos suyos, a los que, por no cimentar eficazmente la construcción, por dotarla de una mala estructura y por emplear en ella materiales de pésima calidad, envió al Panteón Israelita. Algo semejante sucedió aquella vez con otros edificios que cayeron o resultaron muy dañados, sin que la culpa fundamental del desastre pudiera achacarse al sismo, sino a constructores maletas o bribones… y a las autoridades sobornables, que les dieron licencia para cometer verdaderas fechorías arquitectónicas e ingenieriles.
A diferencia del temblor de 1985, el de 29 años atrás fue trepidatorio, más violento y riesgoso. Pero hay que hacer una salvedad referida al subsuelo del Distrito Federal: en 1957 no había sufrido tantas alteraciones como las que padece actualmente. Además: apenas tres millones y medio de personas se asentaban entonces en el territorio de esa división política, mientras que el número de sus moradores actuales anda por los 20 millones.

(Edificio Multifamiliar, colonia Roma, 1985)

Seguía siendo acuoso el terreno soterraño del núcleo de esa célula de población, un lecho que es parte del fondo de la cuenca lacustre del valle de México. Era jefe del Departamento del Distrito Federal don Ernesto P. Uruchurtu, quien dependía del presidente Adolfo Ruiz Cortines y, no sin ciertas fallas, lo gobernaba con talento y eficacia (un millón de veces mejor que el enano que lo precedió en el puesto: Casitas, el primo de Miguel Alemán). Uruchurtu emprendió, entre otras muchas tareas admirables, la regeneración del Distrito Federal. En cuanto a su cogollo, eliminó, por ejemplo, a los mercaderes del Portal de Mercaderes, frente al Zócalo, que convertían aquel pasaje en muladar; y a las filas de puestos, prácticamente barracas, que invadían (bajo el desastroso mando de don Ramoncito han vuelto a invadir) las calles de Correo Mayor y vecinas, por lo que en ellas no era posible la circulación de vehículos. Uruchurtu levantó mercados a los que caracterizaron su orden y su limpieza (como los antiguos tianguis aztecas admirados por Bernal Díaz del Castillo), junto con escuelas y otras edificaciones públicas puestas al servicio del pueblo. Además, cuidó del subsuelo oponiéndose al establecimiento de nuevos fraccionamientos y evitando la perforación de pozos y demás formas de succión de enormes volúmenes de agua.

(Conjunto Pino Suárez, 1985)

Los expertos en mecánica de suelos entendieron sin dificultad a qué se debió el grave deterioro sufrido por la fachada, principalmente, del Sagrario, la iglesia anexa a la Catedral Metropolitana, cuando hace más de medio siglo se rajó. La causa fue muy simple: para instalar unos excusados en plano muy inferior al de la plaza de la Constitución hubo que abrir una zanja, hacia el oriente del Sagrario. Tenía que bombearse el agua que brotó en tal agujero, pero se fue más allá y se extrajo también la que constituía el subsuelo, debajo del edificio colonial. Fracturada su estructura hídrica, aquel lecho se comprimió, dañando los cimientos, hundiendo un poco al templo y, de rebote, cuarteando su fachada y parte de su interior.


Me baño con agua lodosa: la hizo rebotar el sismo en el tinaco y baja del mismo a la regadera como si fuera chocolate.

(Clasificación y remoción de escombros, café "Super Leche", Eje Central Lázaro Cárdenas, 1985)

Salgo a la callecita de la colonia Roma Sur donde se ubica mi domicilio, a eso de las diez. Brilla el sol. No advierto nada intranquilizante, pero no tardo en oír contar a un vecino que la vieja verja de la entrada del Panteón Francés se cayó, al derrumbarse sus apoyos y bases de piedras y cemento. Por la calle de Bajío me dirijo al cementerio. Al llegar a la avenida Cuauhtémoc empieza a parecerme excesiva la cantidad de ambulancias que van y vienen -ya llevo un rato de oírlas aullar enloquecedoramente-. Veo los primeros brazos que, sosteniendo palos con flameantes trapos rojos, salen de ventanillas de automóviles y camionetas que se entreveran precipitadamente con las ambulancias. Silbatazos incesantes, repetidos claxonazos. Siento que estoy desambientado, no capto el por qué de tanto jaleo.
Cruzo la avenida y llego a la reja caída; allí están sus soportes despedazados. Entro en el panteón por la ancha calzada que termina en la capilla. A cada lado, jacarandas y, más Allá, filas también laterales de monumentos mortuorios. Un policía me detiene y le muestro mi credencial de periodista; cede y me deja en paz. Al azar tuerzo al sur por una de las vías angostas y ante mí se va dibujando la representación de las zonas urbanas maltratadas por el temblor. (El panteón al que ha lastimado ese movimiento telúrico, cuya vibración no se disuelve prontamente en la memoria, termina por resultar efectivamente un espejo del centro del Distrito Federal, que en parte voy a recorrer.)
Hay muchos sepulcros sin daños pero, entre ellos, otros que se han vuelto montones de escombros. No tardo en darme cuenta del por qué de tal incongruencia: ¿cómo es posible que algunos monumentos se destrozaran, hallándose junto a un gran número de otros que permanecen intactos, erectos? Examino las porciones desperdigadas de lo que era una alta cruz de tallo cilíndrico: la inferior estuvo clavada en el pedestal con un pedazo de varilla no mayor de cinco centímetros de largo, sin que tuviera el refuerzo suficiente de cemento. En el centro del círculo superior de ese primer eslabón surge otro cacho metálico: se encajaba en ese hueco central, no muy profundo, de la base del siguiente segmento igualmente cilíndrico, a su vez con el correspondiente fierrito, arriba, que se unía a la tercera sección del tallo de la cruz. Y así sucesivamente, hasta llegar a los brazos y al fin de la parte superior.
-Mire no más, señor -me llama la atención un enterrador, que sostiene con una mano un balde vacío y con la otra una pala-: esta cruz pudo ser tirada de un empujón por cualquiera. Y ahí tiene, varios pedazos suyos cayeron sobre la tumba vecina, jodiendo al angelito que estaba encima,
Mueve el viejo la cabeza de pelo canoso y se retira.
Hay esculturas demolidas porque sus bases resultaron perjudicadas -y las causas son varias-, más los culpables de que se derrumbaran la mayoría de las que así acabaron fueron, sin duda, sus constructores. Colocaron figuras pesadas sobre columnas débiles en ciertos sepulcros; y usaron materiales de baja calidad, cuando no indebidos, en otras. No fueron la fatalidad ni Dios los que decretaron la ruina de los grupos escultóricos. Tampoco cayeron exclusivamente por la energía del sismo, sino debido a que estaban débiles y expuestos a infinidad de contratiempos.

(Edificio de costureras, San Antonio Abad, Tlalpan, 1985)

Es falso que las normas mexicanas de construcción ya resulten obsoletas. Si se obedecen, los edificios que se erijan resistirán temblores y no perderán el equilibrio. Los que se derrumbaron durante el temblor en el Distrito Federal no fueron construidos obedeciendo a aquellas normas. Nuestra burocracia sucia, mediante sobornos, aprueba el incumplimiento de las leyes de la construcción. Muchos burócratas vendibles, junto con los que ponen el dinero a regañadientes y no aceptan gastar en medidas de seguridad, además de los contratistas que emprenden obras deleznables (más que las levantadas con arena en la playa), son culpables de las edificaciones derruidas y no precisamente por el temblor. El movimiento de la tierra nada les hubiera hecho a aquellas, de haber sido construidas con propiedad.
La permanencia del 95 por ciento de los sepulcros del panteón que ninguna avería muestran prueba que lo fabricado con tino soporta perfectamente el embate de un temblor, siempre y cuando, por otra parte, nada posterior a su edificación haya lesionado sus cimientos al atentar contra el subsuelo en que se asientan.
Por la abertura de una lápida rota descubro la calavera del muerto enterrado en la fosa respectiva, no sé hace cuánto tiempo. ¿Alguien se ocupará de reconstruir la tumba, para que su huésped quede a salvo de miradas indiscretas y, en la oscuridad, recobre la paz?


(Calle de Humboldt; al fondo, el cine Palacio Chino, 1985)

Regreso a la avenida Cuauhtémoc. Crece el estrépito de las ambulancias correlonas. Vuelvo a la esquina de Bajío para seguir hacia su paralela: Tehuantepec. Ya un montón de gente se ha apostado en la bocacalle. Un poco más al fondo, el horrible espectáculo me impresiona: a los montones de tierra que motivan las excavaciones, relacionadas con un túnel de desviación de aguas negras y que son obras anexas a las inmediatas de la línea 9 del metro, emprendidas en la cercana avenida Baja California o eje 3 Sur, se añaden ahora los súbitos cerros de escombros de lo que fue un edificio de condominios, el número 12 de Tehuantepec, de nueve pisos, y de otra construcción frontera. Muy a menudo había pasado, yendo a mi casa, frente a esos condominios, y ahora veo comprimida su altura al nivel de una casa de tres pisos. Cierta conocida me informó que había pensado mudarse allí… Siento frío al recordarlo.
El temblor acaba de quebrar en segundo la estructura de una edificación que no se levantó con las suficientes defensas para enfrentársele exitosamente. Sólo se salvaron, hasta cierto punto, la planta baja y el primer piso: el resto se encogió en forma brutal. Cayeron uno sobre otro los pisos superiores como tapas de emparedados monstruosos, entre las que murieron apachurradas, trituradas alrededor de 80 personas. Por el estilo fue el destino del edificio levantado en la acera opuesta: se diría que en estos momentos resulta la carga de un enorme bote de basura vertida en forma violenta hacia el arroyo…
Grupos de hombrecillos, salidos de quién sabe dónde, hormiguean angustiosamente sobre el par de derrumbes, medio resbalándose al subir por las superficies inclinadas de las enormes losas.
Me acerco más y tomo nota de ciertos detalles: el alambrón reemplaza a la varilla en castillos y columnas, se usaron viguetas endebles donde se requerían trabes poderosas, y el escaso cemento y la arena excesiva volvieron polvorón al relleno.
Sin dificultad imagino el origen de la catástrofe. Algún caradura adinerado llamó a un constructor corruptible y le encargó la obra, recomendándole que escatimara lo más posible en materiales, sin gastar en elementales medidas de seguridad, sobre todo antisísmicas. Terminados los condominios fueron vendidos a otras tantas familias, sin que las mismas se percataran de los riesgos internos. Luego los responsables de su pésima construcción se fueron con la música a otra parte (¿cuántas muertes más habrán causado?), mientras los propietarios y ocupantes de aquellos departamentos lujosos, ignorantes, repito, de que se habían metido en una pila de ratoneras, llenos de confianza las habitaron. Muchos de sus miembros, unos segundos antes de las 7 y 19 del 19 de septiembre, estaban seguros de poder gozar de un porvenir agradable. ¿Cómo podían vislumbrar la proximidad de una tragedia espantosa? Instantes después, la mayor parte habían dejado de existir y otros se hundían en un horrendo estado agónico. Los cadáveres destrozados de varios de ellos se rescatarán horas o días después  del temblor, en tanto que los restos de otros y el cascajo forman una mezcla repulsiva, que se irá haciendo más y más maloliente.
Es el primer edificio derruido, éste de Tehuantepec 12, que veo durante mi caminata de diez horas en la trágica mañana.


La señora Judit García, que habitaba uno de aquellos condominios, habló con Elena Poniatowska. Sus palabras las transcribe esta gran señora de la literatura periodística de primera calidad en uno de sus magníficos cuadros vivos de los días sísmicos.


El día 19 de septiembre a las 7:19 murieron mi esposo y mis tres hijos por la mala construcción del edificio de Tehuantepec 12. A mi familia no la mató el fenómeno natural, la mató el fraude y la corrupción que auspicia el gobierno de México… Quiero decir que la gente que murió no murió por el sismo, eso es mentira; la gente murió por la mala construcción, por el fraude, por culpa de la incapacidad y la ineficiencia de un gobierno corrupto… El 90% de los habitantes de Tehuantepec 12 quedó muerto… Que quede bien claro que no fue un problema sísmico, sino un problema de asesinos que están en el poder y no les interesa la vida de los niños… A la gente que perdió a sus seres queridos -yo perdí a mis tres niños y a mi esposo- les pido que tengan fuerza y se indignen, acusen, se organicen, porque es un escarnio, una burla que en un momento dado, un asesino como Guillermo Carrillo Arena esté al lado del Presidente encabezando pomposamente un Fondo de Reconstrucción.


Otro habitante de la trampa mortal de Tehuantepec 12, el ingeniero Raúl Pérez Pereyda, que ahí perdió a su esposa, a su hija y a dos nietos suyos, también fue escuchado por Elena: 


Durante los tres días que duró el rescate de mi familia, nunca vi a un solo zapador, un solo pico, una sola pala verde del ejército o de la policía. Toda la ayuda fue exclusivamente de voluntarios. El ejército llegó, es cierto, a acordonar la zona, a estorbar, a robar. Delante de mis ojos robaron dinero y joyas. Puedo testificarlo en cualquier momento, porque lo considero un acto de valor civil. Tengo nombres de personas del ejército que se robaron vilmente y delante de nuestros ojos joyas y pertenencias de todos los condominios y que impidieron que voluntarios que iban gentil, bondadosa, valerosamente a ayudar al rescate, subieran.

(Hotel Regis, y voluntarios; 1985)

Pero el buenazo de Juan Arévalo Gardoqui, secretario de la Defensa Nacional, declara: “Sé perfectamente que las medidas de seguridad y orden no son del agrado de muchas personas, máxime si están afectadas sentimental y emocionalmente por las tragedias, en especial cuando sus parientes están muertos o en peligro de fallecer… ¿Qué es preferible, salvar vidas o causar más muertes? Si no se hubieran aplicado las medidas disciplinarias, muchas personas hubieran intentado ingresar en los edificios dañados y con toda seguridad la mayoría de ellas, debido a su desesperación, no hubieran salido de ellos.” (18-X-85.)
Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, la tropa estorbó las labores civiles de rescate, importándole poco que se perdieran miles de vidas. Amenazando a quienes podían, nacionales o extranjeros, muchos soldados querían dedicarse en santa paz al pillaje dentro de las ruinas o los edificios averiados, en torno de los cuales se extendieron mecatitos horizontales. Ocurrió, sí, en tal forma: los soldados, en general, utilizaron armas de alto poder para amedrentar a pacíficos ciudadanos (de cuyo trabajo e impuestos dependen), cuando que debieron echar mano de herramientas adecuadas, descombrar y arrancar seres vivos de la muerte. Algunos lo hicieron.


Habré de establecer mi paseo, durante la mañana del 19 de septiembre, varias constantes. Tal como la citada estafa arquitectónica del judío, que se despanzurró en 1957, muchos de los edificios caídos entre las 7 y 19 y las 7 y 25 se distinguían por no estar cimentados debidamente (sus pilotes eran enclenques), por su mala armazón metálica (en los escombros se descubre, entre otras anomalías, que se emplearon vigas de tres octavos para sostener plantas en que se acumularon grandes pesos) y porque en ellos hubo muchos materiales deleznables o que no eran los indicados. Llegó el temblor e hizo que se desplomara lo que por fuerza tenía que desplomarse. ¿Por qué a los edificios más altos, situados precisamente en la zona sísmica por excelencia del Distrito Federal, nada les hizo; por qué, después del temblor, siguen en perfectas condiciones la Torre Latinoamericana, la de Pemex, el Hotel de México [actualmente World Trade Center], la sede de la Compañía Mexicana de Aviación y otras construcciones similares? Pues porque fueron fabricadas a consciencia, sujetas a las normas más rígidas de seguridad.
Segunda constante: un crecido número de los edificios derrumbados hospedaban oficinas de gobierno, escuelas públicas (en las que tuvo que ver el distinguido arquitecto Francisco Artigas, multibillonario), hospitales y edificaciones erigidas por el gobierno o por mafias de líderes sindicales para “el bienestar de la gran familia de los trabajadores” (tantán). Tampoco se puede culpar a la temblona madre tierra de esas desgracias, en rigor causadas por la ineptitud y la corrupción: las peores y más victoriosas enemigas de México. Los encargados de levantar todo aquello que luego el sismo derrumbaría son cuatitos de los influyentes o contratistas ladrones, con fondos para cubrir la mordida necesaria que les permita construir edificios gubernamentales, con el temblor vueltos acordeones mal cerrados y desbordantes de caliche, ladrillos rotos, viguetitas torcidas, alambrones engarruñados y nubes colosales de polvo.
Tercera constante: además de edificios de condominios, no son pocos los hoteles a los que el temblor hizo mierda o dejó muy maltratados interiormente, como el California, casi en la esquina de Baja California y Cuauhtémoc; el Benidorm, en Cuauhtémoc cerca de San Luis Potosí, o el hotel del Prado (que, gracias a la millonaria compra de un peritaje balín, favorable a la construcción, será reparado para volver a funcionar y caerse totalmente en el próximo sismo). En la edificación de éstos y otros elefantes se evitó gastar en elementos indispensables, prefiriéndose el acabado de relumbrón. La seguridad quedó en entredicho.
Téngase en cuenta que el cuerpo principal del hotel Regis, el del centro, resistió el temblor (aunque no al incendio que estalló en sus calderas, por lo que finalmente se procedió a demolerlo). En cambio, sus anexos laterales, de factura mucho más reciente que aquella parte antigua,la de las columnas, se desmoronaron durante el movimiento telúrico. No hay que olvidar, además, que los cimientos de todo el conjunto fueron dañados por las obras de la línea del metro Indios Verdes-Universidad.

(Voluntarios en Tlatelolco, 1985)

Jamás la Secretaría de Turismo, ni la de antier ni la de ayer, dirigida en el sexenio de su todopoderoso amiguín por la señora que intentó dárselas de periodista, fracasando rotundamente (muchas majaderías más cabe esperar de tamaña rorra); ni la de ahora, manejada por un ingenuo que anuncia en el extranjero a México, señalando con alborozo la debilidad patológica, siempre creciente, de su moneda; jamás la Secretaría de Turismo se ha ocupado de vigilar la erección de hoteles, para así garantizar a los turistas su resistencia antisísmica.
Tampoco sufrió con el temblor la tienda de Salinas y Rocha, pegada al Regis, cuyo fuego resultó el origen de su destrucción.
Cuarta constante: la serie continuada de derrumbes en las cercanías de cada línea del metro (en la antigua región lacustre y, a la vez, de notable carácter sísmico). Los edificios víctimas no fueron manifestaciones de arquitectura de alta categoría, pero varios pudieron mantenerse en pie, pese al temblor, si encima no los hubieran debilitado los trabajos requeridos en la instalación de tales caminos con sus estaciones, vías, túneles… Los taladros neumáticos que día y noche rompieron el pavimento de la calle, haciendo vibrar las bases de las construcciones próximas; las máquinas brontosáuricas que, sacudiendo ferozmente el terreno abrieron anchas y profundas zanjas, y los sistemas de bombeo de agua que no sólo echaron fuera a la de las excavaciones, sino asimismo a la del subsuelo de zonas aledañas, se comportaron como enemigos acérrimos de la estabilidad de las construcciones erguidas frente a la avenida bombardeada bajo la cual, además, empezaron a correr trenes subterráneos que, durante 18 horas diarias, hicieron cimbrarse los alrededores con todo y sus edificios -y ese traqueteo, por supuesto, sigue y seguirá-.


He hablado de edificios tumbados, sin olvidar a los seres vivos que entre sus ruinas quedaron presos, o a las mujeres y hombres, grandes y pequeños, que murieron inmediatamente dentro de ellos, a menos que perdieran la vida afuera al caerles encima la fachada de alguna construcción, como los pasajeros de un autobús que aplastó al venirse abajo la fachada y parte de los pisos del hotel de Carlo, en la Plaza de la República.
Según es usual, el gobierno reduce el número de víctimas al mínimo, como ya señalé. ¿Remordimiento de conciencia? Quizá. Aunque más bien se trata de adaptar el dato para que sea digno de exhibirse en el escaparate de mentiras públicas: pocos muertos, pocos lesionados, pocos desaparecidos. Las naciones extranjeras nos vigilan. Sonriamos, no pongamos rostros fúnebres. Recordémosles que somos fuertes. (A México los temblores le pelan los dientes.)
Procedió así el gobierno al ocurrir el desastre de San jUan Ixhuatepec. ¿Por qué? Porque en el mismo, mediante Pemex, el gobierno tuvo enorme culpa. Y gran culpa ha tenido en la terrible desventura que a partir del 19 de septiembre de 1985 aqueja al pueblo del Distrito Federal.
Naturalmente, en las acciones del gobierno la congruencia siempre está ausente. Podría esperarse que, si lo avergonzó la catástrofe de San Juanico, trataría después de evitar una más en lo futuro. Pues no es así. Aquel pueblo infeliz se encuentra ahora en la misma situación de inseguridad que antes del 19 de noviembre de 1984. El gobierno federal no ha puesto reparos a que Petróleos Mexicanos mantenga, en el inmediato derredor de San Juan Ixhuatepec, gigantescos depósitos de combustible; ni que a un tiro de piedra del parque de San juanico funcionen las instalaciones de las gaseras privadas: Vel-A-Gas, Bello Gas, Uni Gas, Gas y Servicio… Un dirigente de los damnificados comenta: “Aquí cambió el paisaje, pero sólo en el centro y en los lugares donde eran más visibles los efectos del desastre. Fuera del jardín y de la escenografía que aquí se instaló, el drama persiste; el temor y la zozobra son permanentes entre el vecindario; y es que seguimos rodeados de peligros.”
Lo mismo ocurrió y ocurrirá en el Distrito Federal: ablandados con sobornos, diversos funcionarios gubernamentales expidieron licencias de construcción de matamoscas, y esos mismos o sus herederos otorgan dictámenes periciales en favor de la rehabilitación de construcciones muy dañadas y que más bien deberían demolerse.

(Parque Deportivo "Delta", del IMSS, usado como morgue, 1985)

Era lógico, debo insistir, que un sismo más o menos intenso, como el del 19 de septiembre de 1985 (si etimológicamente fue un terremoto: movimiento de tierra, semánticamente no tuvo las características cataclísmicas de un terremoto verdadero), hiciera trizas a castillos de naipes, a palacios de arena. Mucha  culpa ha tenido igualmente el gobierno en la conformación acuanosa del subsuelo del Distrito Federal cavándolo, perforándolo, abriéndole pozos y permitiendo que en otras formas se le saque el agua necesarísima para mantener el equilibrio interno de un territorio consolidado sobre los antiguos lagos del Anáhuac. Construidas sobre el soterraño lecho acolchonado por la humedad, las joyas coloniales soportan sin mella el paso de los siglos. Pero si ese fondo lodoso se reseca al quitársele su agua, tiende a encogerse y a perjudicar indirectamente las cimentaciones de las casas que sobre él se han levantado, restándoles vigor y haciéndolas presas fáciles de un sacudimiento telúrico.


Decía que el número oficial de víctimas del fenómeno -muertos, heridos, gente que se queda sin casa de un día a otro, huérfanos abandonados a su suerte- no corresponde a la realidad. De cualquier manera, hayan sido sólo decenas o hayan sido miles de los que murieron, piénsese en la segunda división de los mismos. A la primera la forman aquellos que instantáneamente fallecieron -golpeados, prensados por muros o techos de sus habitaciones, de los despachos a donde acababan de llegar, de las fábricas clandestinas de ropa en las que trabajaban, de las aulas escolares donde abrían libros y cuadernos o de los cuartos moteleros en cuyas camas se daban los últimos besos-. La segunda división corresponde a la de quienes sufrieron una larga agonía antes de morir. Hundidos en escombros de los que no pudieron salir, sus quejumbres tristísimos escuchados en el exterior no les sirvieron de nada. Y al cabo de horas o días la muerte los acalló. 

(Voluntarios en la Cd. de México, 1985)

Hay que insistir que el gobierno tuvo una abrumadora responsabilidad en todas las muertes, en todas las heridas, en todas las desgracias que, por inercia, se atribuyen exclusivamente al sismo del 19 de septiembre. Muchas niñas, muchos muchachos (como los de la secundaria 3, de la avenida Chapultepec, horriblemente destrozada); muchos veladores, intendentes, mozos, personal de limpieza y demás empleados que se hallaban en la Secretaría del Trabajo y en diversos edificios oficiales derrumbados de golpe al ocurrir el movimiento oscilatorio que padeció el Distrito Federal aquel jueves 19, no hubiera muerto si no padeciésemos autoridades amorales y constructores canallas. (Como se descubrió en el caso de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social -¡!-, su edificación de siete pisos contaba con cimientos destinados a soportar el peso de sólo tres.)
-Cuando un edificio se cae, al primero que quieren culpar es al arquitecto -refunfuña Mario Pani, autor de los proyectos del multifamiliar Juárez donde los derrumbes mataron a mil personas y dejaron sin vivienda a cientos de sobrevivientes. -Yo no creo que haya culpables -replica otro arquitecto: Enrique Yáñez, a quien se deben el Centro Médico del IMSS y 17 hospitales (parte de los cuales se desplomaron, mientras casi todo el resto quedó para demolerse). Añadió este cínico carcamal: -Mi labor es ajena a las consecuencias sísmicas. ¡Carajo!, yo no soy calculista.
El pueblo debería lapidar a tales genocidas. Genocidas son, entre otros, los responsables de la erección de construcciones derrumbadas por el temblor o que tras de éste sólo quedan para la piqueta, en el multifamiliar Juárez, en el Centro Médico, en Tlatelolco, (por cierto que el perito antisísmico Emilio Rosenblueth tuvo a su cargo calcular las estructuras de las construcciones tlatelolcas que el temblor tiró o dejó muy dañadas).
Sí, a todos esos se les debería castigar matándolos a pedradas.


(Tomado de: Nikito Nipongo (Raúl Prieto Río de la Loza) - Museo Nacional de Horrores. Ediciones Océano, S. A. México, D.F., 1986)

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