jueves, 29 de agosto de 2019

Radio Fórmula, 19-sep-1985



(Insurgentes y Álvaro Obregón, 19 de septiembre de 1985. foto tomada de este POST)



El edificio se bamboleaba con una fuerza que no puedo describir



Es un verdadero milagro que haya sobrevivientes -dice Pedro Ferriz de Con- porque tal y como sucedieron las cosas fue para que todos estuviéramos muertos.
Todo empezó a las 7:18 de la mañana. Sentimos el típico temblor muy tenue. Yo estaba pasando una nota en que Mario Moya Palencia se confirmaba como embajador de México ante la ONU. Seguimos sintiendo aquel temblor oscilatorio. Avenida Cuauhtémoc y Río de la Loza es una zona en donde empieza el lodo en el subsuelo de la ciudad de México. Pensé que iba a ser oscilatorio todo el tiempo y que, como tantas veces, iría disminuyendo. Le pedí al operador de audio en la cabina de enfrente y del que me separaba un cancel con un vidrio, que quitara la grabación para empezar hablar del temblor. Por deformación profesional, mi primer impulso, en vez de correr, fue el de hacer la crónica. Entonces vi que se le salían los ojos de las órbitas, estaba realmente muy asustado. Lo vi como semisentado en el aire a punto de dar un brinco. Margarito, tranquilo, tú sigue allí en tu puesto y vamos a narrarle a la gente lo que está pasando: Señoras y señores: se está sintiendo en la ciudad de México un temblor oscilatorio. Vamos a ponernos en contacto con el observatorio de Tacubaya para averiguar de qué magnitud es. Creí que iba a durar como un minuto y ¡nada! ¡cuál minuto, siguió oscilando más, y cada vez más, y cada vez más! Empezó a asomar el miedo en una forma muy tenue, y pensé en los míos; mi mujer, mis hijos. El edificio se bamboleaba con una fuerza que no puedo describir. Vi, a través del vidrio de mi cabina, cómo caían los lóckers encima de las personas que tenía enfrente: el productor ejecutivo del programa y mi operador, y las columnas empezaron a tronar y las losas también y fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos en medio de un verdadero terremoto. vi los ojos del operador, vi su expresión de pánico. Ya no le obedecían los músculos de la cara y tenía un rictus de terror, lo vi brincar como una gacela hacia la puerta de su cabina y en ese momento todo fue oscuridad, perdimos piso, me caí en el vacío con todo y mesas, sillas, alfombras, todo lo que, según yo, era sinónimo de solidez. 
Yo sentía que íbamos desplomándonos como en escalonazos, y creo que desde el séptimo en que estábamos caímos al quinto. El edificio constaba de una planta baja y seis pisos. Luego caímos al primer piso y con nosotros una losa junto con una catarata de escombros, de pedazos de losa, varillas, discos, vidrio, madera, ruido. Me acordé de Alicia en el país de las maravillas, cuando se va cayendo por un túnel en medio de la más completa oscuridad. Y entonces, sepultado bajo tantas cosas recordé a Joaquín Pardavé. De niño, mi papá o mi mamá me contaron, que cuando exhumaron sus restos lo encontraron boca abajo y con la seda que tapizaba el ataúd, rasguñada. Supuestamente lo habían enterrado vivo. Yo me decía que aquella muerte tan horrible, a la que más le había temido, me había venido a tocar a mí. Le pedí a Dios morir rápido, para no sufrir asfixia. no sentía miedo sino una profunda resignación y la tristeza de pensar en los míos; en mi mujer y mis hijos tan chicos. Me puse a rezar un Padre Nuestro y, acostado boca arriba sin poder moverme, supe que Dios estaba allí conmigo y me decía: “Ahora busca los medios para sobrevivir”. Con trabajos quité de mi cara un pedazo de losa, y me di cuenta de que tenía encima un marco de ventana y eso me había ayudado a que no me aplastaran los escombros. Luego torcí un poco la cabeza y miré hacia atrás y vi un agujerito de luz y pensé que por allí estaría entrando un poquito de oxígeno y que no iba a morir asfixiado. Me puse a escupir lo más fuerte que podía, y había como un resoplido de todo el polvo de concreto que tenía en la boca, en la nariz y en los ojos. no podía abrirlos bien porque todo era una nube de polvo. De pronto vi a Alfonso Chang, a quien le decimos el Chino, productor del programa “Batas, pijamas y pantuflas”, salir bajo los escombros sangrando de la cabeza. Exclamó:
-Pedro, ¿puedes caminar?
-No creo que pueda porque creo que tengo la espalda rota.
-¿Sabes qué?, si no te incorporas y salimos, se nos va a caer todo encima.
Volví la cara y vi un muro alto, alto, que tenía adheridos pedazos de pisos precipitándose hacia nosotros. Podía oler la adrenalina que secretaba mi cuerpo. El Chino me jaló y sentí que me partí en pedazos pero me levanté y apoyándome en él, nos fuimos caminando, junto con un muchacho Ricardo que de pronto apareció. Ascendimos una montaña de escombros. Desde allí se veía la calle. Conforme iba yo saliendo, oí los gritos de desesperación. En la avenida Cuauhtémoc, en vez de circular coches circulaban gentes, que corrían de un lado a otro como hormigas aturdidas. Lo veía todo en blanco y negro, como si hubiera huido el color, por el efecto del polvo de tanto edificio derrumbándose. Mientras subíamos a la montaña de escombros, pude oír los gritos ahogados y los lamentos de mis compañeros y hasta distinguía lo que algunos decían: “Sáquenme de aquí”, “¡No ven que estoy aquí debajo?” Y yo sin poder hacer nada, como en una especie de shock.
Me ayudaron a bajar hasta la banqueta y recuerdo que vi pasar a una compañera reportera que se llama Rosa Haydée Castillo que al verme se puso a llorar. “Debo estar muy deprimente para que al verme llore”, y le pedí: “Dame un beso, Rosa Haydée, para que veas que estoy bien y que todos estamos bien y que nos vamos a salvar”. Fue precisamente el papá de Rosa Haydée, el señor Castillo, quien se ofreció a manejar mi camioneta, cuyas llaves estaban en la bolsa de mi pantalón, y me llevó al hospital.
Cuando iba a arrancar la camioneta donde me subieron entre varias personas, les dije que si creían que era yo tan egoísta que me iba a ir solo al hospital, que subieran a todos los que cupieran, especialmente a mis compañeros de Radio Fórmula. “No, vete tú, los demás van a ir en otros vehículos.” Me lo dijeron porque todos los demás estaban muertos.
Llegó mi papá:
-¿Cómo te viniste tan aprisa?
-En una moto.
-¿Y cómo están todos?
-Muy mal, hijo, es una zona de desastre.
Comencé a preguntar por mis compañeros. Por Gustavo Armando Calderón, tan querido, con el que subía todos los días en el elevador y bajaba en el quinto piso. Allí encontrábamos a un señor flaquito de la limpieza: “Buenos días”, “Quiúbole, ¿cómo está?” Me informaron que el maestro Gorbachov estaba muerto junto con los del programa de “Batas, pijamas y pantuflas”, que también estaba muerto Gustavo Calderón padre, y recordé cómo todos los días al saludarme me abrazaba; y Sergio Rod, con el que siempre bromeaba y me convidaba un tamal en su cabina y en medio del tamal y de las hojas y del café contábamos algún chiste. Y temblando pregunté: “¿Y Margarito?” Yo tenía el remordimiento de haber evitado que Margarito mi operador se fuera, a lo mejor a tiempo; “Está muerto”.
Todo fue una pesadilla espantosa que espero sepamos capitalizar en experiencia. Debemos aprender alguna forma de conducta que evite que las cosas alcancen tan enorme dimensión. Decía el maestro Zeevaert, que es un experto en mecánica de estructuras, que no hay estructura hecha por el hombre que garantice que vaya a resistir un terremoto, tampoco hay estructura de sentimientos que resista un desastre como éste.


(Testimonio recopilado por Fidela Cabrera, tomado de: Poniatowska, Elena - Nada, Nadie. Las voces del temblor. Ediciones Era, S.A. de C.V. México, D.F., 1988)

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