Al triunfo de la República, Benito Juárez propuso su reelección en la Presidencia, la cual obtuvo fácilmente; pretendió aumentar sus poderes ejecutivos e intentó que los eclesiásticos gozaran del derecho de voto y elección. Estos hechos, y el retiro hizo de varios jefes relevantes del ejército, provocaron serio disgusto entre los radicales del partido liberal. Porfirio Díaz, que había sido designado jefe de la segunda división, con sede en Tehuacán, expresó su disgusto y solicitó su retiro definitivo, el cual le fue concedido. Pasó a Oaxaca y se dedicó a la agricultura, pero no se alejó de la política, pues en 1870 fue elegido miembro del Congreso Federal. La segunda reelección de Juárez en 1872 hizo crecer el descontento de la oposición y se produjo el levantamiento que tuvo como bandera el Plan de la Noria; pero muerto el presidente el 18 de julio de ese año, la rebelión perdió su razón de ser. Lo sucedió el presidente de la Suprema Corte, Sebastián Lerdo de Tejada, quien al declararse reelecto en septiembre de 1875, exacerbó nuevamente a la oposición. Porfirio Díaz se levantó en armas, conforme al Plan de Tuxtepec, y al triunfar el movimiento, Lerdo abandonó la capital (20 de noviembre de 1876) y se refugió en Estados Unidos. El vencedor convocó a elecciones y fue electo presidente en mayo de 1877. El lema de Tuxtepec había sido la no reelección; así, en 1880 entregó el gobierno al general Manuel González. Sin embargo, nada le impedía ser reelecto para el periodo 1884 a 1888. Tras el tormentoso período de González, promovió su candidatura y volvió al poder. Se restituyó el texto constitucional a su forma primitiva, que nada decía de la reelección y Díaz ya no abandonó la presidencia sino hasta 26 años más tarde, en que tuvo que renunciar ante la revolución acaudillada por Francisco I. Madero. Poco antes de las elecciones enviudó de su primera esposa y contrajo segundas nupcias con una joven de 19 años (Porfirio tenía 54), Carmen Romero Castelló, hija de Manuel Romero Rubio, que fuera su enemigo político durante la presidencia de Lerdo.
Desde su primera gestión presidencial (1876-1880), el principal cuidado de Porfirio Díaz fue consolidarse en el poder. En el orden político, procuró dominar al Poder Legislativo, que hasta los tiempos de Juárez había sido poderoso opositor del Ejecutivo. Para ello manejó las elecciones de senadores y diputados de manera que sólo tuvieron acceso a las cámaras quienes le eran incondicionales. Se recurrió al fraude electoral por la violencia, la impostura de cajas electorales o la múltiple votación de las mismas personas. El Congreso decayó completamente y se convirtió en apéndice del Ejecutivo, sin otro fin que dar al régimen una apariencia de legalidad y democracia. La misma política fue ejercida en los Estados: se impusieron gobernadores adictos al presidente, de manera que la federación desapareció de hecho y se instauró un centralismo presidencial absoluto. El Poder Judicial se acomodó fácilmente a las circunstancias. Díaz sofocó toda rebelión aun en sus principios. En 1879, como le llegara la noticia de un complot revolucionario que se fraguaba en Veracruz, ordenó al gobernador Terán la aprehensión de los sospechosos y luego que los ejecutara, lo cual hizo con 9 de ellos sin formación alguna de causa (25 de junio). A esta política se le llamó de "Mátalos en caliente", por el texto de las instrucciones telegráficas que envió al mandatario local. Es muy larga la lista de las personas que fueron sacrificadas a causa de su rebeldía. Una de las más conspicuas fue el general Trinidad García de la Cadena, quien al aproximarse las elecciones para el cuatrienio 1888-1892, pretendió disputar la presidencia de Díaz: al internarse al norte del país, donde tenía sus partidarios, fue asesinado. Cuando la oposición provenía, no de caudillos particulares, sino de grupos, se les exterminaba igualmente, como ocurrió en el pueblo de Tomochic, en Chihuahua, cuyos habitantes fueron pasados por las armas, hasta el último, pues hasta los heridos fueron rematados en el paredón de fusilamiento (29 de octubre de 1892). Sin embargo, esta despiadada energía impidió la sucesión de revoluciones que con frecuencia estallaban en México por la disputa del poder, y se consolidó una paz muy grata a los habitantes de la nación, cansados de más de 60 años de guerra civil. Así se explica que a Porfirio Díaz se le llamara "héroe de la paz", y que sus opositores calificaran la situación de "paz sepulcral". La oposición de la letra impresa fue reprimida mediante la compra o la persecución de los editores de periódicos, hasta lograr su completo sometimiento. Hubo quienes resistieron heroicamente el soborno, la cárcel y la hostilidad, como los directores de La Voz de México y El Hijo del Ahuizote, El Tiempo, periódico católico, acabó por aceptar una subvención del gobierno, de manera que sus textos eran tolerados para dar la impresión de la existencia de una prensa libre. En los estados de la República la persecución contra la prensa libre fue aún más atroz, pues se llegó al asesinato de los directores de periódicos. La consecuencia de está política de represión, en lo cívico y en lo editorial, fue la absoluta indiferencia electoral del pueblo mexicano, que acabó por dejar desiertas las urnas, a las cuales sólo asistían por obligación los empleados públicos con la consigna de votar por los candidatos oficiales para las cámaras y por Díaz para la Presidencia.
En el orden religioso, no obstante el triunfo del liberarismo sobre la Iglesia Católica, el presidente Díaz optó por una política de completa reconciliación. Sin derogar las Leyes de Reforma, pues lo contrario hubiera sido otorgar un triunfo póstumo al partido conservador, tomó el más fácil camino de no observarlas. El pueblo se acostumbró así al desprecio y violación de la ley, aún por las mismas autoridades. Al amparo de este disimulo, la Iglesia volvió a ocupar un sitio determinante en el destino de la nación, pero sin responsabilidad alguna, pues oficialmente estaba separada del Estado. Las diócesis aumentaron en 8, los conventos de hombres y mujeres renacieron y aún se fundaron otros; y las escuelas confesionales funcionaban libremente, en especial las de los jesuitas a las cuales asistían los hijos de quienes fueron próceres liberales. Los bienes eclesiásticos, respetados y protegidos, aumentaron con donaciones y combinaciones financieras. Díaz hizo pública ostentación de su credo católico, al mismo tiempo que era miembro prominente de la masonería. El las bodas de oro del Arzobispo de México, el antiguo intervencionista Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, el presidente le regaló un lujoso bastón de carey y plata, que se exhibió por las calles de México. La Basílica de Guadalupe fue remozada a gran costo y el 12 de octubre de 1895 la imagen fue coronada solemne y espectacularmente.
El ejército había sido otra fuente de inestabilidad, a causa del poder que daba a los generales ambiciosos. Al principio de su gobierno, Porfirio Díaz no licenció a las tropas porque su cesantía las hacía propensas a seguir a los caudillos revolucionarios, pero las tuvo en constante movimiento por toda la República y las desarraigó de sus localidades nativas, con lo cual impidió las rebeliones locales. A quienes fueron guerrilleros liberales y republicanos los agrupó en cuerpos de policía rural y les encargó la persecución de los bandoleros y la seguridad de los caminos. Posteriormente, conforme consolidaba su poder, otorgaba de una parte grandes beneficios a los militares de alta graduación, y de la otra iba reduciendo los efectivos de tropa, de manera que no existiera una fuerza bélica que alguien pudiera encabezar en su contra. Al asumir la secretaria de Hacienda, José Ives Limantour redujo en todo lo posible las partidas destinadas al ejército con el fin de hacer ahorros y nivelar el presupuesto. Llegó la ocasión en qué prácticamente los generales no tenían a quién mandar y se les ocupaba en comisiones de estudio en México y en el extranjero. Sólo los muy adictos al presidente manejaban tropas, formadas por medio de la leva que arrancaba a los campesinos de sus hogares. Díaz no temía una agresión por parte de Estados Unidos, nación con la cual estaba en excelentes términos por su política de concesiones al capital norteamericano, cuyos intereses en México impedirían una nueva intervención europea como la francesa. Al ejército lo mantuvo ocupado en sofocar aún los más insignificantes brotes rebeldes y también en dos guerras contra los indios yaquis y mayos, en el norte, y mayas, en el sur.
Las tribus de yaquis y mayos vivían prácticamente independientes del gobierno y consideraban al hombre blanco, fuese norteamericano o mexicano, como su peor enemigo, lo cual las mantenía en constante pie de guerra. Díaz pretendió incorporarlos a la vida nacional, con el propósito de aprovechar sus tierras, pero el jefe Cajeme (José María Leyva) encabezó un levantamiento general (1885-1886) y libró sangrientos combates con las tropas federales hasta que fue vencido en Buatachive (12 de mayo de 1886). Huyó, pero denunciado por una india, se le aprehendió y fue muerto. Lo sucedió Tetabiate (Juan Maldonado), quien durante 10 años (1887-1897) acosó al gobierno con sus guerrillas hasta que se firmó el tratado de paz del 15 de mayo de 1897. Más adelante estalló nuevamente el conflicto, por incumplimiento del tratado, y Tetabiate fue derrotado, perseguido y asesinado por otro indio el 10 de julio de 1901. Los indios mayas en Yucatán, que se mantenían sublevados desde la primera mitad del siglo XIX, se habían hecho fuertes en Quintana Roo. El general Ignacio A. Bravo los redujo en 1901 y en 1905 se rindieron los últimos cabecillas. En las postrimerías del porfirismo, el general Bernardo Reyes organizó el servicio militar obligatorio con excelentes resultados, y acaso fue ésta la razón por la que Díaz se apresuró a alejarlo del mando y aun de la República. Aunque el Colegio Militar fue bien atendido, de ahí sólo salían oficiales destinados principalmente a los estados mayores...
Desde su primera gestión presidencial (1876-1880), el principal cuidado de Porfirio Díaz fue consolidarse en el poder. En el orden político, procuró dominar al Poder Legislativo, que hasta los tiempos de Juárez había sido poderoso opositor del Ejecutivo. Para ello manejó las elecciones de senadores y diputados de manera que sólo tuvieron acceso a las cámaras quienes le eran incondicionales. Se recurrió al fraude electoral por la violencia, la impostura de cajas electorales o la múltiple votación de las mismas personas. El Congreso decayó completamente y se convirtió en apéndice del Ejecutivo, sin otro fin que dar al régimen una apariencia de legalidad y democracia. La misma política fue ejercida en los Estados: se impusieron gobernadores adictos al presidente, de manera que la federación desapareció de hecho y se instauró un centralismo presidencial absoluto. El Poder Judicial se acomodó fácilmente a las circunstancias. Díaz sofocó toda rebelión aun en sus principios. En 1879, como le llegara la noticia de un complot revolucionario que se fraguaba en Veracruz, ordenó al gobernador Terán la aprehensión de los sospechosos y luego que los ejecutara, lo cual hizo con 9 de ellos sin formación alguna de causa (25 de junio). A esta política se le llamó de "Mátalos en caliente", por el texto de las instrucciones telegráficas que envió al mandatario local. Es muy larga la lista de las personas que fueron sacrificadas a causa de su rebeldía. Una de las más conspicuas fue el general Trinidad García de la Cadena, quien al aproximarse las elecciones para el cuatrienio 1888-1892, pretendió disputar la presidencia de Díaz: al internarse al norte del país, donde tenía sus partidarios, fue asesinado. Cuando la oposición provenía, no de caudillos particulares, sino de grupos, se les exterminaba igualmente, como ocurrió en el pueblo de Tomochic, en Chihuahua, cuyos habitantes fueron pasados por las armas, hasta el último, pues hasta los heridos fueron rematados en el paredón de fusilamiento (29 de octubre de 1892). Sin embargo, esta despiadada energía impidió la sucesión de revoluciones que con frecuencia estallaban en México por la disputa del poder, y se consolidó una paz muy grata a los habitantes de la nación, cansados de más de 60 años de guerra civil. Así se explica que a Porfirio Díaz se le llamara "héroe de la paz", y que sus opositores calificaran la situación de "paz sepulcral". La oposición de la letra impresa fue reprimida mediante la compra o la persecución de los editores de periódicos, hasta lograr su completo sometimiento. Hubo quienes resistieron heroicamente el soborno, la cárcel y la hostilidad, como los directores de La Voz de México y El Hijo del Ahuizote, El Tiempo, periódico católico, acabó por aceptar una subvención del gobierno, de manera que sus textos eran tolerados para dar la impresión de la existencia de una prensa libre. En los estados de la República la persecución contra la prensa libre fue aún más atroz, pues se llegó al asesinato de los directores de periódicos. La consecuencia de está política de represión, en lo cívico y en lo editorial, fue la absoluta indiferencia electoral del pueblo mexicano, que acabó por dejar desiertas las urnas, a las cuales sólo asistían por obligación los empleados públicos con la consigna de votar por los candidatos oficiales para las cámaras y por Díaz para la Presidencia.
En el orden religioso, no obstante el triunfo del liberarismo sobre la Iglesia Católica, el presidente Díaz optó por una política de completa reconciliación. Sin derogar las Leyes de Reforma, pues lo contrario hubiera sido otorgar un triunfo póstumo al partido conservador, tomó el más fácil camino de no observarlas. El pueblo se acostumbró así al desprecio y violación de la ley, aún por las mismas autoridades. Al amparo de este disimulo, la Iglesia volvió a ocupar un sitio determinante en el destino de la nación, pero sin responsabilidad alguna, pues oficialmente estaba separada del Estado. Las diócesis aumentaron en 8, los conventos de hombres y mujeres renacieron y aún se fundaron otros; y las escuelas confesionales funcionaban libremente, en especial las de los jesuitas a las cuales asistían los hijos de quienes fueron próceres liberales. Los bienes eclesiásticos, respetados y protegidos, aumentaron con donaciones y combinaciones financieras. Díaz hizo pública ostentación de su credo católico, al mismo tiempo que era miembro prominente de la masonería. El las bodas de oro del Arzobispo de México, el antiguo intervencionista Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, el presidente le regaló un lujoso bastón de carey y plata, que se exhibió por las calles de México. La Basílica de Guadalupe fue remozada a gran costo y el 12 de octubre de 1895 la imagen fue coronada solemne y espectacularmente.
El ejército había sido otra fuente de inestabilidad, a causa del poder que daba a los generales ambiciosos. Al principio de su gobierno, Porfirio Díaz no licenció a las tropas porque su cesantía las hacía propensas a seguir a los caudillos revolucionarios, pero las tuvo en constante movimiento por toda la República y las desarraigó de sus localidades nativas, con lo cual impidió las rebeliones locales. A quienes fueron guerrilleros liberales y republicanos los agrupó en cuerpos de policía rural y les encargó la persecución de los bandoleros y la seguridad de los caminos. Posteriormente, conforme consolidaba su poder, otorgaba de una parte grandes beneficios a los militares de alta graduación, y de la otra iba reduciendo los efectivos de tropa, de manera que no existiera una fuerza bélica que alguien pudiera encabezar en su contra. Al asumir la secretaria de Hacienda, José Ives Limantour redujo en todo lo posible las partidas destinadas al ejército con el fin de hacer ahorros y nivelar el presupuesto. Llegó la ocasión en qué prácticamente los generales no tenían a quién mandar y se les ocupaba en comisiones de estudio en México y en el extranjero. Sólo los muy adictos al presidente manejaban tropas, formadas por medio de la leva que arrancaba a los campesinos de sus hogares. Díaz no temía una agresión por parte de Estados Unidos, nación con la cual estaba en excelentes términos por su política de concesiones al capital norteamericano, cuyos intereses en México impedirían una nueva intervención europea como la francesa. Al ejército lo mantuvo ocupado en sofocar aún los más insignificantes brotes rebeldes y también en dos guerras contra los indios yaquis y mayos, en el norte, y mayas, en el sur.
Las tribus de yaquis y mayos vivían prácticamente independientes del gobierno y consideraban al hombre blanco, fuese norteamericano o mexicano, como su peor enemigo, lo cual las mantenía en constante pie de guerra. Díaz pretendió incorporarlos a la vida nacional, con el propósito de aprovechar sus tierras, pero el jefe Cajeme (José María Leyva) encabezó un levantamiento general (1885-1886) y libró sangrientos combates con las tropas federales hasta que fue vencido en Buatachive (12 de mayo de 1886). Huyó, pero denunciado por una india, se le aprehendió y fue muerto. Lo sucedió Tetabiate (Juan Maldonado), quien durante 10 años (1887-1897) acosó al gobierno con sus guerrillas hasta que se firmó el tratado de paz del 15 de mayo de 1897. Más adelante estalló nuevamente el conflicto, por incumplimiento del tratado, y Tetabiate fue derrotado, perseguido y asesinado por otro indio el 10 de julio de 1901. Los indios mayas en Yucatán, que se mantenían sublevados desde la primera mitad del siglo XIX, se habían hecho fuertes en Quintana Roo. El general Ignacio A. Bravo los redujo en 1901 y en 1905 se rindieron los últimos cabecillas. En las postrimerías del porfirismo, el general Bernardo Reyes organizó el servicio militar obligatorio con excelentes resultados, y acaso fue ésta la razón por la que Díaz se apresuró a alejarlo del mando y aun de la República. Aunque el Colegio Militar fue bien atendido, de ahí sólo salían oficiales destinados principalmente a los estados mayores...
(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S.A. México, D.F. 1977, volumen III, Colima-Familia)
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