La calle del Tompeate
[Juan de Dios Peza, 1852-1910]
I
Don Antonio Casa Abad
nació en Castilla la Vieja
en heredad vasta y propia
con grandes trabajos hecha.
Y sabiendo que las Indias
lugar de ganancias era,
se vino a la Nueva España
en pos de ricas empresas.
Muchos a mal le tuvieron
tan aventurada idea,
más él buscó sin temores
otra gente y otra tierra.
Ya en México radicado,
abrió magnífica tienda,
que fue en la calle del Águila
la más grande y la primera.
Buen cristiano don Antonio
y de relevantes prendas,
con caritativa mano
siempre alivió la miseria.
Y era de verse acoplados
los sábados, en sus puertas,
más de cien pobres que siempre
calmaron sus hondas penas.
Amigos del castellano,
dueños de sus confidencias
fueron tres paisanos suyos
cuyos nombres se conservan.
Muñetón era el más joven,
Duñeto el de edad provecta
y López el que cruzaba
muy cerca de los cuarenta.
Costumbre no interrumpida
en ellos, y muy añeja,
era quedar cada noche,
cuando cerraban la tienda,
con el dueño conversando
en derredor de una mesa
y jugando a la malilla
pasarse las horas muertas.
Cada cual manifestaba
sobre distintas materias
su parecer, respetando
las opiniones ajenas;
y así del gobierno hablaban
lo mismo que de la Iglesia,
cortando al Rey y al Obispo
con unas mismas tijeras.
Casa Abad era un buen hombre
y no concibió sospechas
de que sus tres compañeros
eran malos como hienas.
Cada noche al despedirse,
ellos sin grandes reservas
de su dolo y su perfidia
daban con sus frases pruebas.
--Di, Muñetón, ¿si el tesoro
de Casa Abad lo tuvieras?...
--Calla; entonces no estaría
vendiendo sal y pimienta.
-Mucho dinero escondido
ha de tener este hortera.
-Y que no le sirve a nadie
porque es hijo de las hierbas.
-Tendrá en Castilla familia.
--La de las malvas, babieca,
¿no ves que nadie lo busca
ni le escriben una letra?
---Pues si de un instante a otro
don Antonio se muriera...
-Entre curas y alguaciles
se disputarán la herencia.
-No le hace falta a ninguno.
-¡Vamos hombre! ¡ni a las piedras!
-Y no pierde en la malilla
ya lo véis, ni una peseta.
-Ni nos da un trago de vino.
-Ni un bollo.
-Ni una ciruela.
-Es mentecato.
-Y avaro.
-Y usurero...
-Y yo quisiera...
-¿Qué cosa? dilo sin miedo.
-Es grave.
-Mueve la lengua.
-Pero después...
-No vaciles.
-Y si al fin...
-Larga la prenda.
-Pues bien, dijo López, quiero,
si tenéis valor...
-Y a prueba
de golpes muy repetidos.
-Es cosa de gran reserva.
-No sigas con más ambajes.
-Hombre, al decirlo me tiembla
el corazón, ¿seréis mudo?
-De igual modo que las piedras.
--Vamos sin ningún escrúpulo
en alguna noche de éstas,
torciéndole a Antonio el cuello
¡y a ser ricos por su cuenta!
-¡Hombre!
-¿Qué dices?
-Es chanza
y tembláis como unas hembras.
--La cosa no es para menos;
pero en fin, si bien se piensa.
-No le sirve a Dios ni al Diablo.
-Es la verdad.
-No remedia
el hambre de ningún pobre
ni ampara viudas y huérfanas.
-Y el pan que reparte...
-Es duro,
capaz de romper las muelas.
-¿Y el dinero?
--El que da es falso,
pues de no ser no lo diera.
-Si no hace falta, ni sirve,
ni deudos que sufran deja,
podremos torcerle el cuello.
-Y aún cortarle la cabeza.
-Hay que no dejar que corra
el tiempo; en tales empresas
lo mejor es lo más pronto
y el retardo caro cuesta.
-¿Mañana?
-Si se pudiere...
-Bien, pues guardemos reserva
y a dormir, pronto seremos
dueños de muchas tabletas.
-Discreción.
-No hay que encargarla,
qué en ocasiones como ésta
bien puede decirse, amigos:
¡la vida guarda la lengua!
Y los tres se despidieron
tomando distintas sendas
y pintando en sus semblantes
sus intenciones siniestras.
II
Muchas gentes que acudieron
a la compra en la mañana,
volviéronse sorprendidas
de no hallar lo que buscaban.
Jamás en los muchos años
que acreditaron su fama,
le dio a nadie en tales horas
con las puertas en la cara.
Absortas de la clausura
las gentes se preguntaban:
-"¿Don Antonio estará en quiebra?
¿Estará enfermo? ¿Qué pasa?"
Y no faltaron curiosos
que por inquirir la causa
de tan extraño suceso
de allí no se separaran.
Por fin logró la noticia
llegar a regiones altas
y los guardianes del orden
tomaron en ello cartas.
Para abrir aquellas puertas
les fue preciso forzarlas,
poniendo un dique a la plebe
con buen número de guardias.
Al crujir los duros goznes
que un quejido remedaban
reflejóse en los semblantes
curiosidad, miedo y ansia.
Y en un instante surgieron
con esplendores de llama,
de los espantados ojos
indagadoras miradas.
Alguaciles y corchetes
penetraron en la casa
hallando en el pavimento
un charco de sangre humana.
Escondrijos y rincones
exploraron sin tardanza
hasta quedar cerciorados
de que nadie oculto estaba.
Y después de las pesquisas
en tal caso necesarias
y de mil consultas hechas
con misterio y en voz baja,
del ensangrentado piso
alzaron las toscas tablas
manifestando en sus rostros
la sorpresa más extraña;
como que en el negro fondo
entre el rango y entre el agua,
de un cuerpo humano esparcidos
los yertos miembros estaban.
Tan espantosa noticia
por la ciudad cundió rápida
que para todo lo triste
los heraldos tienen alas.
Del mutilado cadáver
en tan espaciosa estancia,
no sé encontró la cabeza
por más que fue bien buscada.
Y fueron vanos intentos
encontrar cual se anhelaba
a los que el pueblo supuso
autores de tal infamia.
Dice una crónica antigua
que un rapaz una mañana
por las calles de Mesones
vio en la acequia que la traza,
flotar un bulto pendiente
de una cuerda muy delgada,
y que lo sacó, seguro
de que algo bueno encerraba.
Era una cesta flexible
de esas tejidas de palma
cuyo nombre se deriva
de la lengua mexicana.
Cuando la tuvo en las manos
y la desató con ansia
con inexplicable susto
halló una cabeza humana.
Un curioso acudió a verla
y dijo aquestas palabras:
"Esa es la de don Antonio
el de la calle del Águila".
III
Pronto logró la justicia,
que trabajó con gran celo,
aprisionar en sus redes
a los principales reos.
Pronto a la cárcel de corte
Muñetón y López fueron,
librándose por milagro
de la indignación del pueblo.
El otro marchó a esconderse
en el hermoso convento
que fue con los Carmelitas
Oasis en el Desierto.
No faltó quién descubriera
al alcalde este secreto
y a sacarlo de aquel claustro
marcharon con grande empeño.
Y cuentan las tradiciones
que cuando entraron a verlo
y supo que lo buscaban
para conducirlo a México,
se abrazó de una columna
con tanta fuerza y denuedo
que apartarlo de aquel sitio
ni entre muchos consiguieron.
Entonces los religiosos
con lágrimas y con ruegos
y considerando el caso
como un extraño portento,
negáronse a que saliera
de aquél recinto, diciendo
que estaba en lugar sagrado
donde lo amparaba el cielo.
Atendiendo a estas razones
logró salvarse Duñeto
sentenciándolo a que nunca
dejara el claustro ni el templo.
Para Muñetón y López
de salvación no hubo medio
y ahorcáronlos en la plaza
con satisfacción del pueblo.
Con hopa y capuchas negras
al patíbulo subieron,
quedando a vista de todos
hasta que el sol se hubo puesto.
Y agregan los narradores
de tan horribles sucesos
que nunca la rica tienda
se volvió a abrir al comercio.
Y que entre muchas consejas
hubo en tan remotos tiempos
la de que ambos asesinos
de la noche en el silencio
rondaban, andando en pena,
el lugar triste y siniestro
donde por artes del diablo
un gran crimen cometieron.
Y que rumbo a Cuajimalpa
iban en pos del convento,
para presentarse juntos
a su antiguo compañero.
Y así lo dice la fama
y así al lector se lo cuento,
diciéndole como siempre:
"Ni lo afirmo, ni lo niego".
I
Don Antonio Casa Abad
nació en Castilla la Vieja
en heredad vasta y propia
con grandes trabajos hecha.
Y sabiendo que las Indias
lugar de ganancias era,
se vino a la Nueva España
en pos de ricas empresas.
Muchos a mal le tuvieron
tan aventurada idea,
más él buscó sin temores
otra gente y otra tierra.
Ya en México radicado,
abrió magnífica tienda,
que fue en la calle del Águila
la más grande y la primera.
Buen cristiano don Antonio
y de relevantes prendas,
con caritativa mano
siempre alivió la miseria.
Y era de verse acoplados
los sábados, en sus puertas,
más de cien pobres que siempre
calmaron sus hondas penas.
Amigos del castellano,
dueños de sus confidencias
fueron tres paisanos suyos
cuyos nombres se conservan.
Muñetón era el más joven,
Duñeto el de edad provecta
y López el que cruzaba
muy cerca de los cuarenta.
Costumbre no interrumpida
en ellos, y muy añeja,
era quedar cada noche,
cuando cerraban la tienda,
con el dueño conversando
en derredor de una mesa
y jugando a la malilla
pasarse las horas muertas.
Cada cual manifestaba
sobre distintas materias
su parecer, respetando
las opiniones ajenas;
y así del gobierno hablaban
lo mismo que de la Iglesia,
cortando al Rey y al Obispo
con unas mismas tijeras.
Casa Abad era un buen hombre
y no concibió sospechas
de que sus tres compañeros
eran malos como hienas.
Cada noche al despedirse,
ellos sin grandes reservas
de su dolo y su perfidia
daban con sus frases pruebas.
--Di, Muñetón, ¿si el tesoro
de Casa Abad lo tuvieras?...
--Calla; entonces no estaría
vendiendo sal y pimienta.
-Mucho dinero escondido
ha de tener este hortera.
-Y que no le sirve a nadie
porque es hijo de las hierbas.
-Tendrá en Castilla familia.
--La de las malvas, babieca,
¿no ves que nadie lo busca
ni le escriben una letra?
---Pues si de un instante a otro
don Antonio se muriera...
-Entre curas y alguaciles
se disputarán la herencia.
-No le hace falta a ninguno.
-¡Vamos hombre! ¡ni a las piedras!
-Y no pierde en la malilla
ya lo véis, ni una peseta.
-Ni nos da un trago de vino.
-Ni un bollo.
-Ni una ciruela.
-Es mentecato.
-Y avaro.
-Y usurero...
-Y yo quisiera...
-¿Qué cosa? dilo sin miedo.
-Es grave.
-Mueve la lengua.
-Pero después...
-No vaciles.
-Y si al fin...
-Larga la prenda.
-Pues bien, dijo López, quiero,
si tenéis valor...
-Y a prueba
de golpes muy repetidos.
-Es cosa de gran reserva.
-No sigas con más ambajes.
-Hombre, al decirlo me tiembla
el corazón, ¿seréis mudo?
-De igual modo que las piedras.
--Vamos sin ningún escrúpulo
en alguna noche de éstas,
torciéndole a Antonio el cuello
¡y a ser ricos por su cuenta!
-¡Hombre!
-¿Qué dices?
-Es chanza
y tembláis como unas hembras.
--La cosa no es para menos;
pero en fin, si bien se piensa.
-No le sirve a Dios ni al Diablo.
-Es la verdad.
-No remedia
el hambre de ningún pobre
ni ampara viudas y huérfanas.
-Y el pan que reparte...
-Es duro,
capaz de romper las muelas.
-¿Y el dinero?
--El que da es falso,
pues de no ser no lo diera.
-Si no hace falta, ni sirve,
ni deudos que sufran deja,
podremos torcerle el cuello.
-Y aún cortarle la cabeza.
-Hay que no dejar que corra
el tiempo; en tales empresas
lo mejor es lo más pronto
y el retardo caro cuesta.
-¿Mañana?
-Si se pudiere...
-Bien, pues guardemos reserva
y a dormir, pronto seremos
dueños de muchas tabletas.
-Discreción.
-No hay que encargarla,
qué en ocasiones como ésta
bien puede decirse, amigos:
¡la vida guarda la lengua!
Y los tres se despidieron
tomando distintas sendas
y pintando en sus semblantes
sus intenciones siniestras.
II
Muchas gentes que acudieron
a la compra en la mañana,
volviéronse sorprendidas
de no hallar lo que buscaban.
Jamás en los muchos años
que acreditaron su fama,
le dio a nadie en tales horas
con las puertas en la cara.
Absortas de la clausura
las gentes se preguntaban:
-"¿Don Antonio estará en quiebra?
¿Estará enfermo? ¿Qué pasa?"
Y no faltaron curiosos
que por inquirir la causa
de tan extraño suceso
de allí no se separaran.
Por fin logró la noticia
llegar a regiones altas
y los guardianes del orden
tomaron en ello cartas.
Para abrir aquellas puertas
les fue preciso forzarlas,
poniendo un dique a la plebe
con buen número de guardias.
Al crujir los duros goznes
que un quejido remedaban
reflejóse en los semblantes
curiosidad, miedo y ansia.
Y en un instante surgieron
con esplendores de llama,
de los espantados ojos
indagadoras miradas.
Alguaciles y corchetes
penetraron en la casa
hallando en el pavimento
un charco de sangre humana.
Escondrijos y rincones
exploraron sin tardanza
hasta quedar cerciorados
de que nadie oculto estaba.
Y después de las pesquisas
en tal caso necesarias
y de mil consultas hechas
con misterio y en voz baja,
del ensangrentado piso
alzaron las toscas tablas
manifestando en sus rostros
la sorpresa más extraña;
como que en el negro fondo
entre el rango y entre el agua,
de un cuerpo humano esparcidos
los yertos miembros estaban.
Tan espantosa noticia
por la ciudad cundió rápida
que para todo lo triste
los heraldos tienen alas.
Del mutilado cadáver
en tan espaciosa estancia,
no sé encontró la cabeza
por más que fue bien buscada.
Y fueron vanos intentos
encontrar cual se anhelaba
a los que el pueblo supuso
autores de tal infamia.
Dice una crónica antigua
que un rapaz una mañana
por las calles de Mesones
vio en la acequia que la traza,
flotar un bulto pendiente
de una cuerda muy delgada,
y que lo sacó, seguro
de que algo bueno encerraba.
Era una cesta flexible
de esas tejidas de palma
cuyo nombre se deriva
de la lengua mexicana.
Cuando la tuvo en las manos
y la desató con ansia
con inexplicable susto
halló una cabeza humana.
Un curioso acudió a verla
y dijo aquestas palabras:
"Esa es la de don Antonio
el de la calle del Águila".
III
Pronto logró la justicia,
que trabajó con gran celo,
aprisionar en sus redes
a los principales reos.
Pronto a la cárcel de corte
Muñetón y López fueron,
librándose por milagro
de la indignación del pueblo.
El otro marchó a esconderse
en el hermoso convento
que fue con los Carmelitas
Oasis en el Desierto.
No faltó quién descubriera
al alcalde este secreto
y a sacarlo de aquel claustro
marcharon con grande empeño.
Y cuentan las tradiciones
que cuando entraron a verlo
y supo que lo buscaban
para conducirlo a México,
se abrazó de una columna
con tanta fuerza y denuedo
que apartarlo de aquel sitio
ni entre muchos consiguieron.
Entonces los religiosos
con lágrimas y con ruegos
y considerando el caso
como un extraño portento,
negáronse a que saliera
de aquél recinto, diciendo
que estaba en lugar sagrado
donde lo amparaba el cielo.
Atendiendo a estas razones
logró salvarse Duñeto
sentenciándolo a que nunca
dejara el claustro ni el templo.
Para Muñetón y López
de salvación no hubo medio
y ahorcáronlos en la plaza
con satisfacción del pueblo.
Con hopa y capuchas negras
al patíbulo subieron,
quedando a vista de todos
hasta que el sol se hubo puesto.
Y agregan los narradores
de tan horribles sucesos
que nunca la rica tienda
se volvió a abrir al comercio.
Y que entre muchas consejas
hubo en tan remotos tiempos
la de que ambos asesinos
de la noche en el silencio
rondaban, andando en pena,
el lugar triste y siniestro
donde por artes del diablo
un gran crimen cometieron.
Y que rumbo a Cuajimalpa
iban en pos del convento,
para presentarse juntos
a su antiguo compañero.
Y así lo dice la fama
y así al lector se lo cuento,
diciéndole como siempre:
"Ni lo afirmo, ni lo niego".
(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)
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