martes, 26 de junio de 2018

Alfonso Reyes

Alfonso Reyes



(Monterrey, Nuevo León, 17 de mayo de 1889 – México, 27 de diciembre de 1959)


Participó en la fundación del Ateneo de la Juventud (1910) y publicó a los veintiún años su primer libro: Cuestiones estéticas. De 1914 a 1924 vivió en Madrid, donde sobresalió como periodista literario, investigador, traductor, crítico y cuentista. Diplomático en Francia, Argentina y Brasil, volvió a su país en 1939 para organizar el hoy Colegio de México. Fue la época de sus trabajos unitarios (El deslinde, La crítica en la edad ateniense), sin desmedro de los ensayos breves y libres, crónicas en las que nadie lo ha superado y que guardan, tal vez, lo mejor de su estilo (de Simpatías y diferencias, 1924, a Las burlas veras, 1959).

Inteligencia ávida de encerrar en palabras todos los estímulos del mundo, el poeta Alfonso Reyes no tiene entre nosotros antecedentes ni continuadores directos. Es uno de los primeros que incorporan a la moderna lírica española el prosaísmo de tradición inglesa –un prosaísmo que alterna la finura con la sabia ramplonería, el juego y la canción. En él lo más clásico es sinónimo de lo más popular. Humor y nostalgia, alegría y descripción. Aun cuando para objetivarlas refiera las emociones a un tema mítico (Ifigenia cruel), escribe un verso que se diría a media voz, a contracorriente de las facilidades rítmicas del castellano.


La secreta unidad de su obra quebranta la distinción de géneros: en Reyes la excelencia del prosista es también la excelencia del poeta que fue en todo momento.

Libros de poesía:

Sus versos, escritos entre 1906 y 1958, están en Constancia poética, tomo X de las Obras completas (1959). Habría que añadir cuando menos su “traslado” de La Ilíada (1951) y su prosificación del Poema del Cid (1919).


(Tomado de: Octavio Paz, Alí Chumacero, et al: Poesía en Movimiento, II)

EL LLANTO

Al declinar la tarde, se acercan los amigos;
pero la vocecita no deja de llorar.
Cerramos las ventanas, las puertas, los postigos,
pero sigue cayendo la gota de pesar.
No sabemos de donde viene la vocecita;
registramos la granja, el establo, el pajar.
El campo en la tibieza del blando sol dormita,
pero la vocecita no deja de llorar.
-¡La noria que chirría!- dicen los más agudos-
Pero ¡si aquí no hay norias! ¡Que cosa tan singular!
Se contemplan atónitos, se van quedando mudos
porque la vocecita no deja de llorar.
Ya es franca desazón lo que antes era risa
y se adueña de todos un vago malestar,
y todos se despiden y se escapan de prisa,
porque la vocecita no deja de llorar.
Cuando llega la noche, ya el cielo es un sollozo
y hasta finge un sollozo la leña del hogar.
A solas, sin hablarnos, lloramos un embozo,
pero la vocecita no deja de llorar.
 

AUSENCIAS
 
De los amigos que yo más quería
y en breve trecho me han abandonado,
se deslizan las sombras a mi lado,
escaso alivio a mi melancolía.
Se confunden sus voces con la mía
y me veo suspenso y desvelado
en el empeño de cruzar el vado
que me separa de su compañía.
Cedo a la invitación embriagadora,
y discurro que el tiempo se convierte
y acendra un infinito cada hora.
Y desbordo los límites, de suerte
que mi sentir la inmensidad explora
y me familiarizo con la muerte.



lunes, 25 de junio de 2018

Emilio Tuero

Emilio Tuero


Nació en Santoña, Santander, España, en 1912. Cuando tenía quince años toda su familia se trasladó a México en busca de fortuna. En 1931 tuvo la primera oportunidad de integrarse al medio artístico presentando una prueba en la XEW, que en esa época estaba promocionando nuevos valores. Comenzó interpretando tangos pues era el género de moda. Debutó en el cine nacional en la película Tras la reja, en el año 1936. Posteriormente fue contratado para interpretar el papel principal de la película Quinto Patio,

que fue estrenada en el Cine Ópera en la ciudad de México el 14 de julio de 1950. Luego vinieron Vértigo, La sentencia, La dama de las camelias, El ángel negro, Secretaria particular, Al son de la marimba, La dama del alba, Retorno al quinto patio. Quien mereciera el apodo de “El barítono de Argel”, falleció en la ciudad de México en el año de 1971.



(Tomado de: Moreno Rivas, Yolanda - Historia de la Música Popular Mexicana. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Alianza Editorial Mexicana. México, D.F., 1989) 

domingo, 24 de junio de 2018

Juan de Dios Arias

Juan de Dios Arias


Nació en Puebla, Pue., en 1828; murió en la ciudad de México en 1886. Fue autodidacta y se distinguió como escritor, poeta y periodista satírico. Diputado al Congreso de 1856-1857, militó a las órdenes del general Mariano Escobedo. Fue colaborador de México a Través de los Siglos.

(Tomado de: Enciclopedia de México)

sábado, 23 de junio de 2018

Gerardo Murillo (Dr. Atl)

Gerardo Murillo (Dr. Atl)



Nació en Guadalajara, Jal. En 1875; murió en la Ciudad de México en 1964. En su ciudad natal estudió pintura con Felipe Castro (hacia 1890); pasó a la de México y fue alumno de las escuelas de Bellas Artes y Preparatoria. Cuando terminó ésta, el presidente Porfirio Díaz lo pensionó para estudiar pintura en Europa, pero en lugar de esa especialidad tomó clases en la Universidad de Roma con el filósofo Antonio Labriola y el sociólogo y penalista Enrico Ferri. Colaboró con el Partido Socialista italiano y escribió en su órgano periodístico, el diario L’Avanti. Viajó a pie de Roma a París y asistió como oyente a las cátedras de sociología de Emilio Durkheim y de psicología y teoría del arte de Henri Bergson, en la Facultad de Altos Estudios. En 1902, en París, Leopoldo Lugones lo bautizó con el nombre de Dr. Atl (agua, en náhuatl). Hizo otra caminata de París a Madrid con fines deportivos.

 Regresó a México en 1904 y en 1906 organizó la exposición de pintura Savia Moderna, exhibiendo por vez primera la obra de Ponce de León, Francisco de la Torre y Diego Rivera, provocando el interés por el impresionismo y la muerte del estilo pompier. En 1910 promovió el Centro Artístico, cuyo objeto era conseguir muros en los edificios públicos para pintar en ellos. Esta iniciativa no prosperó porque sobrevino la Revolución armada.



Volvió a Europa en 1911. En París fundó el periódico Action d’Art, en el que difundió sus teorías pictóricas y el sentido social de la Revolución Mexicana. En sus libros autobiográficos Gentes profanas en el convento y Apuntes inéditos para un diario habla de sus colaboraciones para L’Humanité, bajo la égida de Jean Jaurés. El poeta Carlos Barrera, diplomático mexicano en Francia, cuenta que el pintor publicó durante varios meses el periódico La Revolution au Mexiqué y que realizó varias gestiones en favor de la facción constitucionalista, aprovechando la asistencia de Clemanceau y del ministro de Finanzas Dumont a las exposiciones de pintura. En esta empresa fue apoyado por el ministro de México Miguel Díaz Lombardo.




Reintegrado a México en 1914, Venustiano Carranza lo comisionó para tratar con Zapata la unificación de las fuerzas revolucionarias; pero fracasó en su gestión y estuvo a punto de ser fusilado (existe la correspondencia entre Zapata y el Dr. Atl relativa a sus conferencias y disputas). Durante la permanencia del Primer Jefe en Veracruz, el Dr. Atl fundó La Vanguardia, en cuyas páginas se publicaron caricaturas e ilustraciones de José Clemente Orozco. Organizó la confederación Revolucionaria, integrada por 10 militares y 10 civiles, entre ellos los generales Álvaro Obregón y Benjamín Hill, Jesús Urueta y Rafael Zubarán Campany, al fin disuelta por la notable preponderancia que llegó a tener. De esa agrupación surgió más tarde el Bloque de Obreros Intelectuales, presidido por Juan de Dios Bojórquez. Parece que también intervino en el pacto que suscribieron, el 17 de febrero de 1915, el secretario de Gobernación de Carranza y la Casa del Obrero Mundial, aunque no firmó el documento. Fue en esa época director de la Academia de San Carlos, tesorero general de las Fuerzas Constitucionalistas y jefe del Departamento de Bellas Artes.


Terminado el movimiento armado, se dedicó de lleno a pintar, a promover el conocimiento del arte popular, a estudiar vulcanología y a escribir.



En el período de 1920 a 1964 destacan su lucha en favor de las potencias del Eje, su controversia con Lázaro Cárdenas y su gran amistad con Adolfo López Mateos, a quien le debe estar sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Designado miembro del Colegio Nacional, renunció a la distinción porque se le había otorgado a Gerado Murillo y no al Dr. Atl.




Su obra escrita comprende:


1.- Folletos: Palabras de un hombre al pueblo americano (traducido al inglés), Paz germana o paz judáico-británica, ¿La victoria de Alemania y la situación de la América Latina?, Paz, neutralidad o guerra, El futuro del mundo y La carroña de Ginebra.


2.- Libros de arte: La sinfonía del Popocatépetl, Artes Populares (2 vols.; 1921, 2ª. Ed., 1922), Las iglesias de México (6 vols.), Cómo nace y muere un volcán (sobre el Paricutín), Historia del paisaje y Los volcanes de México.


3.- Crítica de arte; el catálogo de la colección Pani y un articulo contra el capítulo “Las artes plásticas” de Antonio Luna Arroyo, en México, 50 años de Revolución (t.IV, 1962).


4.- Literatura: Cuentos bárbaros, Cuentos de todos colores, Carmen (versos) y De la vida alegre y peligrosa y Gentes profanas en el convento (novelas).


5.- Ciencia: Petróleo en el valle de México, Oro más oro, Un hombre más allá del universo y El grito en la Atlántida.


6.- Política: La Revolución Mexicana defiende derechos humanos y Los judíos sobre México.


Inventó, además, las modificaciones a la encáustica, el fresco al óleo y los atlcolors. Estos son secos, a la resina, y se trabajan como el pastel, sin la fragilidad de éste, e igual sirven, al decir de su creador, para pintar sobre papel, tela o roca.




Explorador y caminante, instalado en el ex convento de La Merced, pintó ahí buena parte de su obra, sobre todo los grandes cuadros del valle de México. En 1943 asistió al nacimiento del volcán Paricutín, de cuyo fenómeno tomó apuntes y realizó cuadros que exhibió en el Palacio de Bellas Artes en 1944. Hizo algunos retratos, dibujos de arquitectura y bocetos para murales, pero sobre todo cientos de dibujos y gran número de pinturas de paisaje. Adoptó la perspectiva curvilínea propuesta por Luis G. Serrano, circunstancia que añadió a su obra una constante de monumentalidad. En sus últimos años pasó largas temporadas en Pihuamo, Tepoztlán y la barranca del río Santiago, recreando el paisaje y proyectando Olinca, la ciudad mundial de la cultura, una de sus mayores ilusiones que nunca vio realizada; e inició el género del aeropaisaje, o sean las grandes visiones de conjuntos geográficos desde la perspectiva de los aviones. Entre las decenas de autorretratos,  pintados a menudo en el primer término de sus apuntes o cuadros destaca el que lo muestra entre las nieves, hecho en 1938. En Dr. Atl donó a las galerías del Instituto de Bellas Artes una rica colección de su obra.




Tomado de: Enciclopedia de México, Tomo 1)


 
 


jueves, 21 de junio de 2018

Las virreinas de México

Las virreinas de México

Por Jaime Acosta

De los 62 virreyes que llegaron a México, 22 eran obispos, viudos o solterones, así que las virreinas sólo sumaron 40. El erudito Manuel  Romero de Terreros se esforzó por investigar quiénes fueron estas damas y qué hicieron de notable. A la mujer de aquella época se le asignaba un papel meramente doméstico y decorativo en los saraos palaciegos y las fiestas campestres, y ni los historiadores ni los documentos públicos suelen registrar los hechos de esta especie; sin embargo, Romero de Terreros descubrió mucho más de lo que podría esperarse y pudo localizar un buen número de personalidades vigorosas, cuando no fascinantes.
Las primeras 5 virreinas pasaron aparentemente la vida en la cocina y la sala hogareña, pues de ellas no se conocen más que los nombres:
Catalina de Vargas,
Ana de Castilla y Mendoza,
Leonor de Vico,
María Manrique, Marquesa de Aguilar y
Catalina de la Cerda, duquesa de Medina Coeli.
El sexto virrey fue obispo, de modo que la sexta virreina, Blanca de Velasco, condesa de Nieva, fue esposa del séptimo virrey, el marqués de Villa Manrique (1585-1590). Esta señora sí se hizo notar, y mucho, pues era soberbia y antipática, además de que, para recalcar su influencia, abiertamente hablaba de que era ella quien designaba y promovía a los funcionarios religiosos; tanto la virreina como el marido tuvieron fama de corruptos, por lo que se le ordenó al virrey regresar a España y el obispo de Tlaxcala, Pedro Romano, revisó las pertenencias del matrimonio cuando regresaba a la península para ver que no se llevaran nada indebido.

También fue notable la octava virreina (1590-1595), María de Ircio y Mendoza. Hija del conquistador Martín de Ircio, encomendero en Tepeaca, Puebla, y de doña María de Mendoza, hermana bastarda del primer virrey, doña María Ircio parece haber nacido en la Nueva España. Casó con el virrey Luis de Velasco hijo, quien fue muy querido en México, aunque su suegra escribió al monarca español quejándose de que el matrimonio de la hija “nos salió tan trabajoso que al dicho mi marido costó la vida y a mí y a las dichas mis hijas nos tiene en gran aflicción”, pues valiéndose de su influencia, el virrey “torcía a su favor la justicia” para apoderarse de los bienes pertenecientes a la suegra, a la cuñada y a su misma consorte, a quien amenazaba de muerte para obligarla a firmar los documentos en los que cedía al marido sus propiedades.
En el siglo XVII la duquesa de Alburquerque (1624-1635), era tan altiva, pagada de sí misma y afecta al boato que, deseando recalcar su posición en la sociedad, mandó hacer una jaula para aislarse en ella junto con su hija mientras se desarrollaban las ceremonias de inauguración de la vieja catedral.
Dos virreinas se hicieron notar por la estrecha amistad que tuvieron con sor Juana Inés de la Cruz: Leonor Carreto, marquesa de Mancera (1664-1673), y la condesa de Paredes (1680-1686), a quienes la monja dio, respectivamente, los nombres de “Laura” y “Lysi” en unos apasionados poemas dedicados a ellas. (los eruditos siguen discutiendo acerca de si el amor declarado por la monja en sus poemas fue lésbico o neoplatónico.)
La condesa de Paredes (1688-1696) vivió una experiencia angustiosa al escapar de las turbas que incendiaron el palacio virreinal en 1692. Pasó el resto de su tiempo en México lamentando la pérdida de los caudales y el robo de las joyas que sufrió a consecuencia de los disturbios.
En el siglo XVIII sobresalió la primera condesa de Revillagigedo (1746-1755) por su elegancia y por la prodigalidad con que repartía limosnas y donativos. La marquesa de las Amarillas (1755-1760) dio mucho de qué hablar porque montaba a caballo como hombre y era muy  afecta a participar en saraos y fiestas campestres.


Felicitas St. Maxent, condesa de Gálvez


El premio de popularidad lo ganó la joven, bella y elegante condesa de Gálvez, Felicitas St. Maxent (1785-1786). Hija del último intendente francés de la Luisiana, doña Felicitas nació en Nueva Orleáns y conoció a su marido el futuro virrey cuando llegó de guarnición a la ciudad. (Doña Felicitas tenía 3 hermanas que también casaron con oficiales españoles destacados en nueva Orleáns; una de ellas fue esposa del célebre intendente Riaño que murió en Granaditas.) con su educación francesa y su simpatía personal, doña Felicitas concurría frecuentemente a los teatros y a los paseos populares, mezclándose con el pueblo, que la ovacionaba.
Doña María Antonia de Godoy y Álvarez (1794-1798) era hermana del favorito de Carlos IV y aprovechó la oportunidad para obtener “mordidas” en cuanto negocio se cerraba con el gobierno y así enriquecer escandalosamente.
La esposa del virrey José de Iturrigaray (1803-1808), Inés de Jáuregui, mostró abierta preferencia por intimar con las familias criollas linajudas y desdeñar a los gachupines, por lo que se decía que estaba arrimándole simpatías a su marido para que lo coronaran rey en caso de que se declarara la independencia. De ella se supo también que estaba asociada con una comadre en cuya casa se compraban y vendían favores oficiales.


Doña Francisca de la Gándara y Cardona, condesa viuda de Calderón, por Vicente López.



María Francisca de la Gándara (1813-1816) nació en San Luis Potosí y llegó a virreina por casualidad, ya que en su condición de criolla normalmente hubiera estado excluida de alcanzar ese rango. (La otra virreina nacida en la Nueva España, María de Ircio y Mendoza, era vista como española pura por haber vivido en una época en la que el criollismo apenas empezaba a definirse.) Doña María Francisca de la Gándara tenía 22 años de edad cuando el coronel español Félix María Calleja cumplió 48 y, considerando que ya era tiempo de formar familia, pidió y obtuvo la mano de doña Francisca, cuya familia contaba entre los principales de la localidad. Con los años Calleja fue ascendido a mariscal de campo por haberse convertido en azote de los insurgentes, y el hecho de que fuese el elemento más apropiado para gobernar el virreinato determinó que se pasara por alto el lugar de nacimiento de la esposa. Doña María Francisca acompañó al marido en varias de sus campañas y emigró con él a Europa, donde permaneció hasta el día de su muerte para librarse con la distancia de sufrir los odios que inspiraban los criollos rivales de los victoriosos insurgentes.



(Tomado de: Jaime Acosta, Contenido, ¡Extra! Mujeres que dejaron huella, primer tomo (1), 1998)

miércoles, 20 de junio de 2018

El Lechero




En el amanecer, lechoso, el grito arma revuelos de padre y señor mío. La patrona se restriega los ojos y a su vez grita:

¡Mariana! ¡La leche! Y un ¡Ahí voy, señora! Le contesta. Pero si a Mariana le tocó salir el día anterior, es ella, la señora, la que entre pereza y mohín sale a “recibir la leche”.

-¡!La leche¡!, grita una segunda vez el lechero, con voz ruda, presurosa; a timbrazo y aporreo de puerta; pues no sabe de tardanzas.

¡Ya van! ¡Orita van! Al fin salen. Va quitando él las tapas de las blancas, ventrudas botellas de a litro que palidecen como al ataque de un “miserere”, como volviéndose agua. Si la topografía de la casa lo permite, las deja en el umbral de la puerta, para renovarlas al día siguiente, y corre al carro repartidor: cajas, botellas y hielo. O a su bicicleta diligente, o al carrito de mano, voluntarioso, para seguir aquí y allá voceando: ¡leche!

El lechero es gente joven. De otro modo no se explicaría su ánimo de madrugar y correr. Huele a establo, a jergón de camastro, pues ¿qué valiente se baña a las cuatro de la mañana?

Se le conoce, desde dentro, en las habitaciones del sueño, por el tintinear de las botellas, campanillas despertadoras. Y por el paso recio de sus zapatos vaqueros. Sus modales, llegados del campo, no han tenido pulimento: pero el domingo se endominga y el tiempo es suyo.

Y si la patrona es perspicaz, cuando Mariana vuelve percibirá en sus blandos quehaceres un ligero tufillo a establo.

(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)




lunes, 18 de junio de 2018

Catedral de Puebla





El 29 de agosto de 1536, el virrey don Antonio de Mendoza y el obispo de Tlaxcala, fray Julián de Garcés, colocaron la primera piedra para edificar uno de los templos más artísticos y ricos de la América: la Catedral de Puebla de los Ángeles.

El 18 de abril de 1649 fue solemnemente inaugurada, bendecida y consagrada, a la Inmaculada Concepción de la Purísima Virgen María.


El templo se compone de cinco naves: tiene 14 capillas con bellos lienzos y esculturas; el Ciprés del Altar Mayor, es obra del arquitecto valenciano Manuel Tolsá; las campanas tienen fama en el país por sus concertadas voces. La campana llamada María pesa 185 quintales.


Los arquitectos, maestros de obras, pintores y escultores que ejecutaron esta obra fueron: Claudio de Arciniega, Francisco Becerra, Miguel de Estangas, Francisco Xirón, Pedro García Ferrer, Jerónimo de la Cruz, Juan Martínez de Montañez, Juan Herrera, Manuel Tolsá y otros más.


(Tomado de: Casasola, Gustavo – 6 Siglos de Historia Gráfica de México 1325-1976. Vol. 2. Editorial Gustavo Casasola, S.A. México, 1978)


domingo, 17 de junio de 2018

La estatua de Carlos IV



Para congraciarse con la Corte,  el virrey don Miguel de la Grúa Talamanca y Branciforte, pidió permiso para erigir en México una estatua en honor del rey Carlos IV, cuyo costo no sería de los fondos reales, sino particulares del virrey y la contribución de altas personalidades de la colonia.

Obtenida la autorización, se comisionó al escultor valenciano don Manuel Tolsá, director de la escuela de Bellas Artes de San Carlos, para que ejecutara la obra.

Mientras se continuaba la construcción, el 18 de julio de 1796, se colocó provisionalmente en la Plaza Mayor, una estatua ecuestre de madera y yeso.

El 31 de mayo de 1798, Branciforte terminó su gestión y la fundición de la estatua continuaba en los talleres de Tolsá ubicados en la huerta del colegio de San Gregorio. Encendidos los hornos para proceder la fusión, colaborando con el director de la Academia de San Carlos, el español don Salvador de la Vega y 27,615 kilogramos de metal, los que se vaciaron sobre el molde, necesitándose catorce meses para cincelar y pulir, esta estatua de cuatro metros setenta y cinco centímetros de alto.

El 19 de noviembre de 1903, la estatua fue colocada en un carro de seis ruedas de bronce y salió por la puerta que daba al Puente del Cuervo (3ª. De Colombia) hasta su destino, el día 28 a las once de la mañana, al día siguiente terminó la maniobra y se procedió a hacer los preparativos para la solemne inauguración.

El 9 de diciembre con motivo del cumpleaños de la reina María Luisa, después de la misa de gracias, el virrey don José de Iturrigaray acompañado de los Tribunales, los Oidores, Regidores, el Cabildo, la nobleza y una gran concurrencia, se descubrió la estatua echándose a vuelo las campanas y los saludos de la artillería y fusilería, reunidos en la Plaza Mayor de la ciudad de México.

El barón de Humboldt que se encontraba en México en esta época digo: “Es la estatua mejor que las existentes en Europa, a excepción de la de Marco Aurelio en Roma…”.
Después de la consumación de la Independencia de México, esta joya de arte estuvo en peligro de desaparecer, por lo que fue trasladada en el año de 1822 al patio de la Universidad ubicada atrás del mercado del Volador.

Fue destruido también, el conjunto arquitectónico que servía de marco a la estatua, así como la glorieta; los balaustres fueron llevados a formar bancas en la Alameda.

(Tomado de: Casasola, Gustavo – 6 Siglos de Historia Gráfica de México 1325-1976. Vol. 2. Editorial Gustavo Casasola, S.A. México, 1978)






Corrido de Carlos IV
 Anónimo

Ya con cabeza de bronce
lo tenemos en la plaza,
venga y lo tendremos con
cabeza de calabaza.
dicen que de gobernante
no tiene más que el bastón,
más, le falta de hombre un poco
ya lo asustó Napoleón.
Si vienes, es un disparate;
quédese en su madriguera,
no queremos ya mandones
vestidos de hojas de higuera.
Si hubiera Revolución
en la tierra de Colón
fuera una desproporción
la venida del panzón.

En esta composición satírica se hacía alusión a la estatua ecuestre de Carlos IV, conocida como El Caballito y al propio Rey español Carlos IV, en el momento en que las tropas de Napoleón invadieron España en 1808, y en la Nueva España se corrió el rumor de que Carlos IV, abdicado del trono por la presión de Napoleón Bonaparte, se refugiaría en la Colonia.

(Tomado de: Antonio Avitia Hernández- Corrido Histórico mexicano (1810-1910) Tomo I)




viernes, 15 de junio de 2018

Ramón López Velarde

Ramón López Velarde



(Jerez, Zacatecas, 15 de junio de 1888 – México, 19 de junio de 1921)

Estudió en los seminarios de Zacatecas y Aguascalientes. Se recibió de abogado en San Luis Potosí. Pasó en la capital los siete últimos años de su vida. Fue profesor de literatura y colaboró en casi todas las publicaciones de la época. Al día siguiente de la Revolución, López Velarde descubre la “novedad de la patria”. Pero su nacionalismo es fruto de su estética y no a la inversa. Pugna por hallar un lenguaje único que lo exprese. Busca, en el desamparo, un trasmundo en que se concilien los elementos opuestos que lo desgarran.

Sus mejores poemas logran crear ese idioma propio, nacido del brusco encuentro entre el coloquio mortecino de las tardes provincianas y los últimos fuegos artificiales del modernismo.

Al lado de José Juan Tablada, Ramón López Velarde inicia entre nosotros la poesía contemporánea: la tradición de la ruptura. No utiliza las formas que heredó sino que corre el riesgo de inventar otras. Muy pocos después de él han logrado unir el movimiento de lo moderno universal con la inmóvil fidelidad a lo genuino mexicano. Pero su poesía es irrepetible; no podemos volver a ella porque es nuestro único punto de partida.

Libros de poesía:

La sangre devota (1916 y 1941).
Zozobra (1919).
El son del corazón (1943).
Poesías escogidas (1935).
El león y la virgen (1942).
Obras completas (1945).
Poesía, cartas, documentos e iconografía (1952).
Poesías completas (1953).


(Tomado de: Octavio Paz, Alí Chumacero, et al: Poesía en Movimiento, II)






jueves, 14 de junio de 2018

La Herbolaria

La Herbolaria



Dentro de los mercados hay jardines en primavera y bosques antiguos en perpetuo invierno. Estos bosques son los de las yerbas, que vienen del tiempo indígena en que la gente, sin complicaciones presuntuosas, se curaba con la sencilla hechicería de la naturaleza.

La yerbera -herbolaria dicen los diccionarios- es la durmiente de un bosque de mil años; raíces y ramas petrificadas, hojas y flores de ceniza. Cuachalate para la úlcera; doradilla para la vescícula; cola de caballo para los riñones; boldo, un té en ayunas, para la bilis; flores de azahar y naranjo para los nervios; semillas de sulemán para las reúmas, los calambres y el dolor de huesos por el frío; grangel para la vejiga; tumbavaquero para el insomnio; polvo de culebra para la sangre…


Ay, marchanta! ¿Qué haré con mi muchacho?  No puedo quitarle lo empachado.

Y la yerbera:


-¡Um! Para el empacho no hay como la lengua de vaca con una cortecita de viuchito; tres cogollitos de guayaba y de Durazno; una cascarita de lo blanco del mesquite y una rama de yerbabuena. Se hierve todo y se toma en ayunas. Eso y con untarle al muchacho manteca con flor de ceniza. Luego le jala el cuerito de la rabadilla, y cuando truena, ya salió el empacho….¡Ah, y no deje de ponerle su ojo de venado con un collarcito, pa’que no vuelvan a hacerle mal de ojo!...


Hay que ver a la yerbera, perdida en su follaje y breñal milagroso, entre canastos, paquetes, haces de ramas y montes de raíces y flores secas. “Concha nácar para las cicatrices; flor de yoloxóchitl para el corazón”…


(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo (Texto) y Alberto Beltrán (Dibujo) – Los Mexicanos se pintan solos)