lunes, 16 de mayo de 2022

La Expedición Punitiva II

 


Las alas de la Punitiva.

La gran flota aérea de los Estados Unidos, bandada de pájaros de guerra que cubren el cielo y permiten a las escuadras y a los ejércitos maniobrar a la sombra, nació en los desiertos y en las montañas de Chihuahua hace cincuenta años, cuando la Expedición Punitiva trataba de capturar, vivo o muerto, a Pancho Villa, el locamente audaz asaltante de Columbus. Fueron los trabajos y penalidades, los éxitos y los fracasos, los vuelos entre la nieve y la lluvia, los aterrizajes forzados, las travesías rozando los árboles de las montañas, de once pilotos ahora olvidados, los que dieron tal caudal de experiencia, que la flota aérea americana lo está aprovechando todavía, desde los tiempos anteriores a la participación de Estados Unidos en la primera Guerra Mundial.

El 19 de marzo, una semana después de que las tropas de caballería al mando del general John J. Pershing cruzasen la frontera entre Nuevo México y Chihuahua, tras las huellas aún visibles de los corceles de Pancho Villa, salieron de Columbus ocho aeroplanos del ejército norteamericano con dirección al sur. La invasión es ya no sólo por la tierra, sobre la arena del desierto, sino por el aire, entre las nubes de tempestad. Sabiendo que el escuadrón estaba listo, Pershing telegrafió desde Nuevo Casas Grandes, ordenando que los ocho aeroplanos salieran a incorporársele. Pasaban diez minutos de las cinco de la tarde, cuando el octavo aparato se desprendió de la tierra en el campo de aviación de Columbus. El primero había traspasado ya la red invisible que debe existir marcando la frontera, y en formación, los ocho aparatos enfilaron abiertamente hacia el sur. Era la primera vez que Estados Unidos, en su historia militar, utilizaba la aviación como arma de combate. Eran ocho aviones lentos, carentes de los aparatos de precisión que ahora se usan, mal acoplados, mal inspeccionados. A la media hora de vuelo, uno da media vuelta y enfila proa nuevamente hacia Columbus, por haberse dado cuenta el piloto de que uno de los cilindros del motor no funcionaba. Pronto llegó la noche, pues eran los últimos días del invierno los que iban pasando. Siete aviones vuelan sobre territorio desconocido y se dispersan. Cuatro de ellos, entre sombras, llegan al pueblo de La Ascención y aterrizan en campo raso. Los otros tres se han perdido y nada se sabe de ellos sino hasta la mañana siguiente: uno aterrizó cerca de Janos, otro en Ojo Caliente, y el tercero, tratando de poner término a su vuelo en las inmediaciones de la estación de Pearson, se destroza las ruedas, capotea y queda en condiciones de no poder elevarse más. Es el marcado con el número 41. El piloto emprende la marcha a pie rumbo a Casas Grandes, y se envía un destacamento para recoger las partes del aeroplano que puedan ser aprovechables, pero encuentra villistas en el camino, se tirotea con ellos y se devuelve. Al día siguiente, un escuadrón más fuerte intenta de nuevo llegar hasta el aparato caído; nadie lo hostiliza ya, y puede recoger varias piezas, abandonando el resto, y cuando está a dos o tres kilómetros, ve una columna de humo: los villistas que han seguido a la columna, queman los restos del avión enemigo.

La escuadrilla comienza con mala fortuna. Vientos terribles hacen perder la ruta a los aviones y los precipitan sobre las montañas, donde corren el riesgo de estrellarse. El teniente T. S. Bowen, cogido en un remolino, cae con su aparato, que se destroza, y tiene que marchar a pie a rendir el parte de su desgracia.

Las funciones de la escuadrilla eran mantener comunicaciones entre las tres columnas volantes destacadas por Pershing hacia el sur y las bases de operaciones, y también, las de avisar de la presencia de cualquier grupo armado, no americano, que vieren en sus travesías. Con esa finalidad, los aeroplanos volaban todos los días, sobre montañas y valles, desiertos y ríos. Cuando dos aviones intentan pasar la Sierra de Cumbre, a través de la cual pasa un túnel del Ferrocarril Noroeste de México, las máquinas apenas pueden levantarse lo suficiente para pasar rozando con las ruedas las copas de los árboles.

Otro avión, el 44, es destruido al aterrizar en San Jerónimo. Se incendia. Y el 52, que hacía un reconocimiento entre Satevó y Parral, cayó cerca de Ojito, destrozándose en gran parte. A cien millas de distancia de la próxima base, el teniente I. A. Rader abandona su máquina y se marcha a pie por el desierto. El 42, después de varios vuelos, está de tal manera inservible, que se le desmantela y se le incendia en San Jerónimo.

Sin duda el más interesante incidente de la aviación americana en esos días, fue el vuelo hacia la ciudad de Chihuahua. En territorio que les era hostil, los americanos encontraban grandes dificultades para proveerse de alimentos. Y se decide pedir al cónsul de la ciudad de Chihuahua, Mr. Marion Letcher, que los adquiera ahí y los envíe por ferrocarril hacia el oeste. Dos aeroplanos llevarán por duplicado las comunicaciones al cónsul, por si uno fracasa. El número 43, piloteado por el capitán Benjamín D. Faulois y el teniente Herbert A. Dargue, debe aterrizar al sur de la ciudad, mientras el 45, en el que van el capitán T. F. Dood y el teniente Joseph E. Carberry, debe aterrizar al norte. Los dos llegan a su destino, al mediodía del 6 de abril. La población se da cuenta, comprende que los aviones han tocado tierra, y grandes grupos de gente indignada emprenden la marcha rumbo a los probables sitios de aterrizaje. Del 43, que está en el llano al sur, baja el capitán Faulois, y emprende la marcha rumbo al consulado americano mientras el avión se eleva de nuevo para reunirse con el que ha aterrizado en el lado norte, en las inmediaciones del pueblo de Nombre de Dios. Apenas tiene tiempo de elevarse antes de que cuatro soldados, que le han visto, le hagan fuego. El capitán Faulois es capturado y la policía se encamina con él hacia la Penitenciaría. Se ha juntado ya alrededor del grupo una gran multitud, hombres y muchachos, que gritan contra los americanos. Son los brazos abiertos que el general Pershing esperaba encontrar en Chihuahua. El coronel Miranda, jefe del estado mayor del general Luis Gutiérrez, interviene y consigue la libertad del prisionero, quien entonces pide a las tropas mexicanas protección contra el pueblo, temeroso de que algo les haya ocurrido a los dos aeroplanos y los demás tripulantes. En efecto, cuando llegan a Nombre de Dios, encuentran solamente un aeroplano, el del teniente Dargue. Él les informa que, cuando el otro aeroplano había tocado tierra, el capitán Dood se marchó a entregar sus despachos, pero el avión había sido rodeado por una multitud hostil que lanzaba gritos contra los invasores y procuraba dañar el aparato, quemando la tela con los cigarros o rasgándola con las navajas. Temerosos de que sus aviones fueran destruidos por la multitud que engrosaba de momento en momento, los dos pilotos decidieron emprender el vuelo, hacia el lado sur, donde esperarían a los capitanes. Carberry pudo despegar, mas en cuanto Dargue echó a andar su motor, una lluvia de pedradas cayó sobre el aparato unos cuantos metros corrió sobre el suelo y comenzó a elevarse, pero el estabilizador estaba roto por las pedradas, y tuvo que aterrizar inmediatamente. En cuanto lo vieron caído, los indignados habitantes se calmaron, y al día siguiente, arreglados los desperfectos, Dargue pude elevarse para informar a la Expedición Punitiva que ya el cónsul Letcher enviaba a los soldados la comida que les estaba haciendo falta.

Pocos días después, el 19 de abril, el teniente Dargue y el capitán Robert H. Willis, que estaban tomando fotografías de los caminos que conducen a Chihuahua (lo que no era precisamente perseguir a Pancho Villa), se estrellan al occidente de la ciudad. Willis queda bajo el fuselaje roto, y sale todo cubierto de heridas. Incendian el aparato y en dos días de marcha, sin alimento ni agua, caminan los cien kilómetros que los separan de su base.

En un mes se han perdido seis aviones, las tres cuartas partes de la fuerza aérea de la Expedición. El resto de la escuadrilla se retira hacia Columbus, en espera de nuevos aparatos.

Villa, escondido en su cueva de la sierra de Santa Ana, herido en una pierna, inmovilizado, poseído por la calentura, oye los motores de los aviones americanos zumbar sobre la montaña y sobre la cañada. Él y sus fieles, Marcos Torres y Bernabé Cifuentes, desafían el peligro por la curiosidad y asoman la cabeza por la cueva para ver pasar a los aeroplanos. Varias veces sienten la vigilancia que sus enemigos ejercen desde las nubes. Pero lentos como son los aviones, son todavía demasiado veloces para darse cuenta de los seis ojos que los miran desde la gota negra de una cueva en el flanco de la montaña. Y pasan y vuelven a pasar, sin darse cuenta de que las hélices le hacen fresco en la cara a Pancho Villa. El teniente Rader, que se ha estrellado cerca de Ojito, está ahí nada más, al pie de la montaña, viendo su aeroplano inútil. Se encuentra más cerca de Villa que de su base, más cerca de Villa que ningún otro americano, pero no lo sabe, y quizá si lo supiera marcharía más de prisa para unirse con los suyos. Los villistas no lo molestan, porque sería dar señas de su presencia. Y no vuelven más aeroplanos por ahí, porque no quieren que les mire la mala estrella que cegó a Rader.

Villa duerme tranquilo, sin que le moleste más el zumbido de los motores.

En cuanto se da cuenta de que Pancho ha ocupado la ciudad de Chihuahua, el general Pershing se inquieta y pide permiso para atacar. Varios meses lleva ya la Punitiva sin desarrollar actividad alguna, y al sentir que nuevamente el atacante de Columbus ha puesto en pie de guerra un ejército de seis mil hombres, el jefe de la Expedición considera que ha llegado el momento de procurar su desbandada. He aquí lo que dice al general Funston, jefe del sector militar: "Debido a la audacia de Villa y a la ineficacia de las tropas carrancistas, el poder de aquél va creciendo. Informes que considero auténticos, señalan su fuerza en seis mil hombres. Cuatro trenes cargados de mercancía, capturada en Chihuahua, llegaron a San Isidro el día 5 del presente. Debe dársele un golpe rápido. Nuestro prestigio en México aumentaría en el momento. Tomando en cuenta las actividades de Villa en las últimas dos semanas, la pasividad de la Expedición a mi mando no es de desearse. Como lo he informado en anteriores comunicaciones, la ofensiva de nuestra parte no encontraría quizá resistencia por parte de las fuerzas carrancistas, y debe recibirse aprobación; el elemento civil nos recibirá bien, pues ahora se sorprende de nuestra inacción."

Y al transcribir el anterior mensaje al Departamento de Guerra, el general Funston se muestra de acuerdo: "Yo apruebo la anterior recomendación -dice-. Los éxitos de Villa lo están colocando rápidamente en el control de una gran parte del estado de Chihuahua. Los carrancistas que se le han opuesto han fracasado, habiendo sido seria y decisivamente derrotados varias veces en el curso del mes pasado. Y no veo la razón para creer que tendrán más fortuna en los meses próximos, pues Villa está adquiriendo mayor fuerza a cada momento y mayor influencia y está extendiendo la zona sobre la que tiene completa autoridad. Los informes del servicio secreto dicen que hay fuertes simpatías para Villa en Coahuila y Nuevo León, y yo creo que si se le permite seguir su carrera sin obstáculos, en el curso de pocos meses controlará todo el norte de México. Un rápido y decisivo golpe que le dirija ahora John J. Pershing detendrá su creciente poder, y si se le permite continuar hasta que Villa sea capturado, pondrá fin a su movimiento, beneficiando grandemente al gobierno de facto. John J. Pershing declara que tal esfuerzo no encontrará resistencia por parte de los carrancistas. Yo ciertamente veo que contará no sólo con su aprobación, sino con su ayuda. Ésta comprenderá el permiso para usar el Ferrocarril Central o el Noreste de Ciudad Juárez al sur, ya que Pershing necesita alguno de ellos para sus comunicaciones, pues no se podría asegurar el éxito completo en la persecución de Villa sin la posibilidad de seguirlo hasta el estado de Durango."

Una vez más, los jefes americanos demuestran su error en interpretar la situación, y hacen augurios que el tiempo se encargará de echar al viento. Funston asegura que Villa podrá controlar en pocos meses todo el norte de México, pues no creyó que las tropas carrancistas puedan tener mejor fortuna que la que tuvieron hasta el momento de la caída de Chihuahua. Ignora qué clase de gente es Francisco Murguía, quien avanza al galope de Santa Rosalía hacia Chihuahua. Ignora que en los momentos en que dicta su mensaje, en los llanos de Horcasitas Villa y Murguía, al frente de cuatro o cinco mil jinetes cada uno, se encuentran, cargan uno contra el otro, se mezclan, se hacen fuego con sus pistolas, se golpean con sus sables, se encrespan, se echan los caballos encima, caen en la tierra revueltos, y luchan ferozmente por cuatro horas hasta que Villa se retira rumbo a Chihuahua. Ciertamente no ha sido la fortuna la que decidió este encuentro, sino el valor, la decisión, el coraje, la fuerza. Francisco Villa ha encontrado un adversario de su categoría. No es ya José Cavazos quien lo combate, ni Jacinto B. Treviño ni Gabriel González Cuéllar. Es Francisco Murguía, a quien siguen Eduardo Hernández, Heliodoro Pérez, Pablo González el Güero y otros generales que usan la ropa bien apretada. Son los que van a asestarle los golpes definitivos en plena quijada. Primero en Horcasitas, después en muchos otros encuentros. Villa ganará alguno, pero cuando Murguía deja el mando de las tropas carrancistas en Chihuahua, ya Pancho va perdiendo la confianza en que algún día la División del Norte volverá a pasear victoriosa por la República. Por lo pronto, abandona la ciudad de Chihuahua y se encamina hacia la sierra, aproximándose hacia la Expedición Punitiva. Sabe que no corre peligro, pues a las instancias de Pershing para que se le permita atacar, Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, contesta que se están desarrollando pláticas para el retiro de la Expedición y que ésta no debe dar un paso hacia adelante, ni disparar un solo tiro, si no es atacada en sus posiciones.

Villa se guarda mucho de atacarlas. Y los soldados vestidos de caqui lo ven pasar, casi frente a sus posiciones, llevándose los trenes cargados con el producto del saqueo de Chihuahua.


(Tomado de: F. Muñoz, Rafael - La Expedición Punitiva. Cuadernos Mexicanos, año I, número 19. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f) 

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