El ritual funerario entre las Culturas del Desierto
José Luis Rojas Martínez
El extenso territorio del Norte de México presenta diferentes condiciones geográficas delimitadas por las grandes formaciones de las sierras madre, Occidental y Oriental, y por el Golfo de México y el océano Pacífico, en ambos extremos; en este escenario, y no obstante las condiciones climáticas adversas, se desarrollaron numerosos grupos humanos que lograron expresar a través de diversas manifestaciones culturales, el entorno árido y hostil que los rodeaba. Varios de esos grupos dieron origen a las llamadas "Culturas del Desierto", cuya característica principal fue la de tener una forma de subsistencia basada en la caza, la pesca y la recolección; eran grupos nómadas en constante movilidad que buscaban su sustento, ya que desconocían las bases de la agricultura y la domesticación de animales que pudieran servirles de alimento. Tenían una sencilla cultura material que estaba de acuerdo con el grado de aprovechamiento de los recursos que su medio les ofrecía.
Uno de los grupos integrantes de las Culturas del Desierto, que ha sido ampliamente estudiado por la arqueología mexicana, se asentó en el área conocida como la Comarca Lagunera, situada en la parte suroeste del estado de Coahuila y una pequeña porción del norte del estado de Durango. Se trata de una inmensa planicie cercana a la moderna ciudad de Torreón, rodeada de grandes macizos orográficos; en su superficie crece la típica vegetación de las zonas áridas, formada por agaves, yucas, lechuguillas, etcétera, cuyas fibras fueron aprovechadas por aquellos grupos laguneros para elaborar su vestimenta, sus adornos y sus utensilios cotidianos.
Fue precisamente en la Comarca Lagunera donde se realizó uno de los más importantes hallazgos en la historia de la arqueología del norte de México, cuando entre 1953 y 1954 los arqueólogos adscritos al entonces Departamento de Prehistoria del INAH, Manuel Maldonado-Koerdell, Pablo Martínez del Río, y Luis Aveleyra Arroyo de Anda, dedicaron tres temporadas de campo para rescatar una importante cantidad de restos humanos y sus ofrendas, depositados en forma de bultos mortuorios dentro de dos cuevas conocidas como la Candelaria y la Paila, las cuales mostraban, a través de los materiales arqueológicos rescatados, cómo se desarrollaban la vida cotidiana y los rituales de este grupo que habitó la región por más de tres mil años, desde el 2000 a. C. hasta el 1600 d. C. Dicha cronología, basada en los fechamientos obtenidos por el material lítico rescatado, además del estudio científico de los objetos de concha, huesos de animales, madera, textiles y restos óseos humanos, entre otros, nos permiten reconstruir fragmentos de la historia de la ocupación humana en la Comarca Lagunera.
Todos los integrantes de una pequeña banda de cazadores-recolectores, formada por unos treinta miembros, realizaban sus actividades cotidianas tal como lo habían aprendido durante numerosas generaciones; para sobrevivir en una región desértica como El Bolsón de las Delicias, área ocupada por este pequeño grupo, desarrollaron diversas técnicas que les permitían aprovechar al máximo los recursos naturales a su alcance. Los niños eran adiestrados en el arte de la cacería, y tenían que estar siempre atentos a las indicaciones y enseñanzas de sus padres, ya que de ellas dependía la sobrevivencia del grupo. Uno de los adultos, considerado el más experimentado cazador de venados y conejos en la región de la Comarca Lagunera, de nombre Coyote Blanco, desde pequeño había dado muestras de sus aptitudes para la fabricación de los implementos de caza; sus hábiles manos podían cortar y pulir con destreza excelentes puntas de proyectil e incrustarlos en duros mangos de madera que previamente había preparado. Coyote Blanco se distinguió por su pericia en el uso del arco y la flecha, además del lanzadardos, o átlatl, instrumentos que lo acompañarían a lo largo de su vida por todos los recorridos en busca de presas.
A Coyote Blanco se le admiraba porque con frecuencia regresaba al campamento con grandes venados cola blanca, conejos y otros mamíferos pequeños, de los que se utilizaba inmediatamente su carne y se llevaba a las fogatas que ya habían encendido previamente las mujeres; mientras tanto las pieles de sus presas se preparaban para cubrirse con ellas durante las épocas más frías. Coyote Blanco era consciente de que su núcleo familiar podía sobrevivir a las duras condiciones de vida del desierto gracias a su experiencia y a sus habilidades.
Una vez separada la piel del venado, Coyote Blanco se acercó al lugar del desplazamiento y observó detenidamente la cabeza del animal, examinó con sumo cuidado sus astas, que resaltaban por su gran belleza y tamaño, y luego separó la cabeza del animal -para él era importante no dañar las astas-, tomó sus instrumentos de piedra para cortar hueso y con ellos seccionó el cráneo, y enseguida separó cuidadosamente las astas. Después buscó entre la madera que tenía a su disposición y encontró algunas varas que le serviría para su propósito. Tomó entonces las dos astas y las unió con las varas que había seleccionado, sujetándolas con finas cuerdas de fibras vegetales; de esa manera fabricó un amuleto que le sería indispensable para realizar los rituales propiciatorios que le garantizarían seguir obteniendo presas y así asegurar la sobrevivencia de su grupo.
No sólo las habilidades de Coyote Blanco eran imprescindibles para la existencia de su grupo, también las actividades realizadas por las mujeres eran muy importantes. Ellas iniciaban su instrucción desde muy pequeñas; aprendían a recolectar frutos, semillas y otros alimentos que complementaban su dieta. De la escasa vegetación que crecía en un medio árido, tales como las yucas y las lechuguillas, sabían usar sus fibras para elaborar una vestimenta sencilla: mantas, faldellines, tocados o enredos, bandas con motivos geométricos en rojo, negro, blanco y amarillo, bolsas y otros implementos de uso doméstico.
Coyote Blanco murió antes de cumplir los cuarenta años, suceso que provocó una gran conmoción entre los miembros de su grupo, quienes prepararon con gran esmero los rituales mortuorios dignos del personaje. De acuerdo con las centenarias tradiciones que exigía este rito, el cuerpo fue flexionado hasta lograr una posición fetal; posteriormente se le colocaron todas sus pertenencias, incluyendo, por supuesto, sus preciados instrumentos de caza. Como una manera de reconocer el prestigio de gran cazador que adquirió en vida, se le colocó en el brazo izquierdo una gran punta de proyectil adherida con resina vegetal a un mango de madera. Después, el cuerpo fue cubierto con una gran manta y amarrado con varias tiras de fibras vegetales, y se le colocó sobre un arnés de varas, amarradas también con fibras, para luego ser transportado hacia la cueva mortuoria, en cuyo interior yacían los cuerpos de varias generaciones de laguneros. Entrar por la boca de la cueva fue extremadamente complicado, ya que el tamaño y el peso del cuerpo dificultaba las maniobras, pero por fin lograron acceder al área principal y en un espacio adecuado pusieron una cama de pencas de nopal sobre la que depositaron el arnés y el envoltorio con los restos mortales de Coyote Blanco.
(Tomado de Rojas Martínez, José Luis. El ritual funerario entre las culturas del desierto. Los guerreros de las llanuras norteñas. Pasajes de la Historia IX. México Desconocido, Editorial México Desconocido, S.A. de C.V. México, Distrito Federal, 2003)
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