lunes, 21 de agosto de 2023

Lo negro del "Negro" Durazo

 


V

La edad del crimen organizado

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A la urgencia de una política judicial sobre derechos humanos se llega vía los crímenes del río Tula. La brigada Jaguar de la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) al mando de Francisco Sahagún Baca, lugarteniente del jefe de la policía metropolitana Arturo Durazo Moreno, tortura y asesina a 13 colombianos y el chofer mexicano que los acompañaba. Los colombianos asaltantes de residencias y violadores, roban un banco y los "jaguares" típicamente, se inclinan por la "expropiación". Según parece, al morir el primer colombiano en la tortura, se opta porque los demás le hagan compañía. Los cadáveres, arrojados al sistema de drenaje, se asoman destrozados en el río Tula.

La opinión pública se conmueve y, un tanto inesperadamente, eleva la exigencia: derechos humanos. El periodista Manuel Buendía denuncia los hechos, y las pruebas sobre el comportamiento de los judiciales se acumulan. Al terminar el sexenio de López Portillo, concluye la impunidad de Durazo y un libro (un libelo melodramático) impulsa otro vuelco de la nota roja. Y a Lo negro del Negro Durazo (Editorial Posada, noviembre de 1983), el testimonio de José González y González, ex-jefe de ayudantes de Durazo, lo hace creíble en cinismo y las bravatas del protagonista y relator: "En mi vida de gatillero profesional, yo, Pepe González y González, autor del presente trabajo, comencé a matar desde los 28 años de edad, y teniendo en mi conciencia una cifra superior a 50 individuos despachados al otro mundo, agradezco la intervención de los funcionarios por cuyas gestiones no me quedaron antecedentes penales. Advierto que maté por órdenes de gente como Gustavo Díaz Ordaz, Alfonso Corona del Rosal y muchos más. Sólo cumplí órdenes."

En el libro de González, Durazo y su amigo y subalterno Francisco Sahagún Baca, son casi personajes de una novela de Jim Thompson. El único aval de Durazo (la amistad de infancia con el presidente López Portillo) lo autoriza para 6 años de abusos y destrucción. Y el exceso que protagoniza anuncia el exceso mayor, el de quien, conociéndolo, lo designa jefe de la policía de la gran capital. González refiere el saqueo de la ciudad, el envilecimiento del cuerpo policiaco, las extorsiones, los fraudes, las torturas, las ventas de protección al hampa, el esplendor del contrabando y el narcotráfico, la red del capitalismo alternativo. Y a todas horas el humor de la impunidad. Habla el general don Arturo:

-Mira pinche flaco, aprende hijo de tu chingada madre. ¿Cuántos años te has jodido y no tienes ni en dónde caerte muerto? Yo en cambio, ya soy accionista principal de este pinche changarro y no se los compro completo porque sería mucha pinche ostentación. (p. 78)

A González los agraviados no lo contradicen o desmienten. Su testimonio, el de un asesino confeso, no tiene valor moral, y mucho de lo que revela ya se sabe. Pero la escandalera, que mezcla indignación y relajo, es la toma de conciencia posible. Sí, a la metrópolis la ha "protegido" un ser codicioso y despiadado que hace edificar residencias faraónicas y "helénicas" en el Ajusco y en Zihuatanejo, con estatuas del escultor Ponzanelli, y ambiciones de Partenón. Sí, Durazo alterna con ministros de la Suprema Corte de Justicia y con figuras del espectáculo a las que protege y provee de droga. Sí, Durazo es lo que no nos merecíamos.

Un millón de compradores de Lo negro del Negro Durazo y (por lo menos) diez millones de lectores. Esta nota roja le permite al lector un vistazo a los sótanos del poder, tan afines a la cúspide, y lo aloja en el nuevo espacio de la ostentación criminal, ya no las prisiones sino el laberinto de oficinas de lujo, de restaurantes y colonias exclusivas, de juzgados en donde los narcotraficantes obtienen su libertad con fianzas descomunales, de campos de aterrizaje clandestinos, de asesorías especializadas en borrar las huellas del lavado de dinero, de discotecas en donde los vástagos del Establishment compran las sensaciones que sus padres obtuvieron a través del alcohol. Y queda arrinconada aquella nota roja cuyos casos solo dependen, artesanías del mal, de las pasiones humanas "de antes".

En 1983 Durazo huye de México. La DEA lo descubre en Río de Janeiro, adonde lo delata su afición por una vedette, y lo sigue hasta San Juan, Puerto Rico. Allí se le detiene y se le envía a Los Ángeles. El trámite de extradición es lento, y el proceso penal en México resulta inconvincente, al acusársele a Durazo de delitos menores.


(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994) 

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