lunes, 18 de mayo de 2020

Leyenda del callejón de López


El callejón de López

[Juan de Dios Peza, 1852-1910]


I

Triste, muy triste, sintiendo

dentro del alma ese dardo

que clava artera la envidia

a todo el que tiene mando:

en una tranquila noche

del voluble mes de marzo,

y bajo la espesa sombra

de un fresno, al borde de un lago,

así Hernán Cortés hablaba

con uno de sus soldados

que de lealtad y bravura

mil pruebas le dio en el campo:

-Después de tantas fatigas

y de sacrificios tantos

la suerte nos es adversa

y es menester hacer algo.

-Señor, en todas las cosas

igual que en todos los casos

disponed de mi persona

porque os sirvo con agrado.

-Martín, me habéis conocido

en los peligros más arduos:

como con Dios siempre cuento

ni vacilo ni desmayo,

pero me encuentro afligido

ya que no desesperado.

-Larga es la lista de muertos.

-Y más larga la de obstáculos.

-Para vos son allanables

cuantos encontréis al paso.

-Nunca llegué a suponerme

que el monarca mexicano

tuviera por valladares

inexpugnables los lagos.

-Son extensos y profundos.

-Y carecemos de barcos.

-Ese argumento no debe

ni un instante preocuparos.

-¿Encontráis manera fácil,

mi buen Martín, de evitarlo?

-¡Fácil! no, señor; segura.

-¿Segura decís? -Es claro;

y permitidme que os abra

mi corazón, siendo franco,

muy mal os juzgué en un tiempo.

-¿Por un hecho? -Y muy extraño.

Al pisar la Villa-Rica,

en el porvenir pensando

cabe un peñón imponente

hicisteis hundir las naos.

-Así lo juzgué preciso,

porque si las dejo en salvo

hubieran sido un refugio

de cobardes y de ingratos.

-Bien hecho está lo que hicisteis,

y yo, al reprobar tal acto,

os vi guardar el velamen

y las anclas y los palos,

y burlé vuestro capricho

que aquí con el alma alabo,

puesclo que llamé torpeza

se ha convertido en milagro.

-¿Milagro decís?

-No hay duda.

Sólo Dios ve los arcanos

que en lo futuro se esconden.

y es Él quien vierte sus rayos

para que pueda sin ojos

el pensamiento mirarlos.

-Explicad vuestras palabras.

-Muy claras son, don Hernando.

¿Quién al tocar esta tierra

y en un puerto tan lejano,

de guardar anclas y velas

os dio consejo tan sabio?

Hoy al ver estas lagunas

vuestra previsión acato,

y puesto que disponemos

de numerosos esclavos

y que tienen estos bosques

material hermoso y vasto,

nada tamáis ni os arredre,

fabricaré nuevos barcos,

servirá cuanto guardasteis

para bien aparejarlos,

y así que Dios lo disponga

y nos deis vuestra mandato

flotarán sobre estas olas

y a su impulso soberano

ganaréis a vuestra antojo

para el rey nuevos vasallos.

-Mucho hicisteis, Martín López,

por Castilla, y a mi lado,

pero lo que haréis, os juro,

que colmará mi entusiasmo;

ejecutad bien y pronto

lo que me habéis puesto en claro,

y Dios y el Rey darán premio

a tan ejemplar trabajo.

Disponed sin tasa alguna

de recursos y de brazos,

que la gloria de Castilla

Encomiendo en vuestras manos.



Y dichas estas palabras,

aquel alto abandonaron,

siguiendo distintos rumbos

don Martín y don Hernando;

éste volviendo su rostro

hacia un punto muy lejano,

conjunto de pobres chozas

en el confín solitario,

dijo exhalando un suspiro,

lento, profundo y amargo:

"Allí en Coyoacán quisiera

un religioso descanso

donde ajeno a toda pompa

ir a llorar mis pecados,

que en el peso no son leves

y en el número son largos".

Y entróse luego a su tienda,

mientras en el cielo diáfano

brillaba en ella la luna

retratándose en el lago.

II

No se hundió por veinte veces

el indio sol en ocaso

sin mirar a Martín López

dar comienzo a su trabajo.



Mandó Cortés que a Tlaxcala

fuese Sandoval Gonzalo

seguido de escopeteros

con algunos de a caballo;

y con muchos tlaxcaltecastlaxcaltecas

y con doscientos soldados,

llevando en su compañía

a los mancebos de Chalco,

para que a viejos y a niños

pusieran doquier en salvo,

y se trajeran de prisa,

sobre sus hombros cargando,

cuanto menester hubiera

López para hacer los barcos.



Y estas órdenes cumplidas

tales como se mandaron,

vieron se cruzar en breve

por los montes y los campos

más de ocho mil tlaxcaltecas

seguidos por otros tantos,

con madera y tablazones

que en Soltepec levantaron;

y que no bien depusieron

su carga ante don Hernando,

con grande peligro al verse

en tierra de mexicanos,

ofreciéronle gustosos

aportar nuevo recaudo

siempre que los ballesteros

les custodiaran el paso.



Con bastimento tan rico

López comenzó su encargo;

Diego Hernández, Andrés Nuñez

y Ramírez ayudaron

con Aguilar hasta el punto

en que las naves se armaron,

y puestas jarcias y velas

y los mástiles clavados

tres veces ponerles fuego

los de Tenoch intentaron.



Abrióse al fin ancha zanja,

y millares de vasallos

los vistosos bergantines

en la honda cuenca dejaron.



Buscó luego entre los suyos

hombres de mar don Hernando,

gentes que fueran nacidas

en Triana, Moguer o Palos

y mandóles que remasen

por más que fueran hidalgos.

Y diéronle así a las velas

con pompa las nuevas naos,

con banderas, estandartes,

flechas, macanas y arcos,

ente vivas estruendosos

a los reyes castellanos,

que lombardas y arcabuces

con las salvas saludaron.

Las ondas claras y tibias

del virgen hermoso lago

se estremecieron sintiendo

los bergantines hispanos,

y las gotas que en las quillas

como lágrimas temblaron

eran la expresión del duelo

de un imperio conquistado.



Al ver los trece bajeles

sobre las aguas surcando

con las jarcias y el velamen

que Cortés consigo trajo,

cuentan veraces testigos

que el conquistador ufano

le dijo así a Martín López

estrechándolo en su brazos:

"Os deberé la victoria,

porque vos me habéis salvado

negando toda defensa

a los reyes mexicanos".

III

De tan memorables hechos

transcurridos unos años,

sólo vivió Martín López

en un solar apartado;

mirábanle con respeto

por ser hombre de trabajo

y porque no trató nunca

a los indios como esclavos.

Algunos de los caciques

que lo encontraban al paso

murmuraban con tristeza

en sus desgracias pensando:

"Sin tan hábil marinero

Cortés no hubiera ganado,

que más que los arcabuces,

las lanzas y los caballos

el triste fin del imperio

López logró con sus barcos".

El marinero ausentóse,

pero jamás lo olvidaron,

que al sitio donde habitara

sin honores y sin rangos

bautizaron con su nombre

los propios y los extraños.


(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)

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