EL CARACOL Y EL SABLE III
La larga marcha del periodismo libre
En 1883, bajo el gobierno de Manuel González, se reforman los artículos 6° y 7° de la Constitución. El primero de los artículos: “La manifestación de las ideas no puede ser objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa...” y el segundo de ellos: “Es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia...” contenían, sólo en parte, los ideales de los reformadores. El artículo 7° establecía los límites legales de la libertad en cuanto su ejercicio se refería a la vida privada, la moral y la paz pública. “¡La paz pública! –dijo Zarco el 25 de julio de 1856, señalando el peligro del concepto-. Esto es lo mismo que el orden público. El orden público, es una frase que inspira horror; el orden público reinaba en nuestro país cuando lo oprimían Santa Anna y los conservadores, cuando el orden consistía en destierros y proscripciones. El orden público... el reinado tranquilo de todas las tiranías.” Y tal orden había de ser invocado, en 1883, para restringir las libertades de expresión, suprimiendo los jurados de imprenta e instaurando los procedimientos santanistas promulgados en la ley Lares del 25 de abril de 1854. los jueces podían, como entonces, multar a los editores, imponer penas corporales a los periodistas, ordenar la confiscación de las imprentas –los útiles de trabajo señalados como reos del supuesto delito- y clausurar periódicos. No era coincidencia la reforma porfiriana. En los días de Santa Anna la persecución a los periodistas –más de 52 diarios y semanarios fueron cerrados- concurrió con el decreto sobre “Los anexionistas”. Las bocas oficiales hablaban del delito de traición a la patria mientras el gobierno vendía el territorio de La Mesilla –109 574 km2 – a Estados Unidos.
El porfiriato hace otro tanto con las reformas constitucionales de la libertad de expresión, la reelección y las concesiones mineras y ferrocarrileras. Dos años después de expedidos los decretos sobre los artículos 6° y 7°, ante la elección de personas adictas al grupo porfirista, desaparecen los primeros periódicos. Algunos editores buscan asilo en Estados Unidos. En Brownsville y San Francisco se imprimen, por breve tiempo, El Mundo y La República. La persecución, en México, era implacable. En los estados los periodistas eran asesinados impunemente o enviados a San Juan de Ulúa. La prensa nacional, una conquista lograda con esfuerzos y sacrificios incontables, era suprimida.
Desaparecen El Federalista, de Trejo; El Correo del Lunes, de Carrillo; El Socialista, de Mata y Rivera; y El Siglo XIX, el gran periódico de Ignacio Cumplido que divulgara la doctrina liberal. Según el Diario Oficial, en 1883 había en México 300 periódicos. Ocho años después eran doscientos. El gobierno, mediante subsidios, mantenía la apariencia de libertad de expresión a través de una tolerancia ante críticas tímidas –ninguna alusión a errores del Presidente de la República- a funcionarios o gobernadores, en El Demócrata, El Diario del Hogar, La República Mexicana, La Opinión, El Monitor Republicano, El Tiempo, El Nacional y La Voz de México, en cuyas páginas se divulgaron los argumentos de los conservadores contra la Reforma y el liberalismo mexicano. Unos y otros periódicos tenían sus horas contadas, al aparecer, en 1896, El Imparcial de Rafael Reyes Espíndola, quien absorbería todas las subvenciones. Reyes Espíndola, en su periódico, se ufanaba de haber contribuido a abolir la libertad de prensa en México. Una de sus campañas más constantes había sido contra el “fuero del periodismo, viejo lobo del jacobinismo”; en realidad, los restos constitucionales de la dignidad del periodista ante el poder público. El premio a Espíndola fue la organización de una empresa para el aniquilamiento de la prensa independiente, la defensa y el prestigio del grupo gobernante. Luis Cabrera, en el Primer capítulo de los cargos concretos –publicado en El Partido Democrático el 4 de septiembre de 1909- señaló la cantidad de 50 mil pesos anuales como subsidio a El Imparcial. En once años, Reyes Espíndola había comprado dieciocho casas, los terrenos de la colonia El Mundo y El Imparcial y su residencia en Azcapotzalco. La empresa había logrado editar, además, El Mundo Ilustrado, El Heraldo, El Debate y La Revista Universal. En las columnas de sus periódicos colaboraban los adictos al régimen: Bulnes, Díaz Dufoo, Peña Idiáquez, Flores, Etcétera, quienes, a más de canonjías oficiales, eran catedráticos o diputados. En las columnas de El Imparcial se hacía una defensa periódica de los ideales de la Reforma –el mismo culto que dio origen al Hemiciclo de Juárez: retórica liberal y violación de la Constitución-; se discutía sobre la veracidad de episodios nacionales del pasado pero, como lo describió Heriberto Frías, el procedimiento era la falsificación de la verdad para que nadie supiera lo que había ocurrido. “Los noticieros –escribió en su peculiar estilo- que conocían en camisa y aun en cueros vivos, en toda su anatomía patológica, a personajes de la triste política nacional; los pobres diablos de reporteros, que tan saturados estaban del fango en que arrastrábanse rutilantes todas las avideces victoriosas: ministros, senadores, financieros, y sus hijos, y sus esposas, y sus queridas, y sus secretarios, y sus cortesanos, y sus criados, cuya vida íntima conocían tan bien ellos, los despreciados, los irresponsables noticieros tenían que llamarlos con algún calificativo honorífico, con algún título más que nobiliario; imprescindiblemente, sabían la verdad y la referían a sus jefes, pero bien se cuidaban de decirla en el periódico...”
En 1893 se imprimió, a pesar de todo, El Demócrata, dirigido por Joaquín Clausell. “Una consecuencia de la época”, se decía en el editorial del 1° de febrero de aquel año, y en verdad lo era. Sus redactores, estudiantes de leyes e ingeniería, Gabriel González Mier, José Ferrel, Francisco O´Reilly, Francisco J. Mascareñas, José Antonio Rivera, Querido Moheno –quien después sería “ministro” de Victoriano Huerta- y Jesús, Ricardo y Enrique Flores Magón procedían de manera distinta a los noticieros descritos por Heriberto Frías.
Una mañana llegó a las oficinas de El Demócrata un compañero de los Flores Magón. “Dice mi padre –confesó aquel joven estudiante- que el Presidente recibe muchas quejas de funcionarios a quienes exhiben ustedes hasta el escarnio. Le dicen que a través de ellos están pegándole a él...”
-Nosotros estamos publicando la verdad –repuso Jesús Flores Magón.
-Si Porfirio Díaz decide que están ustedes interponiéndose en su camino, les irá mal.
-Él es la rata más grande de todas –bromeó Enrique Flores Magón-. Así, puede él dar la mordida más grande.
Sonó, aquel día, un golpe en la puerta. Enrique Flores Magón evocaría, años después, la figura del inspector de Policía, Miguel Cabrera, gritar a los redactores: “¡Manos arriba!” Los gendarmes inquirían por Ricardo, el cual, simulando ser impresor, mandil en mano abandonó el taller con los obreros. Jesús fue encarcelado el Belén. Desaparecido El Demócrata, los Flores Magón compran una imprenta –seis años de privaciones- y fundan Regeneración. El primer número aparece el 7 de agosto de 1900. las persecuciones, el ensañamiento policiaco y el acoso que padecían, no lograron impedir que el tiraje del periódico fuera de unos 30 mil ejemplares. El pueblo se hacía leer los artículos en los que se exhibía el sistema político del país; los crímenes y despojos de los funcionarios. La tarea de Flores Magón les acarreó la ayuda monetaria de muchos lectores. Nuevamente la policía irrumpe en los talleres; aprehende a Ricardo y a Jesús y los lleva a la cárcel de Belén. Los padecimientos de los Flores Magón no parecían terminar. Muere su madre. Durante su breve agonía, recibe a un emisario del gobierno, el cual la conmina a que haga jurar a sus hijos que desistirán de atacar a Porfirio Díaz. “...prefiero verlos –le respondió doña Margarita Flores- colgados de un árbol o en la horca, y no que se retracten, o arrepientan...” ¿No había dicho su esposo, antes de morir, a sus hijos,: “Que no les robe el tirano su hombría”?
De la cárcel de Belén, aquel año de 1900, salía don Daniel Cabrera. Como director de El Hijo de El Ahuizote habrían de encarcelarlo trescientas veces. El administrador de su periódico, Manuel Domínguez, diría que al abrirse las celdas, los carceleros les arrojaban “un dedal con piojos” para infectarles el tifo. Belén, con su patio de arcos, su pileta de agua cenagosa, sus galeras pestilentes, sus calabozos húmedos, sus celdas en que apaleaban a los reos, era el sitio organizado por el gobierno para quebrarles la hombría a los rebeldes. Ángel de Campo –el dulce Micrós- vio una mañana, desde la azotea de la prisión, cómo se despiojaban las mujeres; pasear, acorralados, a los hombres; ir y venir a unos y otros entre frazadas de colores, cobijas deshilachadas, harapos y petates amarillentos. El vaivén, el vocerío, le pareció –y así lo fue siempre- el pueblo mismo reunido para no se sabía qué propósito. Pasos adelante, Micrós lo descubriría al ver un patio recubierto de hierbas anémicas en que dormitaban soldados. En la pared, dibujada en azul una cruz, el musgo no había borrado los rastros de los disparos. Era el paredón. Día tras día llevaban atado a un prisionero. Los galeros anticipaban la sentencia: “Fulano de tal... ¡sale a su destino!” Los reos acompañaban al sentenciado, durante largos, inimaginables minutos, cantando el Alabado, el canto de Fray Margil de Jesús para dar gracias al Creador en los campos cristianizados. La descarga apagaba las voces. Tal era el destino.
Don Daniel Cabrera resistió todas las humillaciones. Al salir de Belén, volvía a denunciar los actos de Díaz, sus ministros, sus gobernadores, sus militares y sus jefes políticos. Sin embargo, El Hijo de El Ahuizote había venido a menos: se vendían 250 ejemplares. Ricardo y Enrique Flores Magón –Jesús abandonó la lucha para siempre- acudieron a don Daniel. Parecía repetirse la escena de la juventud de Cabrera, cuando pidió permiso a Vicente Riva Palacio para titular a su periódico El Hijo del Ahuizote, recogiendo la lección liberal que Riva Palacio divulgara en El Ahuizote; “Voy a concederte –le contestó a Cabrera- el permiso que me pides con esta condición: que seas honrado y que seas valiente.” Don Daniel alquiló su periódico a los Flores Magón. Poco después se les unirían, con idéntico fervor, Juan Sarabia y Librado Rivera.
En el taller de la calle de Santa Teresa número 1, José Guadalupe Posada –el más grande artista de su tiempo- hacía estampas para la Gaceta Callejera y otras hojas de Antonio Vanegas Arroyo. En sus grabados –más de veinte mil- ha dejado el testimonio de lo que fue el porfiriato: captura de indios, de obreros y “alborotadores” para servir en el ejército, “enganchados” que habrían de morir en Valle Nacional; condenados a muerte que pasan bajo escolta militar, ante la mirada compasiva de los curiosos; infelices que reciben descargas en los paredones de la Escuela de Tiro; hombres ateridos, envueltos en sus cobijas, ajenos a cuanto ocurría en torno suyo; jefes políticos ventrudos; rurales implacables; niños y perros husmeando en las aceras; madres que claman por la desaparición de sus hijos; desfiles del ejército; soldados que eran campesinos y obreros; sus pies, con guaraches, lo demostraban; mujeres que disputan ante los comerciantes; indios lapidados en las calles; gente vestida de percal, harapos, cobijas, fraques, casacas, crinolinas, levitas, paletós o dragonas, se vuelven calaveras que corren, huyen, se hieren, saltan, fusilan, claman al cielo y buscan, ágiles, un rincón para ponerse a salvo de las cargas de caballería de los gendarmes. Es el mundo que ve una mañana a un enorme caracol –el país de Liliput- en la Plaza de la Constitución, lento, adormilado, dejar una estela viscosa que desaparece en Palacio Nacional. Pero no es el caracol el que gobierna sino la muerte; la calavera catrina, la calavera campesina, la calavera burocrática, la calavera científica, la calavera militar; la muerte que enseñorea todo; la danza de la muerte que es la imagen fiel del disloque que reinaba; niños enajenados para venderlos como esclavos, jóvenes capturados para servir en el ejército; campesinos extenuados; obreros hambrientos, empleados tuberculosos. Muerte, sólo muerte. No había otra cosa sobre México que un sable afilado que segaba vidas y ese caracol que nadie podía mover del centro del país.
Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)
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