viernes, 5 de diciembre de 2025

Entrevistando a las pirámides 3 Tula


Entrevistando a las pirámides 3 Tula 


En cambio, es menos conocida y no se ha escrito mucho acerca de la pirámide de Tula, en el Estado de Hidalgo. Pasa con esta pirámide algo así como con la sinagoga de Praga, que según la leyenda brotó de la tierra acabada y completa. La pirámide de Tula, y esto no es leyenda, sino realidad, surgió hace cuatro años. Por eso aparece ahora ante el entrevistador con todo el candor de una novicia. 

-Yo -empieza diciendo- era el santuario de la ciudad de Tula, del estado de Tollan y de la nación tolteca. Creo que esto fue, según vuestro cómputo del tiempo, desde el año 648 hasta el siglo XI. Mi construcción era magnífica, la gente me adoraba y todos los días se inmolaban unas cuantas víctimas humanas sobre mi cuerpo. Mis toltecas eran gentes buenas y muy capaces, arquitectos, mecánicos y astrónomos que ayudaban a los sacerdotes a proclamar desde mi cima las cosas venideras. Lo único malo que tenían los toltecas era que les gustaba demasiado el pulque.

Hacia el año 1000 de nuestra de vuestra era, me abandonaron y se fueron a Yucatán. Allí encontraron las huellas en sus propias dotes artísticas en medio de las construcciones de los mayas, cuando aún se discutía mi existencia.”

En seguida, la pirámide se queja de los tiempos en que vivió abandonada: 

-Nuestra ciudad solitaria pasó luego a manos de otro pueblo. Esto debió ser allá por el año 1170. Los nuevos pobladores se llamaban chichimecas, "los del país de los perros", y eran verdaderamente gente perruna, bárbaros. Lo que no se había desmoronado por sí mismo después de la marcha de los toltecas, fue destruido por éstos perros humanos, los cuales devastaron el país, de modo que no dejaron rastro de mí.

En esto se equivoca la pirámide. Había quedado rastro de ella en los códices, en las crónicas y en la tradición. Este rastro fue el que siguieron los eruditos del siglo XVI. Entre otros historiadores dedicados a estudiar la era prehispánica figuraba el príncipe indio bautizado Fernando de Alva Ixtlixóchitl, que escribió acerca de Tula, de la vida de la corte, el gobierno, el pueblo, las calles y la industria que allí tenían su centro. Y esa ciudad había de ser su perdición como hombre de ciencia. 

La República de los eruditos decidió, en efecto, en el siglo siguiente, que no existía, no había existido jamás ni podía existir semejante Tula. Por mucho que se le había buscado y por muchas antiguas ciudades que sin que nadie las buscara emergían de la tierra mexicana, había sido imposible dar con ella. Iba afianzándose cada vez más la idea de que Tula era algo así como la Ultima Tule de Virgilio o la Ciudad del Sol del utopista Campanella: un lugar legendario, pues la palabra Tula significa también "Estado del Sol". Algunos arqueólogos sostenían que Tula no era sino Teotihuacán, ciudad sagrada cuyo nombre, a pesar de su grandeza y esplendor mayestáticos, no aparece mencionado en ningún códice. Otros consideraban Tula como sinónimo de Cholula; otros, finalmente, opinaban que la ciudad de los toltecas era la actual aldea de Tule, cercana a la famosa pirámide de Mitla. 

El historiador Alva Ixtlixóchitl fue sacado del panteón de los eruditos y arrojado al ghetto de los poetas; se le acusaban de haberse dejado cegar por su amor propio nacional, que le había hecho tomar la leyenda de Tula tan al pie de la letra como los historiadores europeos la leyenda de Troya, fruto de la imaginación poética de Homero. Pero esa comparación tuvo que retirarse después que Schliemann, en sus excavaciones, sacó a la luz las ruinas de Troya. Sin embargo, los recalcitrantes siguieron negando la existencia de Tula aún después de 1885, año en que fue desenterrada, o mejor dicho, enterrada una pirámide cerca de la pequeña Villa de Tula de Allende en el Estado de Hidalgo.

El autor de este descubrimiento era, ciertamente, un hombre sospechoso y poco grato para los mexicanos. Se llamaba Desirée Charnay y había rondado por el país, antes de la intervención francesa, con misteriosos encargos de Napoleón III. Veinte años después, retornó a México para emprender excavaciones por cuenta del millonario franco-estadounidense Lorillard. Para adular al hombre que lo subvencionaba bautizó con el nombre de Lorillard una ruinas descubiertas por él en los dominios de los indios lacandones, a pesar de tratarse de un lugar ya conocido y que tenía su propio nombre: Yachtli. En sus excavaciones de Tula de Allende, que emprendió probablemente guiado por la ambición de descubrir aureos tesoros, Charnay aplicó unos métodos más propios para estropear las ruinas que para descubrirlas. Es posible que su aventura a la que se lanzó sin consultar para nada a los sabios mexicanos, sólo sirviera para afianzar a éstos en su escepticismo respecto a la existencia de la ciudad de Tula. 

Hace muy poco tiempo, en 1940, algunos arqueólogos mexicanos volvieron a agitar la teoría de que había existido una capital llamada Tula, situada en el lugar en que ahora se levanta la pequeña Villa de Tula de Allende, en el Estado de Hidalgo. En la Sociedad Mexicana de Antropología este tema provocó violentas discusiones, algunos aspectos de las cuales trascendieron a la opinión pública. Por fin, el gobierno concedió los créditos necesarios para emprender excavaciones en esta Tula a la que el entrevistador de pirámides ha venido desde la Ciudad de México por ferrocarril: hora y media de tren, según la guía.

Nuestro hombre recorre las calles y la plaza del pueblo, entra en la iglesia. Y aunque se esfuerza en hacer de sus ojos verdaderos aparatos de rayos X y saber más de lo que busca que lo que sabían los habitantes y visitantes de Tula anteriores a 1940, no logra descubrir en esta villa de dos mil habitantes más que eso: una villa de dos mil habitantes. Ni su trazado ni las piedras y figuras talladas de sus alrededores podían bastar para sospechar detrás de esta Tula, la Tula de otros tiempos. La zona arqueológica queda al margen de todos los caminos, lejos de todas las casas habitadas por los tulenses de hoy.

El entrevistador, acompañado por unos cuantos muchachos del pueblo, deja atrás la pequeña villa, sale al campo, camina primero por entre plantaciones de maguey, marcha luego sobre tierras quebradizas y polvorientas cubiertas de cactus y llega por último a un paraje en que no existe siquiera nada de esto. De pronto, inesperadamente, ve erguirse frente a él una pirámide alta y magníficamente proporcionada, un segundo antes invisible. No ve, en cambio, otra pirámide situada junto a ésta; mejor dicho, no se fija en ella, pues la toma por un cerro como otro cualquiera, cubierto de hierbajos. 

La pirámide no desenterrada estaba consagrada al sol; la otra, la que se levantaba libre y airosa a los dioses de la luna. Esta pirámide justifica por sí sola las excavaciones, basta por sí sola para fallar un pleito de eruditos que ha durado siglos enteros. Pero a la par con ella salieron a la luz toda una serie de tesoros que habrán causado el asombro del mundo, si el mundo no hubiese estado durante estos cuatro años entregado a la tarea de desenterrarse a sí mismo y de tomar precauciones para que nadie volviera a sepultarlo.

Desplegados en un ancho arco ante la pirámide, aparecen los tesoros de piedra descubiertos junto a ella. Al entrevistador, prisionero de las ideas y modos asimilados en Europa y en Estados Unidos, tiene por un momento la sospecha de si estas esculturas, por ejemplo las figuras de los bajo relieves, no serán tal vez falsificadas. Su integridad es muy sospechosa. Y lo mismo los meandros. ¡Qué claridad y nitidez, las de estos adornos escultóricos! Otro tanto acontece con las columnas, los llamados atlantes, que tienen casi 5 metros de alto. Su rostros, sus cuerpos y hasta sus vestiduras, parecen esculpidos por un escultor de hoy que se hubiera inspirado en modelos egipcios. Los indios de los monolitos ostentan sus adornos de plumas de un modo completamente distinto que los esculpidos en los bajos relieves. 

Pero el recelo se suma sin dejar rastro. ¿Falsificaciones? ¿A quién iba a ocurrírsele aquí falsificar esculturas indias, y con qué fin? Todas estas maravillas están esparcidas sobre un lejano cerro, sin que nadie se ocupe de custodiarlas. Cualquiera podría venir, cargarlas en unos camiones y llevárselas tranquilamente. ¿A quién iba a ocurrírsele falsificar todo un estadio con graderías de piedra, construir y enterrar, para luego desenterrarlas, dos enormes pirámides? 

Lo primero que hace la pirámide es llamar la atención del entrevistador hacia su friso: 

-¿Se ha fijado usted bien en los jaguares, en las mariposas, en las calaveras talladas sobre la serpiente-dragón? En mis buenos tiempos era el último grito de la moda. Hoy estos adornos ya no se llevan ni se construyen pirámides. ¿Ha visitado otras pirámides? Dígame con toda sinceridad si he encontrado alguna mejor construida que yo... Es usted muy amable... ¡Si me hubiera visto en otro tiempo. Hoy no soy más que una ruina de lo que fui. ¿Ve usted de esta cicatriz? Es la reliquia de la operación que me hizo con el pico un cirujano-curandero. Estaba empeñado en que, a fuerza de cavar, encontraría en mis entrañas una campana de oro. 

Mientras la pirámide habla con su entrevistador asoma por la plataforma la cara escueta de un indio, atento a sus palabras. ¿Habrá emergido de la Tierra al mismo tiempo que la pirámide su cantor Fernando de Alva Ixtlixóchitl, para exigir después de cuatro siglos de destierro y de condena la reparación de su honor científico agraviado?


(Tomado de Kisch, Egon Erwin. Descubrimientos en México. Volumen 1. Prólogo de Elisabeth Siefer. Edición aumentada. Colección ideas, #62. EOSA, Editorial Offset, S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 1988)

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