El 1° de enero de 1820 las unidades del ejército expedicionario estacionadas en Cádiz y en espera de embarcarse rumbo a América, secundaron al comandante Rafael de Riego cuando proclamó la restauración de la Constitución de 1813. Otras guarniciones militares se unieron posteriormente al pronunciamiento, y en vista de que los comandantes del ejército no manifestaban ningún deseo de reprimir las revueltas por la fuerza, el 9 de marzo de 1820 el propio Fernando VII declaró: "Marchemos todos, y yo el primero, por la senda constitucional." Entonces llegó el reconocimiento para el liberalismo: los diputados doceañistas, unos en prisión, otros en el exilio, regresaron a la refriega política acompañados por una nueva generación de radicales que habían conspirado contra el régimen saliente en sociedades secretas y logias masónicas. Si bien esta revolución adoptó la forma de una restauración, de cualquier manera se distinguió por una gran variedad de manifestaciones públicas: banquetes, bailes, fuegos artificiales, desfiles en las calles. Aquí estuvieron todos los elementos de una revolución-fiesta, tan característica de la España del siglo XIX. Un contemporáneo comentó: "La revolución de 1820 fue en alto grado filarmónica." Que todas las plazas mayores del país fueran rebautizadas sin demora plaza de la Constitución muestra el grado de renovación.
El trienio constitucional se caracterizó por una movilización política notable, en parte organizada por las logias masónicas que exponían sus políticas en periódicos fundados con tal fin, para debatir las, primero, en las tertulias que se celebraban en los cafés de Madrid, y luego en las cortes. Sin embargo, los liberales pronto se dividieron en moderados y exaltados; las divisiones llevaron a la formación de nada menos que cinco gobiernos sucesivos en tres años cuyas políticas eran cada vez más radicales. La Iglesia cargó con el peso de la reforma: se suprimió la Inquisición definitivamente; los jesuitas, que habían regresado en 1815, fueron expulsados de nueva cuenta; los conventos fueron cerrados, y se redujo notablemente el número de las órdenes mendicantes. El Estado confiscó las propiedades de todas las órdenes que se habían suprimido. Pese a todos los esfuerzos, no pudieron recaudar impuestos suficientes para cubrir el monto de sus presupuestos, y tuvieron que enfrentar una serie de revueltas.
El insurgente navarro Francisco Espoz y Mina destacó como un importante liberal, y fue nombrado capitán general; en cambio, muchos capitanes de la guerrilla se pasaron a la rebelión, encabezando bandas en nombre del rey. Después de todo, hombres como el cura Merino habían peleado por Fernando VII contra los franceses, y no titubearon en combatir a los liberales, mucho menos si atacaban a la Iglesia. Lo ocurrido en 1808 se repitió en 1823: una invasión francesa decidió el destino político de España. La Santa Alianza se había formado en Verona en 1822 con las principales potencias del continente. Temiendo el contagio de la revolución liberal española, la Alianza apoyó la decisión de Carlos X de enviar a "cien mil hijos de San Luis" a derrocar el régimen constitucional. Los exiliados españoles se unieron a esta expedición, que encontró poca resistencia efectiva. A los cinco meses de su entrada, el 1° de octubre de 1823, Fernando VII fue restaurado en el absoluto ejercicio de su poder. Sin embargo, no recuperó la confianza, pues hasta 1828 conservó una guarnición de 22 mil soldados franceses en España. Los sucesos de 1820 fueron sólo el principio de un siglo de disturbios políticos y guerra civil para España: en ambos lados del Atlántico, el colapso de la autoridad tradicional de la monarquía católica creó un vacío político que el proyecto liberal no pudo cubrir.
(Tomado de: Brading, David - Apogeo y derrumbe del imperio español. Traducción de Rossana Reyes Vega. Serie La antorcha encendida. Editorial Clío Libros y Videos, S.A. de C.V. 1a. edición, México, 1996)
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