Inundaciones
Tomado de: El Monitor Republicano. 8 de septiembre de 1878
La inundación de las calles ha producido en México escenas de diverso carácter, unas tristes y otras amenas.
Los pobres durmiendo sobre el fango, envenenándose lentamente con las exhalaciones mefíticas, con la ropa siempre mojada, es una de las escenas que más pudieran llamar la atención de los ilustres miembros del más ilustre municipio. Pero dejemos lo triste para ir a lo alegre.
La Venecia mexicana inaugura su periodo Neptuniano con espectáculos nuevos. La calle del Puente de San Francisco está cruzada por puentes levadizos sobre los que atraviesan los ocupantes de las casas, mirando con complacencia retratarse su efigie sobre la obsidiana de aquel líquido, negro como nuestra suerte.
Se preparan lujosas regatas en esa bienaventurada calle en que lucirán su habilidad los más expertos marinos de Santa Anita e Iztacalco. El ayuntamiento se propone presidir esa fiesta de las lagunas para adjudicar un premio al mejor nadador.
Las calles de Cadena, Zuleta y Coliseo, ofrecen en las noches un aspecto seductor: la luz de los faroles se refleja en el apacible y manso lago, las ranas cantan en coro alabando el ayuntamiento que les proporciona un blando y fresco lecho, los grillos cantan también, y en su estridente silbido algo se escucha como un ¡hurra! al municipio. Los dueños de las grandes casas de aquellos felices rumbos, no satisfechos algunas veces con el concierto de los poéticos animalejos, pagan veladores que azoten las aguas como hacían los señores feudales en la Edad Media.
En las calles de San Francisco, Plateros, La Palma y el Refugio, trabajan noche y día las pequeñas bombas, que sacan el agua del interior de las casas, el ruido del émbolo alterna agradablemente con el chorro del agua que incesantemente corre; por todas partes se desprenden esas corrientes, por todas partes se bombea, por todas partes tubos de madera interceptan las banquetas y derrama sobre ellas el fecundante líquido que nuestro buen ayuntamiento tuvo a bien regalarnos.
Las calles de San Felipe, las Damas, Tercer Orden de San Agustín, el Arco, el Ángel, etc., se convierten durante las noches en ríos caudalosos, capaces de ser surcados por los vapores-palacios del Mississippi. Algunos grupos informes se ven vagar a la débil luz de los faroles: es un hombre montado sobre otro, constituyendo un todo como el Sagitario y el Centauro, fantástico, raro, digno de la imaginación de Ossian.
Ya también las señoras se han decidido a cabalgar en hombros de cargador. A algunas hemos visto echadas sobre las espaldas de un valiente hijo de San Cristóbal, con los pies colgando, escondiendo la cara para que no las conozcan y rogando al cielo para no ser depositadas en el fondo de los ríos.
El juil, el meztlapique, el atepocate, el axolote, han tomado por asalto a la ciudad, encontrándola, según sospechamos, muy de su gusto, y más de su gusto a quien les abrió las puertas de los nuevos lagos y les dio por morada nuestros fastuosos bulevares.
Afortunadamente, la ciudad halló gracia ante la presencia del señor ministro de Fomento, quien en un día pudo hacer más que el ayuntamiento en un mes. Ya el agua ha bajado en la mayor parte, si no en todas las calles, y todos con alegría principiamos a gritar: ¡Tierra, Tierra!
(Tomado de: Ruiz Castañeda, María del Carmen. La ciudad de México en el siglo XIX. Colección popular Ciudad de México #9. Departamento del Distrito Federal. Secretaría de Obras y Servicios, 1974).
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