lunes, 27 de enero de 2025

Nacimiento y auge de la música mexicana I

 


Nacimiento y auge 

I

Romances, chuchumbés y jarabes 


La primera canción que podría llamarse "mexicana" -al menos por su lugar de nacimiento- fue tal vez un romance que los soldados españoles dieron encantar después de la Noche Triste:


 En Tacuba está Cortés con su escuadrón esforzado;

triste estaba y muy penoso, triste y con gran cuidado; 

la una mano en la mejilla y la otra en el costado.


 Los conquistadores, que tenían muy arraigada la costumbre de cantar sus aventuras, sus triunfos y sus desdichas en coplas a veces sentimentales, a veces picarescas, dieron así origen a las primeras canciones nacionales. Los indígenas casi no tuvieron oportunidad de contribuir a la formación y desarrollo del género, entre otras razones porque sus instrumentos -la chirimía, el teponaztli y el huéhuetl- fueron proscritos por los cazadores de idólatras, dado su uso eminentemente ceremonial. Además, los conquistadores -más preocupados por borrar todo vestigio de la cultura nativa que por conocerla- pronto relegaron al olvido la música indígena que, por el simple hecho de ser distinta la suya, consideraron inferior. 

En 1523, humeantes todavía las ruinas de la gran Tenochtitlán; fray Pedro de Gante fundó en Texcoco la primera escuela de música de la Nueva España. El ejemplo cundió a tal extremo, que en la mayoría de las iglesias edificadas en los años siguientes se establecieron escuelas de música o por lo menos de canto. Por supuesto, el género primordial que en ellas se cultivaba era la música sacra. 

A fines del siglo XVI y principios del XVII, mientras la música popular se desarrollaba poco menos que clandestinamente, en medio de prohibiciones y anatemas eclesiásticas, la ciudad de Puebla se convirtió en el gran centro novohispánico de la música barroca. Surgieron entonces varios compositores cuyas obras aún hoy son consideradas como ejemplo notable del género por los eruditos europeos y norteamericanos, pues en México se desconocen casi por completo. 

A partir del siglo XVIII, el empuje popular en materia musical llegó a ser tan grande que empezó a desbordar las rígidas costumbres y estructuras sociales establecidas por los españoles. Así, no hubo barreras que lograran impedir que criollos y mestizos desarrollaran y manifestaran gustos propios. 

De acuerdo con las investigaciones del musicólogo Vicente T. Mendoza, ya en 1684 había aparecido el primer corrido popular mexicano: Las coplas del tapado. El título alude a un misterioso personaje de la época llamado Antonio de Benavides. La primera mención del género se encuentra en el Diccionario de Autoridades (1729), que define el corrido como: "Cierto tañido que se toca en la guitarra, a cuyos son cantan las llamadas jácaras. Diósele este nombre por la ligereza y velocidad con que se tañe.”

Poco tiempo después, en el mismo siglo XVIII, el auge del comercio de esclavos determinó el surgimiento de los primeros ritmos afroantillanos. Pronto, el caribeño chuchumbé tomaría por asalto a la Nueva España tal como lo harían posteriormente y de tiempo en tiempo, otros géneros de idéntico origen, hasta culminar en época recientes con la avasalladora incursión del Mambo de Pérez Prado. 

Aunque la música del chuchumbé se perdió completamente como aconteció con casi todas las composiciones populares de la Colonia, los archivos de la Santa Inquisición conservan muchas de sus coplas henchidas de picardía. Y llegaron hasta ahí porque los inquisidores hicieron acopio de ellas como pruebas para prohibir este género "escandaloso, obsceno, ofensivo para oídos castos, que se baila con meneos, manoseos y abrazos, a veces barriga contra barriga”.


La primera canción de protesta 

Tal como sucedería en épocas posteriores con las cantinas, en la segunda mitad del siglo XVIII las pulquerías del altiplano se convirtieron en los principales focos de difusión de la música popular, no sin recibir por parte de los eclesiásticos el calificativo de "imagen e idea viva del infierno". Y, efectivamente, hacia 1770 los asiduos de estos "tugurios demoníacos" bailaban como alegres condenados sones tales como La cosecha o El pan de jarabe, catalogados por los inquisidores como "lo peor que puede inventar la malicia". De El pan de jarabe se conservan algunas coplas picantes: 


Esta noche he de pasear con la amada prenda mía, 

y nos hemos de holgar hasta que Jesús se ría. 

Ya el infierno se acabó, ya los diablos se murieron;

ahora sí, chinita mía, ya no nos condenaremos. 


Otros ritmos que florecieron a finales de la época colonial son el sacamandú y el pan de manteca, ambos subversivos y nacidos de la creciente rebeldía contra el orden impuesto y las autoridades establecidas. El mismo carácter tuvieron muchos sones, seguidillas, tiranas, chimizclanes, catacumbas, fandangos y súas, géneros que proliferaron en la época. De todos ellos sólo el jarabe merecía la aprobación de las autoridades civiles y eclesiásticas, pues las parejas lo bailaban "pudorosamente separadas". Según se sabe, este ritmo se interpretaba con jaranitas de cinco cuerdas, salterios, arpas y bandolones. 

Al estallar la guerra de independencia los ritmos proscritos se convirtieron en verdaderos himnos de la insurgencia, en calidad de alegres "canciones de protesta". Muy popular se hizo, por ejemplo la Canción de Apodaca, que en dos de sus versos decía: 


Señor virrey Apodaca: ya no da leche la vaca…


Años más tarde al consumarse la independencia y erigirse emperador Agustín de Iturbide, el ingenio popular dedicó a éste algunas coplas irónicas: 

Soy soldado de Iturbide, 

visto las Tres Garantías, 

hago las guardias descalzo 

y ayuno todos los días…


¡Europa, Europa! 

Abierto luego el país a las influencias del mundo entero, en los primeros años de vida independiente se registró una verdadera invasión de mazurcas, polcas, cracovianas y redovas, provenientes de la región de Bohemia. Esto explica las similitudes entre la música norteña mexicana y la de aquellas tierras centroeuropeas. 

Otra corriente que tuvo gran influencia fue la Italiana; su vehículo eficaz fueron las compañías de ópera que constantemente llegaban al país para recorrerlo en triunfo. Este influjo resultó tan poderoso que matizó fuertemente casi toda la producción de música fina en México a lo largo del siglo XIX. Puede decirse que todo compositor de cierta relevancia aspiraba a crear y ver en escena por lo menos una ópera "italiana" hecha en México. 

En descargo de aquellos compositores hay que decir que el medio musical mexicano de los primeros años independientes se hallaba frente a dos posibilidades que no satisfacían sus anhelos: por una parte la música sacra que durante tres siglos había sido poco menos que el único camino abierto para el músico con aspiraciones; por otra, la música popular a la que no era posible quitarle de pronto la etiqueta de "género ínfimo, deleznable y digno de la peor especie de gente" que también durante tres siglos le impusieron las autoridades virreinales. 

No quedaba otro recurso que volver los ojos a los géneros europeos mientras se creaban o se decantaban los propios. Esta situación se prolongó durante más de un siglo. Todavía a principios del siglo XX, las polémicas de los músicos mexicanos giraban alrededor de la adopción de tal o cual estilo europeo. 

Uno de los máximos impulsores de la nueva tendencia italianizante -aunque él mismo limitó su producción a la música sacra- fue Mariano Elízaga, quien ya desde los cinco años de edad maravillaba a la corte virreinal con sus prodigiosas interpretaciones en el clavicordio. Muy joven todavía, Elízaga fue maestro de capilla en la corte de Iturbide y profesor de música de la emperatriz. Al caer el Imperio, volvió a su natal Morelia y fundó allí el primer conservatorio de música del país. 

A continuación aparecieron en la capital varias academias musicales como las de José Antonio Gómez y Joaquín Beristáin. Éste, muerto a los 22 años, fue otro niño prodigio que a los 17 años ya era director de la Orquesta de la ciudad de México. 

Gómez fue compositor e intérprete de música sacra hasta 1839, año en que decidió buscar fuentes de inspiración en la música popular. Sus estilizadas transcripciones de jarabes y sobre todo sus Variaciones sobre el tema del jarabe mexicano llevaron por primera vez este ritmo del pueblo a los salones elegantes y dieron lugar a una corriente nacionalista que aunque débil, a partir de ese momento se mantendría con vida. 

Y mientras la música fina sumaba influencias y buscaba cauces, la inspiración popular seguía produciendo tonadas tan ingeniosas como desenfadadas. En 1847, al ocurrir la invasión norteamericana, se popularizaron canciones como Las margaritas, en la que se aludió a las muchachas "colaboracionistas" que aceptaban invitaciones de los soldados invasores: 


Una margarita 

de esas del portal 

se fue con su yanqui 

en coche a pasear. 


Años después, la Intervención Francesa sirvió de marco para que se impusieran arrolladoramente otras canciones. Los cangrejos, con letra de Guillermo Prieto, sirvió para hacer mofa de los conservadores que pretendían "marchar para atrás". Sobre todo, Mamá Carlota fue una especie de himno de los chinacos patriotas, que la cantaban en masa cuando entraron a Querétaro y tomaron prisionero a Maximiliano de Habsburgo. La música es de oscuro origen español, y la letra la compuso el general y literato Vicente Riva Palacio, cuando recibió noticias de que la emperatriz había partido en viaje a Europa buscando ayuda para su infortunado esposo. Es, sin duda, la "canción de protesta" más vibrante que se ha producido en México. Dicen algunos de sus versos: 


Alegre el marinero 

con voz pausada canta 

y el ancla ya levanta 

con extraño rumor.

La nave va en los mares 

botando cual pelota.

Adiós, mamá Carlota.

Adiós, mi tierno amor.


De la remota playa 

te mira con tristeza 

la estúpida nobleza 

del mocho y el traidor.

En lo hondo de su pecho 

ya sienten la derrota.

Adiós, mamá Carlota.

Adiós, mi tierno amor.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)

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