El de los Raspados
El de los raspados está en la tierra y en todo lugar. También está en la puerta del cielo, que es la puerta de las escuelas.
-¿De qué lo quieres, niño? “¡A mí de tamarindo! ¡Yo de fresa! ¡El mío de piña! ¡Dos de anís!”
En provincia, a los raspados los llaman pabellones. En México, tricolores a los que tienen verde de limón, blanco de leche, colorado de frambuesa y de grosella.
Sí, es cierto: es como si en un carro de dos ruedas el de los raspados viniera empujando un desfile de banderas, sacándole destellos de unidad y paz.
Ahora que cada botella se zarandea en un huequito, como cada chango en su mecate. Entre un costal de yute, para defenderlo del calor, asoma su frialdad de iceberg el hielo: el de los raspados, con su cepillo metálico lo va raspando, lo echa en un vaso grueso y venoso, levanta una botella, le quita el corcho, vierte la miel. Al cliente toca menearlo con la larga cuchara
¡Umm, los raspados! ¡Allí viene el de los raspados!
A sorbos se beben –comen- los raspados, a cucharada lenta, deteniendo la lengua el éxtasis de su sabor. Cuestan 10, 20, 25 centavos; baratos, para que los niños de las escuelas pobres puedan comprarlos, y los grandes que aún no se envenenan el gusto con nombres y sabores extraños.
Son las cinco de la tarde, la hora solemne en que el de los raspados y el día arrían sus banderas.
(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986).
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