viernes, 7 de septiembre de 2018

Comida oaxaqueña


Comida oaxaqueña


Ningún folklore más interesante, más revelador del verdadero espíritu popular que aquél que pudiéramos llamar folklore culinario. Son las comidas de cada país como la ficha antropológica integral, colectiva, y no sólo del cuerpo, sino también del alma. Si comparamos, comiéndolos, los alimentos de los norteamericanos, los franceses, los ingleses, los españoles, los italianos, sabremos más acerca de esos pueblos que todo lo que nos digan los tratados.

Esto es ya tan característico, que algunos platos son como símbolos de la nacionalidad: el steak británico, la pasta sciuta italiana, el cocido español, el pork and beans yanqui, representan lo mejor de cada país que su propio escudo de armas. Aquí, en México, ¿no es el guajolote del mole el único animal que puede competir en nacionalismo con el águila de la bandera?

Pues, si en cada nación estudiamos con el paladar los alimentos de sus diversas regiones, ¡qué geografía tan verdaderamente humana no llegamos a construir!

La cocina de México, rica, si las hay, variada y sabrosa, y difícil de condimentar y digerir como ninguna, es la base más firme en que descansa la nacionalidad. Y ¡cómo varía en los diversos estados de la República! ¡Cómo es suculenta de mariscos en las costas, rica de carnes en la Altiplanicie, de vegetales en Puebla, de condimentos de leche en el Bajío, la región de los pastos! Ya desde el siglo XVI era admirada nuestra cocina nada menos que por Juan de la Cueva, insigne poeta español, que al describir la ciudad de México no podía dejar de hacer elogios de sus alimentos,

…que un pipián es célebre comida,
que al sabor dél os comeréis las manos.

Oaxaca había de ser por fuerza abundosa de buena y peculiar comida. Basta ver, en el mercado, la variedad de comestibles para comprobarlo.

Ora son los quesillos, de tiras angostas, enredados, que dan la forma de un queso habitual; ora la infinidad de panes de los que el más sabroso, si no el más fino, es el que llaman resobado, grasoso, salado, hecho para la comida, en contraste con el pan de huevo, dulce, para la merienda. La gloria del mercado son, empero, los puestos de chiles, porque hay puestos en que únicamente chiles se venden. Y hay que ver la diversidad de chiles, en sus colores, formas y tamaños que excitan la gula de los oaxaqueños.

Sujetos al detestable régimen alimentario del hotel, de un cosmopolitismo insípido, hecho para complacer al más sibarítico agente viajero, apenas pudimos darnos cuenta de la genuina y legítima cocina oaxaqueña. Sin embargo, dos deliciosas exploraciones por ese campo me dan pretexto, si no autoridad, para deshacerme en elogios de ella, ya que no puedo reseñarla documentada y minuciosamente.

Una buena mañana fuimos invitados a comer tamales oaxaqueños. Y en verdad que son éstos los tamales más maravillosos que he comido en mi vida. Se les envuelve en dos hojas de plátano cruzadas que se van abriendo como un libro; y entre ellas y en el fondo del incuarto, cuando hemos acabado de abrirlo, se abriga el suculento tamal, no duro como los de México, sino pastoso, abundante de salsa y pollo.

Pero la cumbre de la comida oaxaqueña es naturalmente el mole. El mole oaxaqueño que yo conozco, pues hay varios, es negro como carbón, de sabor menos complicado que el mole poblano, pero no menos grato al paladar. Los dioses parecen regocijarse y la vida, dura, suavizar un poco sus contornos.


(Tomado de: Toussaint, Manuel - Oaxaca y Tasco. Grabados de Francisco Díaz de León. Lecturas mexicanas, primera serie, #80. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1985)

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