martes, 10 de diciembre de 2019

José Clemente Orozco, Páginas Autobiográficas II

Fabrés
Al tiempo de ingresar a la Academia de Bellas Artes para hacer estudios formales de pintura, la institución estaba en el apogeo de su eficiencia y buena organización. Había recibido un gran impulso de don Antonio Fabrés, un gran pintor académico español traído a México me parece que por don Justo Sierra, ministro de Instrucción Pública, para hacerse cargo de la Sección de Pintura como maestro supremo.
Al llegar de Europa hizo una gran exposición de sus numerosas obras en las salas de la Academia, habiendo causado tal exposición una gran sensación entre los artistas e intelectuales de México, pues mostraba profundos conocimientos de la técnica pictórica y una habilidad excepcional. Los temas de sus pinturas eran en su mayoría religiosos y de costumbres. Pintura muy influenciada por Velázquez y otros pintores semejantes, españoles. Inmediatamente fue rodeado por un grupo numeroso de discípulos y empezó a trabajar él mismo en un gran estudio que le fue proporcionado en la misma Academia.
Los salones de clases nocturnos fueron reconstruidos por Fabrés, instalando muebles y enseres especiales, muy propios para el trabajo de los alumnos. La iluminación eléctrica era perfecta y había la posibilidad de colocar un modelo vivo o de yeso en cualquier posición o iluminación por medio de ingeniosa maquinaria parecida a la del escenario de un teatro moderno.
Para los modelos vestidos trajo de Europa una gran cantidad de vestimentas, armaduras, plumajes, chambergos, capas y otras prendas algo carnavalescas, muy a la moda entonces en los estudios de pintores académicos. Con esta colección de disfraces era posible pintar del natural mosqueteros, toreros, pajes, odaliscas, manolas, ninfas, bandidos, chulos y otra infinidad de tipos pintorescos a que tan afectos eran los artistas y los públicos del siglo pasado.
Entre los discípulos predilectos del maestro Fabrés, hay que mencionar a Saturnino Herrán, una verdadera promesa para la pintura mexicana y que hubiera llegado a ser un artista notable en el México de hoy.
Otros discípulos o simples asistentes a las clases de Fabrés fueron Diego Rivera, Benjamín Coria, los hermanos Garduño, Ramón López, Francisco de la Torre, Francisco Romano Guillemín, Miguel Ángel Fernández y otros muchos.
Las enseñanzas de Fabrés fueron más bien de entrenamiento intenso y disciplina rigurosa, según las normas de las academias de Europa. Se trataba de copiar la naturaleza fotográficamente con la mayor exactitud, no importando el tiempo ni el esfuerzo empleado en ello. Un mismo modelo, en la misma posición, duraba semanas y aun meses frente a los estudiantes, sin variación alguna. Hasta las sombras eran trazadas con gis para que no variara la iluminación. Al terminar de copiar un modelo determinado durante varias semanas, un fotógrafo tomaba una fotografía del modelo a fin de que los estudiantes compararan sus trabajos con la fotografía.
Otro ejercicio muy frecuente era copiar un modelo de yeso, puesto de cabeza, la Venus de Milo, por ejemplo.
Por todos estos medios y trabajando de día y de noche durante años, los futuros artistas aprendían a dibujar, a dibujar de veras, sin lugar a duda.
Mi entrada en la Academia fue unos seis meses antes de que el maestro Fabrés regresara a Europa. Asistí a sus talleres sin llegar a ser propiamente su discípulo, pero sí lo suficiente para darme cuenta de lo que había que hacer para aprender a pintar, y me puse a hacerlo con tenacidad, con verdadero encarnizamiento, con la determinación de quien quiere alcanzar un fin sin importarle el precio y así fue por varios años.
En la Academia había modelo gratis, tarde y noche, había materiales para pintar, había una soberbia colección de obras de maestros antiguos, había una gran biblioteca de arte, había buenos maestros de pintura, de anatomía, de historia del arte, de perspectiva y, sobre todo, había un entusiasmo sin igual. ¿Qué más podía desear?

El Doctor Atl
La primera noticia que recuerdo haber tenido del Doctor Atl fue con motivo de una controversia pública muy aguda entre él y los amigos de Julio Ruelas. Parece que fue uno de tantos choques entre los románticos y los modernistas. Ruelas era un pintor de cadáveres, sátiros, ahogados, fantasmas de amantes suicidas, mientras que el Doctor Atl traía en las manos el arco iris de los impresionistas y todas las audacias de la Escuela de París. Ruelas había hecho un magistral autorretrato al aguafuerte y encima de la cabeza se había grabado un insecto monstruoso que le clavaba en el cráneo un aguijón colosal: era la crítica. Y otros grabados que representaban demonios bajo la apariencia de súcubos sorbiendo los sesos de un pobre hombre. Pero la época que se aproximaba ya no iba a ser de súcubos, sino de violencia y canalladas.
Poco después encontré a Atl en la Academia; tenía ahí un estudio y asistía con nosotros a los talleres de pintura y de dibujo nocturno; mientras trabajábamos, él nos contaba con su palabra fácil, insinuante y entusiasta, sus correrías por Europa y su vida en Roma; nos hablaba con mucho fuego de la Capilla Sixtina y de Leonardo. ¡Las grandes pinturas murales! ¡Los inmensos frescos renacentistas, algo increíble y tan misterioso como las pirámides faraónicas, y cuya técnica se había perdido por cuatrocientos años!
Los dibujos que hacía Atl eran de gigantes musculosos en actitudes violentas como los de la Sixtina. Los modelos que copiábamos eran obligados a parecerse a los condenados del Juicio Final.
Ya por entonces había inventado Atl sus colores secos a la resina, que se trabajaban como el pastel, pero sin tener la fragilidad de éste. La idea era, según nos decía, tener colores que lo mismo sirvieran para pintar sobre un papel o sobre tela, que sobre una roca del Popocatépetl; lo mismo en pequeño que en grande y sobre cualquier material, así fuera metálico, al interior o a la intemperie. Unos colores así serían ciertamente cosa de maravilla y los que ya usaba, si no eran todavía perfectos, representaban un paso considerable hacia el fin deseado. Con ellos pintó unos cuadros muy grandes sobre tela, que representaban los volcanes y que decoraban  un café muy espacioso que hubo en la calle del 16 de Septiembre en la acera sur, cerca de San Juan de Letrán. Con los mismos colores pintó también un gran friso de figuras femeninas como ninfas o musas conduciendo una guirnalda hacia un retrato de Olavarrieta, un filántropo de Puebla que donó una valiosa colección de cuadros antiguos a la Academia. este friso estaba colocado sobre los mismos cuadros, que eran exhibidos por primera vez,
La técnica de aprendizaje que dejó Fabrés fue bastante modificada por nosotros. Los modelos ya no duraban en la misma posición días y más días. El dibujo era muy concienzudo, pero hecho con más rapidez para adiestrar más la mano y el ojo. Los nuevos ejercicios consistían en disminuir poco a poco el tiempo de copia de un modelo vivo hasta hacer croquis rapidísimos, en fracciones de minuto y más tarde llegamos a dibujar y pintar de un modelo en movimiento. Ya no había fotografía con la cual comparar los trabajos, y la simplificación forzosa del trazo instantáneo hacía aparecer el estilo personal de cada estudiante.

(Tomado de: Orozco, José Clemente - Páginas autobiográficas. Cuadernos Mexicanos, año II, número 97. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F. s/f)



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