Después de México, solamente Italia
A principios de 1921, en París, Diego Rivera y Siqueiros se encontraban como dos aficionados a la botánica en el centro de un bosque: apenas conocían el mundo circundante, pero no había flor o tronco, hoja o raíz que no atrajera su interés.
Poblada la imaginación por el ansia de saberlo todo, llenan sus mentes de conceptos balbucientes, construían teorías estéticas como el niño construye hazañas.
¿Cómo podría ser un futuro programa de revolución pictórica en México?, se preguntaban.
Sus ideas eran primarias, pero descansaban en una circunstancia que no perdían de vista: no contaban en el país con mercado para la adquisición de la más pequeña obra de arte ni vislumbraban posibilidades de que se formara durante los próximos años. En esas condiciones, el género primordial de actividad tendría que ser el muralismo.
¿Para quién habrían de trabajar si no para la mayor cantidad posible de público? No tomar esto en cuenta era tanto como emprender el camino de la esterilidad. ¿O acaso el trabajo creativo no germina en la intimidad del individuo, como el fruto en las profundidades de la raíz? ¿Y la obra de arte, como la cosecha -y nada les preocupaba tanto- no está destinada para los demás?
"Atraídos cada vez más poderosamente por la obra monumental, Diego y yo desalojamos de la conciencia toda preocupación por el cuadro de caballete, en pintura, y por los bibelots en escultura. Nuestro temperamento y el análisis de los fenómenos nos lanzaban a la máxima ambición, decíamos. En ese estado febril sólo teníamos desdén para las pequeñas obras que se exhibían en casas particulares y aun en museos.
Nuestros ojos deberían fijarse a los muros policromos, a los grandes lienzos y llenarse con las formas concebidas por artistas de gran aliento que no temieron pintar una aurora con todo su infinito número de matices, pero que sí temieron apresar al arte como a un pájaro dentro de una jaula, entre los reducido límites de un cuadro de salón”.
"Escuchábamos en esa época, vaga y excepcionalmente, por cierto, que los discípulos de Ingres habían impulsado cierto movimiento de pintura mural en algunos templos de París. Nos dispusimos a localizarlos y dimos con ellos. En medio de la ausencia de los demás pintores, indiferentes a este esfuerzo vagamos por las iglesias vacías como por plazas desiertas. Ni un alma que se interesara por Ingres y sus seguidores. Pienso que era el resultado del liberalismo exaltado que dominaba hasta las últimas manifestaciones de la estética. Para esos años, los veintes, más que en ningún otro periodo de la historia, se proclamaba el arte como resultado único de la actividad individual y se decía que toda asociación entre artistas por razones de trabajo no sólo era inconveniente, sino mortal para el proceso de la creación.
Diego y yo, a la vez que los pintores españoles, chilenos y algunos franceses que nos rodeaban, percibimos la pesantez de la atmósfera y empezamos a hablar del trabajo por equipos bajo la dirección de un maestro. 'A la manera de los clásicos', dijimos en un principio. Y luego, a gritos: "¡Sólo como ellos, pues su trabajo colectivo ha demostrado a lo largo de los siglos su extraordinario valor para los fines de la creación y su insustituible eficacia como instrumento pedagógico en el arte!”.
¿Sabíamos con precisión cuál era el camino? Lo dudo. Pero nuestro mexicanismo, que estallaba a cada momento, que era reacción violenta contra todo lo que juzgábamos estrecho y estereotipado, nos hacía buscar el golpe del aire y el ardor del sol.
Éramos románticos. Eso era todo. "
Había que viajar por Italia y si los recursos alcanzaban, ir a Grecia. Por razones económicas y debido también a mi calidad de becario de la Secretaría de Guerra para estudiar arte, que me obligaba a concurrir de vez en cuando a simulacros y prácticas del ejército galo en la escuela de Saint-Cyr y en otros lugares de Francia, Diego y yo no pudimos hacerlo al mismo tiempo.
Durante años de cartas y pequeñas notas de Rivera que constituían algo así como el informe oficial de sus hallazgos en Italia, siempre a propósito de temas relacionados con el muralismo, nuestra nueva y absorbente preocupación. Muy interesantes conceptos apuntaba sobre el método de la composición, que "él había descubierto" en la obra de Giotto, en Asís. En otra de sus cartas, palabras más, palabras menos, me confiaba: "¿Cómo puedo haber perdido tantos años pintando cuadritos de caballete? ¿Por qué si puedo volar he permanecido enjaulado todo este tiempo?”.
La búsqueda de Diego partió del prerrenacimiento italiano hacia atrás. Todo lo posterior a ese periodo -afirmaba- carecía de valor. Miguel Ángel, en pintura, no así en escultura, le parecía un bluff. El barroco para Rivera era el estilismo en el arte y "el estilismo constituía en la historia de la creación el más grande asesino”.
Le escribía a Siqueiros: "No quiero aderezos en una mujer. Antes que ellos, deseo un corazón. Así en pintura: me placen las formas, pero como camino para llegar a algo que está debajo de la piel”.
Cinco o seis meses se prolongó la ausencia de Rivera. Trabajó como si, condenado a muerte, hubiera de cumplir los últimos deseos de una vida a punto de extinguirse: pintar, pintar, pintar. Cuando regresó a París tenía consigo inmenso bagaje de notas, apuntes y estudios parciales de lienzos y monumentales esculturas. El etrusco lo sobrecogió. En contraste con Francia, donde había permanecido largos años, descubrió en Italia las grandes similitudes de este país con el nuestro.
"Aún más saltones que de costumbre sus feos y opacos ojos de rana, gelatinosos, blanduzcos, como si hubieran permanecido largo tiempo debajo del agua, me decía que para un mexicano el paso por este mundo sin detenerse bajo el cielo de Italia, sin aspirar su aroma, sin pisar sus campos, sin contemplar a sus mujeres, sin vagar por las calles de sus pueblos y ciudades, sin escuchar sus cantos y su idioma, sin reconocer su arte tan esencial para la formación humanística como las mismas experiencias vitales, era tanto como vivir ajeno a la más hermosa realidad.
-Ah -suspiraba- después de México sólo hay un país: Italia…”.
(Tomado de: Scherer García, Julio – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F., 1974)
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