miércoles, 1 de abril de 2020

Bernardo de Balbuena

En Valdepeñas vio la luz Bernardo de Balbuena, el 20 de noviembre de 1568 [Se ha aventurado la hipótesis de que Balbuena haya sido originario de la Nueva España. D. Victoriano Álvarez en su estudio Un gran poeta mexicano restituido a su patria, sostuvo que el autor del Bernardo nació y se educó en Guadalajara (Jalisco)]. Muy niño fue traído a México, y aquí hizo sus estudios bajo la protección de su tío D. Diego, canónigo de la Catedral. Ingenio precoz, y de natural y decidida vocación por las letras, a los dieciséis años hacía sus primeras armas, saliendo triunfante en el certamen convocado en 1585. en 1607, o sea hombre formado ya, regresó a España, y allá obtuvo el grado de doctor en teología en la Universidad de Sigüenza. En 1608 fue electo abad de la isla de Jamaica, y nombrado obispo de Puerto Rico en 1620. Asistió al sínodo provincial reunido en Santo Domingo; celebró otro en sus diócesis en 1624, y murió en 1627.
Tres obras se conocen de Balbuena: La grandeza mexicana, impresa en México en 1604; El siglo de oro en las selvas de Erifile, colección de églogas (1608), y el Bernardo o Victoria de Roncesvalles (1624), bravo poema escrito nada menos que en cinco mil octavas reales.
Desentendiéndonos de las dos últimas producciones citadas, por no cumplir ellas a nuestro objeto, hablemos solamente de La grandeza mexicana.
Es éste un poema descriptivo de la capital de la Nueva España en las postrimerías del siglo XVI. Los ocho capítulos de que se compone constan de otros tantos argumentos que el autor resume en la siguiente octava:

De la famosa México el asiento,
origen y grandeza de edificios,
caballos, calles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
primavera inmortal y sus indicios,
gobierno ilustre, religión y estado,
todo en este discurso está cifrado.

Aspiraba, pues, Balbuena, a pintar a México en todos sus aspectos: el material externo, el espiritual, el social y el político. Y a fe que lo consigue, poniendo a contribución su prodigiosa exuberancia verbal, su extraordinaria fuerza descriptiva, su lujo inaudito de color y su rica fantasía.
Embelesado, discurre por la entonces nueva capital.
La ciudad, "bañada de un templado y fresco viento", se alza sobre las claras lagunas. Percibimos torres, capiteles, ventanajes. Bajo un cielo "que es de ricos", surgen aquí y allá alamedas y jardines "de varias plantas y de frutas bellas". Por caminos y calzadas pasan recuas, carros, carretas, carretones. Y una multitud abigarrada va de una parte a otra: arrieros, oficiales, contratantes, "cachopines", caballeros, galanes, clérigos, frailes, hombres, mujeres; todos de diversa color y diferentes en lenguas y naciones. Las calles son como tablero de ajedrez; el cristal de las aguas "en llamas de belleza se arde". Suben las torres amagando vencer a las nubes en altura, y la ciudad, flor de ciudades, es gloria del poniente.
Dulce es el habla. En maneras la gente es afable y cortesana. Las damas son de la beldad misma retrato, y, además, honestas y recatadas. En los caballeros abundan los sutiles ingenios amorosos.
Al poeta le gustan mucho los caballos. De ellos nos habla copiosamente en el canto III. Bellos caballos briosos de perfectas castas, de diverso color, señales y hechuras; de manos inquietas, de pechos fogosos. ¡Y qué jaeces, penachos y bordaduras realzan su gallardía! ¡Y cómo los jinetes son diestros y de hermosísimas posturas!
En México se hacen primores de cosas: trabajan y trabajan joyeros, lapidarios, relojeros, herbolarios, vidrieros, batihojas, fundidores, estampistas, farsantes, escultores, arquitectos. No escasean poetas raros que todo lo penetran y atalayan. Atenas no vio tal abundancia de bachilleres y pululan, en suma, borlados doctores tan grandes en ciencia como en pareceres graves.
En verano, cuando brotan los jazmines y el deseo, las fiestas no faltan. La ciudad del siglo XVI, que muchos suponen adusta, se llena de fiestas: hay saraos, visitas, máscaras, paseos, cacerías, músicas, bailes y holguras...
Considerando sus efusivos encomios, que, por lo demás, concuerdan con los expresados por los contemporáneos, podría creerse que cuanto pinta, pondera y enaltece Balbuena, tocante a la grandeza de México, haya sido obra de su fantasía y obligado tema de su genuina manera pomposa y deslumbrante. Pero a esto se opone testimonio tan respetable como el de García Icazbalceta. Nuestro gran historiador juzga que el poeta "no había de fraguar lo que no existía", y que su obra -con "las precauciones debidas"- merece, independientemente de su valor literario, ser estimada como documento histórico.
A juicio de Menéndez y Pelayo, "si de algún libro hubiéramos de hacer datar el nacimiento de la poesía americana propiamente dicha, en éste nos fijaríamos". Es "una especie de topografía poética". "Aunque el paisaje, en medio de su floridez y abundancia, no tenga más que un valor convencional y aproximado, y esté, por decirlo así, traducido o traspuesto a un molde literario, todavía en el raudal de las descripciones de Balbuena se siente algo del prolífico vigor de la primavera mexicana."
Casi olvidada por luengos años, desde que salió a la luz la edición príncipe hecha por Ocharte en 1604, La grandeza mexicana no hubo de reimprimirse -aunque incompleta- sino hasta el pasado siglo [siglo XIX], en que tuvo cinco ediciones: tres en Madrid, en 1821, 1829 y 1837; una en Nueva York en 1828, y otra en México en 1860. En 1927 la Sociedad de Bibliófilos Mexicanos publicó una reproducción facsimilar de la edición primitiva, que es la única completa, pues que al poema acompañan en ella la célebre carta dirigida por Balbuena al Dr. D. Antonio de Ávila y Cadena, Arcediano de la Nueva Galicia, y el Compendio apologético en alabanza de la poesía, documentos ambos importantísimos por lo que mira tanto a la personalidad como a la estética del poeta.

(Tomado de: González Peña, Carlos - Historia de la literatura mexicana. Desde los orígenes hasta nuestros días. Editorial Porrúa, Colección "Sepan cuantos..." #44, México, D.F., 1990)

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