En julio de 1959 se descubre un caso de encierro familiar. Rafael Pérez Hernández es detenido por el secuestro de su mujer y sus seis hijos, de nombres un tanto alegóricos: Indómita, Libre, Soberano, Triunfador, Bien Vivir y Libre Pensamiento. Llevan más de 15 años encerrados, golpeados, zarandeados por regaños y sermones. La hija mayor, Indómita, tiene 17 años y la menor, Libre Pensamiento, 42 días de nacida. (Otros dos han muerto muy niños.) Durante 15 años, Pérez Hernández alimenta a su familia con una dieta de avena y frijoles (lo que "favorecía la espiritualidad", según apunta en su crónica Víctor Ronquillo), mientras los obliga a la elaboración agotadora de raticidas. Nadie los visita y sólo abandonan la casa para que el padre les enseñe las perversiones de este mundo. (De vez en cuando van al Cuadrante de la Soledad, en la Merced, a observar a prostitutas y alcohólicos.) Con el tiempo deciden rebelarse y piden auxilio. Y en julio de 1959 la policía detiene a Pérez Hernández que protesta: "Mis hijos sólo tratan de apoderarse del capital que he logrado formar con muchos sacrificios."
Esta vez, el episodio tiene tal valor sintomático y simbólico que borra su origen específico y se vuelve fábula urbana. (Casos similares no escasean.) Aquí el tema lo es todo: un hombre, que se concede a sí mismo dones filosóficos y proféticos, quiere evitarle a su familia (su posesión literal, sus cosas que son mujer e hijos) la contaminación de la realidad. ¿Se puede ir más lejos en el solipsismo, en el afán de eliminar a la vez el conocimiento y el pecado? El padre-carcelero, que se declara ateo, participa del fundamentalismo más extremo: el mundo es el hervidero que destruye la inocencia. Él, prófugo de la Contrarreforma, enseña la obediencia a través del temor, y hace del encierro la pedagogía última. Afuera, el mal amenaza con devastar su hogar amurallado; dentro, hay que tajar a tiempo los propósitos de libertad. El Carcelero (el Padre Terrible) es la metáfora más desbordada del autoritarismo sin valladares. He aquí, en su grotecidad, la caricatura del pánico moral en las grandes ciudades.
En este caso se inspiran Los motivos del lobo (1965), la obra teatral de Sergio Magaña y El castillo de la pureza (1972), la película de Arturo Ripstein con guión de José Emilio Pacheco.
(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)
Dirección: Arturo Ripstein
Fotografía: Alex Phillips
Con Claudio Brook, Rita Macedo, Arturo Beristáin, Diana Bracho, Cladys Bermejo y David Silva.
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