jueves, 27 de diciembre de 2018

José Carlos Becerra

 
Nació en Villahermosa, Tabasco, en 1936; murió en Italia en 1970. Hizo estudios de Arquitectura y Letras en la UNAM. En 1965 se dio a conocer con un poema elegíaco, Oscura Palabra, que despertó el interés de la gente de letras. En 1967 publicó Relación de los hechos y en 1969 obtuvo dos premios de poesía. En 1970 emprendió un viaje por Europa y murió en un accidente de automóvil. Sus poemas, dispersos en revistas y periódicos, fueron reunidos en un volumen póstumo: El otoño recorre las islas (1973).

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen II, Bajos-Colima)
 
Blues
 
No era necesaria una nueva acometida de la soledad
para que lo supiera.
Navegaba la mar por un rumbo desconocido para mis manos.
Donde el amor moró y tuvo reino
queda ya sólo un muro que avasalla la hierba.
Queda una hoja de papel no en blanco
donde está anocheciendo.
Donde goteaba luceros una noche
sobre unos hombros limpios como verdad mostrada,
sólo queda una brisa sin destino.
Donde una mujer fundara un beso,
sólo árboles postrados al invierno.
Y no era necesario decirlo.
El corazón sin que sea una lágrima
puede sombrear las mejillas.
La ventana da a la tristeza.
Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia
me penetra en el pecho para lamer mi corazón.
El aire es una mano que está hojeando mi frente.
Mi frente donde la luna es una inscripción,
una voz esculpiendo su olvido.
Como humo la luna se levanta
de entre las ruinas del atardecer.
Es muy temprano en ese azul sin rostro.
No era necesario enturbiar la soledad
con el polvo de un beso disuelto.
No era necesario
memorizar la noche en una lágrima.
Labios sobrecogidos de olvido,
pulsaciones de un oleaje de mar ya retirándose,
ruido de nubes que el otoño piensa.
Hay lápices en forma de tiempo, vasos de agua
donde el anochecer flota en silencio.
Hay una rama de árbol como un brazo esculpido
por algún abandono.
Hay miradas y cartas donde la noche
puso en marcha al vacío,
a las frentes que extinguen su remoto color
sobre letras que enlazan señales de viaje.
Aquí está la tarde.
Puede enrolarse en ella quien esté enamorado.
Aquí está la tarde para designar una ausencia.
Suena en mi pecho el mundo
como un árbol ganado por el viento.
No era necesaria la tarde, tampoco este cigarro cuyo humo
puede ser otra mano evaporándose.
Invernará la noche en mi pecho.
No era necesario saberlo.
No tiene importancia.
Espero una carta todavía no escrita
donde el olvido me nombre su heredero.
 
 
Batman
 
Recomenzando siempre el mismo discurso,
el escurrimiento sesgado del discurso, el lenguaje para distraer al silencio;
la persecución, la prosecución y el desenlace esperado por todos.
Aguardando siempre la misma señal,
el aviso del amor, de peligro, de como quieran llamarle.
(Quiero decir ese gran reflector encendido de pronto…)
La noche enrojeciendo, la situación previa y el pacto previo enrojeciendo,
durante la sospecha de la gran visita, mientras las costras sagradas se desprenden
del cuerpo antiquísimo de la resurrección.
Quiero decir
el gran experimento.
buscándole a Dios en las costillas la teoría de la costilla faltante,
y perdiendo siempre la cuenta de esos huesos
porque las luces eternamente se apagan de pronto, mientras volvemos a insistir en hablar a través de ese corto circuito,
de esa saliva interrumpida a lo largo de aquello que llamamos el cuerpo de Dios, el deseo de luz encendida.
Llamando, llamando, llamando.
Llamando desde el radio portátil oculto en cualquier parte,
llamando al sueño con métodos ciertamente sofocantes, con artificios inútilmente reales,
con sentimientos cuidadosa y desesperadamente elegidos,
con argumentos despellejados por el acometimiento que no se produce.
Palabras enchufadas con la corriente eléctrica del vacío, con el cable de alta tensión del delirio.
(Acertijos empañados por el aliento de ciertas frases, de ciertos discursos acerca del infinito.)
Recomenzando, pues, el mismo discurso,
recomenzando la misma conjetura,
el Clásico desperfecto en mitad de la carretera,
el Divinal automóvil con las llantas ponchadas
entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos, que transitan Clásicamente en sentidos contrarios.
Recomenzando, pues, la misma interrupción,
La pedorreta histórica de las llantas ponchadas,
el sofisma de cada resurrección,
el ancla oxidada de cada abrazo,
el movimiento desde adentro del deseo y el movimiento desde afuera de la palabra, como dos gemelos que no se ponen de acuerdo para nacer,
como dos enfermeros que no se coordinan para levantar al mismo tiempo el cuerpo del trapecista herido.
(Aquí el ingenio de la frase ganguea al advertir de pronto su sombrero de copa de ilusionista;
ese jabón perfumado por la literatura con el cual nos lavamos las partes irreales del cuerpo,
o sea el radio de acción de lo que llamamos el alma,
las vísceras sin clave precisa, los actos sin clave precisa,
la danza de los siete velos velada por la transparencia del dilema;
y por la noche, antes de acostarse,
la dentadura postiza en el vaso de agua,
la herida postiza en el vaso de agua, el deseo postizo en el vaso de agua.)
La señal... la señal... la señal...
Así sonríes sin embargo, confiando otra vez en tu discurso,
mirándote pasar en tus estatuas,
flotando nuevamente en tus palabras.
La señal, la señal, la señal.
Y entretanto paseas por tu habitación.
Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,
ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle,
ese gran reflector encendido de pronto en la noche.
Y entretanto miras tu capa,
contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados sobre la silla, hechos especialmente para ti,
para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu ayuda, aparezca en el cielo nocturno,
solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor
o en el sitio del crimen.
Solicitando tu alimentación triunfante, tus aportaciones al progreso,
requiriendo tu rostro amaestrado por el esfuerzo de parecerse a alguien
que acaso fuiste tú mismo
o ese pequeño dios, levemente maniático,
que se orina en alguna parte cuando tú te contemplas en el espejo.
Miras por la ventana
y esperas...
La noche enrojecida asciende por encima de los edificios traspasando su propio resplandor rojizo,
dejando atrás las calles y las ventanas todavía encendidas,
dejando atrás los rostros de las muchachas que te gustaron,
dejando atrás la música de un radio encendido en algún sitio y lo que sentías cuando escuchabas la música de un radio encendido en algún sitio.
Sigue la noche subiendo la noche,
y en cada uno de los peldaños que va pisando, una nueva criatura de la oscuridad rompe su cascarón de un picotazo,
y en sus alas que nada retienen, el vuelo balbucea los restos del peldaño o cascarón diluido ya en aire;
y mientras tanto tú no llegas aún para salvarte y salvar a esa mujer
que según dices
debe ser salvada.
¿En qué sitio, en qué jadeo
el sueño recorre el apetito reconcentrado de los dormidos?
¿Qué ola es ésa, que al golpear contra el casco
hace que el marinero de guardia ponga atención por un momento, para decirse después que no era nada
y torne a pasearse por el cuarto, mirando de vez en cuando por la ventana las luces dispersas de la calle?
¿Qué ir y venir está gastando el cuerpo de su andanza
contra el casco manchado, cubierto de parásitos marinos?
...porque de pronto has dejado de pasearte por la habitación.
¿Acaso escuchas realmente ese ruido? ¿Ese ruido viene del pasillo o viene de tu deseo?
(Cierta especie de ruido que tropieza con cierta especie de silencio dentro de ti,
como alguien que se topa con una silla al caminar a oscuras...)
¡Tal vez ya prendieron el reflector para pedirte auxilio!
¡Tal vez fue esa mujer quien lo encendió!
Pero no, todavía no,
nadie camina por el pasillo hacia tu puerta, nadie tropieza con una silla dentro de ti,
y allí están doblados tu traje de héroe y tus sentimientos de héroe,
listos para cuando entres en acción.
¿Pero por qué no han encendido ese gran reflector?
¿Es sólo el ascenso de la noche lo que deja sus cascarones rotos en el aire?
¿Qué criatura de la oscuridad picotea para que el aire tome forma de cascarón roto, de peldaño dejado atrás?
¿Qué es aquello que detiene de súbito tus paseos por la habitación mientras te dices 'Acaso deba esperar otro rato'?
Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo rayándolo fugazmente con sus pequeñas luces de navegación?
Y algo dentro de ti que tú crees que es la noche allá afuera,
cruje pisando cascarones rotos, peldaños donde el cuerpo de su andanza deja un hilo finísimo de baba o soliloquio,
mientras retorna el fantasma de una mujer bandeado por la oscuridad
donde el mar se encaverna después del zarpazo,
y ese fantasma, que es la otra cara de la espuma, repite contra el casco del barco el golpe del sueño
salpicando al silencio desde lejos.
Y vuelves a asomarte por la ventana.
¿Es el zumbido de un jet que cruza el cielo?
¿Qué es ese ruido que te hace mirar tu traje y tu antifaz,
y asomarte después por la ventana?
Ir y venir alrededor de una silla,
enrevesado viaje alrededor de una silla, guardando el equilibrio difícilmente
al caminar y girar sobre un hilo finísimo de saliva.
Ir y venir, habladuría alrededor de una silla donde está un extraño traje doblado,
ir y venir alrededor de un viejo y descompuesto automóvil que estorba el tráfico en la carretera,
gestos entrecruzados, habladuría de ventanas y escaleras
labrando la estatua cuyo sentido griego vacila y se viene abajo en el trayecto entre una ventana y un reflector que no se ha encendido,
mientras los cascarones rotos de la oscuridad crujen y se disuelven bajo el brusco aleteo con que la oscuridad va impulsando la noche.
Y otra vez te paseas,
¿quieres desovillar el hilo de saliva, el hilo de palabras sobre el que te balanceas en precario equilibrio?
¿En qué juego de tus frases, en qué humillante silencio has puesto el oído?
Y otra vez te paseas y otra vez te vuelves hacia la ventana,
pero ese resplandor… pero ese resplandor que descubres de pronto,
es el amanecer,
palidísimo gesto de esa luz entre los edificios, donde el silencio enhebra las pisadas lejanas de todo lo nocturno.
¿Y ahora,
qué es lo que sientes que se aleja,
como alguien corriendo descalzo por la playa, entre la niebla que la luz va a ocupar?
¿Y en esa claridad en aumento, acaso puede todavía distinguirse
la señal de un reflector encendido?
Paseos alrededor de una silla donde está un extraño traje doblado,
monólogo alrededor de una silla donde está un simulacro en forma de traje doblado,
mientras el amanecer se deja llevar por su propia marea ascendente, y por el ruido de las barredoras mecánicas y de los primeros camiones urbanos que aparecen por las calles desiertas.
 

Basta cerrar los labios
 
Basta morir como una lámpara desde la madrugada,
como el rescoldo de una brisa tersa;
para morir, para suministrarnos
la mano venidera del olvido;
basta decirle no al día de mañana,
basta ensayar los labios en un rumor de cera,
basta beber un vaso de agua
donde yazga el recuerdo de un ahogado.
Deja que la mano sea como un guante
que usa el corazón para tocar el brazo
o el alba de una novia entristecida.
Deja que la mano sea como un campo
donde el aire trasciende como humedad de pelo.
El otoño se despierta en mi pecho y se sacude las plumas
como pájaro caído fuera de la redondez de su canto.
El otoño se desbanda por mi pecho
como un viento veteado de árboles.
¿Quién me pone en los labios
un color de palabras donde se siente el peso de la noche?
A veces hay algo en las palabras que se dicen,
en aquellas que llevan del labio ansiosa vida,
aquellas que sollozan el paisaje
y respiran la cal de otra garganta;
que es como ponerse de codos a pensar
sobre el pretil de una tristeza antigua.
Hay playas
donde la mar resuena como carne,
como el golpe de un cuerpo que de pronto ha llorado.
Hay lagunas y juncos, estuarios
donde amarran los peces su oceanía desmedida,
y hay ríos donde la tierra llega al mar
insepulta en sus sueños imposibles.
Sufro. Sufro de esa moneda
que redondea a la mano inútilmente.
Sufro como un sentir pequeña espina
en la mirada fija de las lágrimas.
Sufro la cañamiel de una canción muy tonta.
Sufro el esparcimiento de una muerte insepulta.
Sufro la profundidad de los ríos
donde la noche tienta a los ahogados.
Paso los ojos
por la luz poco oída de una estrella.
Paso los labios por las palabras de un día,
donde el silencio crece como yedra.
Para morir, para cesar los labios
para olvidar de pronto la forma de la tierra
y salir para siempre de la asunción del mar;
no es necesario el traje de los condenados
ni la ceniza de los aturdidos.
No es necesaria la cama de los enfermos
ni el campo de batalla ya después, en silencio.
Basta un anuncio de hojas de afeitar,
basta la prosperidad de un gerente,
basta un tranvía equivocado.
Es arrojada la noche a la costa de nuestro pecho
por un oleaje de luces.
Hay un poco de acero turbado en una mano.
Hay un niño sin ojos moviéndose en los ojos
Entonces ¿cómo tomar la luna?
¿Con qué mano o qué lágrima
tocar la luz donde los labios ceden a la noche?
La respiración suena como pisar hojas secas.
El bosque es tan profundo que las manos no se encuentran.
Puedo silbar para espantar mi miedo,
para que me oigas yacer en un claro del bosque
cuando en realidad sólo hay claro en tus ojos.
Palabras y miradas transbordando ataúdes.
De ataúdes de niños
a negros ataúdes con barbas de abuelo.
A veces la noche
crece como la barba de un dios desconocido.
Cerrar los labios es quedarse a solas.
Puedes mover el frío entre tus dientes.
Puedes ver en un cuello la pasión de la tarde.
La mano puede confiarse al frío sin darse cuenta.
 
 
 
 

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