El año de 1449, formidables aguaceros hicieron subir de tal suerte el nivel de los lagos, que se inundó completamente la ciudad de México, no pudiendo efectuarse el tráfico sino en canoas. Motecuhzoma, para salvar la capital de su imperio, consultó lo que debería hacerse, con Netzahualcóyotl, que pasaba por gran ingeniero; y éste le aconsejó que construyera un gran dique, como lo hizo, del que aún quedan restos, especialmente en las cercanías de San Cristóbal Ecatepec, que son conocidos con el nombre de albarrada vieja de los indios. Fue ésta una notable obra de ingeniería indígena, que corría como tres kilómetros dentro de la laguna –en partes muy hondas-, tenía más de quince metros de ancho, y más de doce y medio kilómetros de largo. Fueron estos los primeros trabajos para intentar el desagüe de la ciudad de México.
Los indomables chalcas aprovecháronse de los perjuicios que la inundación había causado en la ciudad de México, para insurreccionarse de nuevo y sacudir su dominio; pero fueron otra vez vencidos y sujetados por Motecuhzoma.
Según el Códice Mendocino, este monarca conquistó también Atotonilco y Tollan (hoy Atotonilco y Tula, en el estado de Hidalgo). Hueipóchtla, Axocápan, Xilotepec, Itzcuitlopilco, Tlapacoyan y Chalpolicxitlan, situados al norte de México.
Otros fenómenos meteorológicos
Los años siguientes, desde 1450 a 1452, sobrevinieron fuertes nevadas, fenómeno absolutamente extraordinario en el Valle de México, que provocó la pérdida de las cosechas. La nieve causó muchas muertes, pues según se dice, les llegaba a los hombres a la rodilla y los indígenas no estaban preparados para resistir un clima tan desapacible. Además, las nevadas derribaron varios edificios y ocasionaron la interrupción del tráfico en la ciudad, produciendo una epidemia de gripa.
Como si esto no fuera bastante, el año siguiente de 1453, el calor y la sequía fueron tan grandes, que impidieron la fructificación de las mieses; así es que en 1454, que fue la fiesta secular del fuego nuevo, agotadas las reservas, vino el hambre a sentar sus reales en el imperio.
El año del hambre
En vano fue que los reyes aliados de México, Texcoco y Tacuba abrieran sus graneros e hicieran distribuciones públicas y gratuitas de maíz, pues eran ineficaces estos recursos para combatir la necesidad pública. La miserable gente se alimentaba con las más sucias alimañas, con las raíces de las plantas, y con las yerbas de los tulares; y aun se dio el caso de que muchos mexicanos se vendieran como esclavos por un puñado de maíz, en tanto que otros, abandonándolo todo, emigraban a tierras más fértiles. Como los mercaderes totonacas se presentaban comprando esclavos a cambio de maíz, hubo necesidad de dictar leyes sobre el caso, determinando que las ventas sólo serían válidas cuando se hicieran por quinientas mazorcas, tratándose de un hombre, y cuatrocientas tratándose de una mujer.
Tras el hambre se presentó la peste, su obligada compañera, y los caminos y la ciudad se veían regados de cadáveres de los que perecían, ya del hambre, ya del contagio.
La Guerra Florida o contra los enemigos en casa
Entonces, para aplacar a los dioses, que se suponían irritados, los sacerdotes decidieron que debía sacrificarse un gran número de hombres ordinariamente, sin esperar a tener cautivos hechos en guerra y que, para contar con ellos siempre, se hiciera un convenio con los de Tlaxcala, por el cual se señalase un campo donde combatieran los aliados con los tlaxcaltecas, simplemente para disponer de víctimas que sacrificar a los dioses, sin pretender los ejércitos combatientes ganar tierras ni señoríos, ni salir del campo señalado. Aceptada esta propuesta, se fijaron para tales combates las provincias de Tlaxcala, Huejotzinco y Cholula, que fueron llamados los enemigos de casa. En ella el número de los contendientes estaba igualado y, a consecuencia de ese pacto, no podían pasar los habitantes de esos lugares a México, ni a la inversa sin ser sacrificados. Esto explica por qué aquéllos señoríos no fueron conquistados por los mexicanos, a pesar de que otros muchos más poderosos y lejanos sí lo fueron.
“La guerra que hacían –dice Pomar-, era cada veinte días, conforme a la cuenta de sus fiestas del año, de manera que una vez lo hacían con los tlaxcaltecas y otra con los huejotzincas, y ellos, por la propia cuenta, los aguardaban y los propios días en el campo y lugares de pelea, sin errarse jamás”.
(Tomado de: Alfonso Toro – Historia de México I, Historia Antigua)
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